Jarvis Cocker, el chamarilero
El exlíder de la banda británica Pulp debuta como escritor con Buen pop, Mal pop. Un inventario (Blackie Books), una suerte de memorias juveniles sobre sus años en la ciudad de Sheffield llenas de recuerdos, reflexiones e ironía
7 noviembre, 2023 17:38Hace años, Rubén Blades aseguraba que con la kilométrica canción Pedro Navaja –siete minutos inspirados por un viejo personaje creado por Brecht y Kurt Weill: la vida te da sorpresas, sorpresas te de la vida–, Willie Colón y él mismo habían cantado el equivalente al Quijote de la música en español a ritmo de salsa. Incluso Gabriel García Márquez confesó que le daba envidia no haberla escrito él. Algo parecido, versión anglo, podría decirse de Common People el hitazo absoluto con el que el larguirucho de Jarvis Cocker encumbró definitivamente a Pulp, la banda con la que llevaba fracasando desde los catorce años.
Y eso que la cosa tenía mala pinta. A mediados de los años 90, el mercado musical andaba entretenido en la contienda mediático-pugilística que los pasquines convinieron en llamar Britpop. La idea, impulsada desde las revistas inglesas, era recuperar el trofeo perdido del rock-pop mundial –The Beatles se habían autodisuelto hacía más de veinte años– de las manos de esos mugrientos yanquis del grunge. Pero otra batalla también se jugaba en el interior de la pérfida Albión. La atención se centraba en las rencillas, singles, hostias verbales y dimes y diretes entre Blur y Oasis. Unos pijos de Londres y unos canis de Manchester. Apenas habían cumplido los veinte años y ya controlaban el mercado mundial de música popular.
Pero resulta que en mitad de esa contienda se coló un invitado inesperado. Un expescadero de Sheffield –¿la ciudad más mediocre del Reino Unido?– con graves problemas de miopía. Un cosechador perpetuo de críticas negativas en discos olvidados. Un perdedor bien entrado en la treintena dueño de una banda, Pulp, que pese a los años de trayectoria solo había empezado a cosechar algo de interés ajeno en su penúltimo disco y nunca acababa de prender del todo. Y, sin embargo, el héroe de la perseverancia había dado por una vez con la tecla adecuada.
Bastaba con escuchar cómo los primeros acordes –mitad disco, mitad punk— daban paso al inicio de una letra desternillante y rabiosa que acababa cinco minutos después en un estallido pop, reflexivo y altamente coreable. Si Pedro Navaja era el Quijote, Common People se había convertido en el Oliver Twist de la generación britpop.
El inicio de la canción cuenta la historia de una chica de alta sociedad griega –algunos rotativos atenienses creyeron identificar a la protagonista en la actual esposa de Yannis Varoufakis– que asegura que quiere vivir en Londres como la “gente normal”. El resto de la canción es un magnífico alegato glosando la idiotez de hacer turismo sentimental alrededor de la clase trabajadora. Mitad petardeo, mitad Marx y Engels.
Aupado a ese éxito, Jarvis se convirtió en una estrella de extraño brillo. El conde del suburbio daba bien en televisión, el marqués en el exilio del mercado dominical de segunda mano era el dueño de un discurso maduro, fascinante y original. El disco donde aparece la canción, Different Class, se convierte en un superventas. Pulp se transforma entonces en un grupo popularísimo, de éxito mundial. El resultado es que casi no lo cuentan.
Lo malo de los sueños es que a veces se cumplen. Así, lo que sigue en su carrera es un intento obstinado en volver a desclasarse, esta vez, hacia abajo –por decirlo así– en busca de una vida genuina y vivible, una carrera musical con sentido. Graban un par de discos más –entre ellos el magnífico This is hardcore– tratando de desmarcarse de la etiqueta brit y después lo dejan. Entrado el nuevo siglo, Jarvis se dedica a administrar su mayúsculo éxito pasado y hacer lo que le da la real gana. Vivir en un pueblito francés, grabar discos en ese idioma, comprarse americanas chulas o escribir un libro. Y precisamente eso último es lo que nos ocupa.
Sabemos que se lo propone su agente Mónica Carmona y no se pone a escribirlo –no en vano Cocker, en la fábula clásica, se reconoce en la idiosincrasia de la tortuga– hasta que le aprieta la fecha de entrega. El procedimiento de escritura es original. Abre un altillo que acumula cachivaches de toda su vida y se dedica a hacer inventario. ¿Qué me quedo? ¿Qué lanzo? Un poco –aunque él se esfuerce en negarlo– a lo Marie Kondo pero en versión indie de luxe. El autor dice que decide quedarse con lo que considera buen pop –objetos emocionalmente relevantes– y desecha el resto. Lo que ha intentado hacer toda la vida.
El resultado es un libro original, irregular y bonito de ver debido a que acompaña los juicios de valor con fotografías de los objetos más variados: un juguete de plástico, una camisa de segunda mano, un paquete de chicles caducados, un teclado Yamaha. Cada uno de ellos le despierta a Cocker –y a nosotros—una pequeña epifanía proustriana. Su mecanismo recuerda al utilizado por Joe Brainard y Perec en sus populares Me acuerdo...
El libro se centra en los años anteriores a que Cocker huyera de su ciudad natal para instalarse en Londres para estudiar en la escuela de arte que le daría su canción talismán. Nos gusta que sea antinostálgico, en el sentido de que no parece idealizar nada de lo pasó desde la atalaya confortable de la economía saneada y la celebridad actual. Su padre abandona pronto a la familia, vive rodeado de sus tías y hermanas, sueña desde los doce años con crear un grupo de música llamado Pulp. No tiene ni idea de tocar, no ha escrito una letra en su vida, pero sueña con revolucionar la industria musical. Uno de los objetos más carismáticos es el cuaderno de la escuela donde diseña los pasos de lo que será su banda. El Santo Grial del Evangelio Indie. El joven Cocker empieza preocupándose por la estética. Si uno quiere ser una estrella, debe parecerlo.
La estructura del libro da buena cuenta de la peculiar persecución del éxito de Cocker. Hasta dos veces parece estar a punto de que su banda toque el cielo con las manos: una cuando, siendo apenas unos críos, los llama el mítico presentador John Peel para que graben unas sesiones en su programa de radio en la BBC. Los famosos quince minutos de fama se quedaron en quince, afirma Cocker con estoicismo. Otra cuando, antes de uno de sus primeros conciertos grandes en Sheffield, Jarvis, para impresionar a una chica, se cae del alféizar de una ventana a cinco metros de altura. Del tortazo casi mortal sale renacido, un poco como Borges después del famoso ventanazo, con ganas de probar cosas nuevas y no perder el tiempo.
Tal vez la parte más decepcionante sea cuando pasa de puntillas sobre la manera de componer o crear. Se escuda en una entrevista que le hizo él mismo a Leonard Cohen, ya en los años de fama, donde el canadiense se empeñó en no hablar sobre el tema, con el argumento de no “gafar” la magia. Jarvis hace algo parecido a un libro de autoayuda artística y nos dice que todos somos capaces de crear y blablablá.
Pero, pese a esos pequeños descensos, el libro resulta divertido, ameno e interesante. Consigue convertir un encargo editorial en una obra estrictamente personal y se convierte en una de las mejores muestras dentro del subgénero memorias escritas por genios del pop debido a su total falta de endiosamiento, a su odio a la pedantería o el autobombo. Una crónica en primera persona del sótano emocional de una de las trayectorias musicales más interesantes de los últimos años contada con gracia e ingenio. Encima, se hace corto. Y uno se relame ante lo que puedan venir con los siguientes objetos y años. Buen pop. Ni más, ni menos.