Bob Dylan y la misa escarlata
El músico norteamericano deslumbra a sus 78 años en su gira por España, preludio del lanzamiento de una colección de inéditos de la época de 'The Rolling Thunder Revue'
9 mayo, 2019 00:00Ir a un concierto de Bob Dylan es lo más parecido a asistir a una misa previa al Concilio Vaticano II. El predicador, que para unos sigue siendo un profeta y para otros sencillamente es un poeta equiparable a Homero, se pone de espaldas a la grey, o se esconde detrás de un piano negro de cola y, lentamente, desde el mar de la oscuridad –salpicada de diminutos puntos de luz que parecen estrellas–, da inicio a un espectáculo sobrio y crepuscular donde rige un ritual estricto –nada de saludos, nada de coritos, ni se te ocurra sacar el móvil del bolsillo para hacer una foto– pero las cosas terminan siendo de forma diferente a como todos esperan. Sobre el escenario únicamente manda él. Así es desde hace décadas. Así ha sido también durante los conciertos de la gira europea que ha traído de nuevo al músico norteamericano a España.
Dylan llevaba en esta ocasión una banda más reducida, de sólo cuatro miembros –todas las guitarras eran del fabuloso Charlie Sexton– y, salvo en una brevísima ocasión –cuando cantó Scarlet Town, una de sus últimas parábolas bíblicas–, en ningún momento se mostró de cuerpo entero ante la audiencia. El único músico que ha recibido un Premio Nobel de Literatura huye de su propia leyenda, evita mostrarse como un santo disecado, toca desde la penumbra de su alma –esos 78 años que parecen eternos– y altera su cancionero, que es objeto de renovación integral cada vez que decide cambiar de época, exactamente igual que Picasso. En Sevilla, en el auditorio diseñado por el arquitecto Guillermo Vázquez Consuegra –sentado para la ocasión en la fila once–, los clásicos con mayor solera fueron reinventados por completo, alterándose con los indispensables contemporáneos, en ese permanente work in progress que es cualquier concierto del animal más sagrado de la música norteamericana.
Dylan no está, como otros dinosaurios del rock, preso de su glorioso pasado. Vive en un permanente presente, como evidencia el hecho de que, igual que un músico de jazz, haga un sinfín de variaciones (improvisadas) sobre los mismos motivos. La música realmente grande no está atrapada en los surcos de un disco: sucede en el escenario, en un aquí y ahora concretos, que pueden ser igual que su referencia grabada o, por el contrario, distinta, mejor, diferente. Primer mandamiento de la filosofía beatnik: nada realmente vivo está completamente quieto. Todo fluye y cambia.
Esto explica que Dylan interpretara Don´t think twice, it´s all right solo al piano, en mitad de un silencio evangélico, elevando su plegaria –una irónica canción de amor y rechazo– al Altísimo. O que convirtiera When I paint my masterpiece en una pieza de baile sureña, con un tempo delicioso. El mensaje era nítido: si vienes a escuchar a un cantautor, estás equivocado; si todavía –maldito iluso– crees que vas a ver al cantante folk de inicios de los años sesenta, pierdes directamente el tiempo. Ese Dylan, fijado en sus primeros discos, es pura historia cultural, una reliquia. Ya no existe.
El hombre inmerso en la gira interminable, en cambio, es un músico cuyo corazón todavía palpita. Un artista que deconstruye su pretérito para armarlo con otra lógica. ¿Por qué cambia tanto Dylan sus canciones? “Just to fuck” (“Sólo por joder”), explicó una vez Joan Baez, que conoce el paño desde hace decenios. Desde luego es un motivo poderoso –no darle al público lo que espera, sino algo aún mejor que desconoce, que es lo que hacen los grandes creadores– pero hay otros, entre ellos uno de indudable peso: es la única forma de que su audiencia escuche, como si fuera la primera vez, lo que sucede en el escenario, en vez de evocar la reverberación sentimental que atesoran en su memoria.
¿Cómo hacer que las palabras de siempre perduren sin que su significado se desgaste? Alterando melodías hechas, trastocando el ritmo interno del verso, transformando la dicción ordinaria en un fraseo diferente. La cosa es rápida. Sucede apenas en un instante. Y nunca más vuelve a repetirse. En la vida real no existe ni el pasado ni tampoco el futuro. Sólo hay un presente continuo –que ocurre porque una vez fuimos– y que discurre mientras seamos, pero que, si es vida –“All right, ma. It´s life, and life only”– se mueve, salta, muta. Las misas escarlatas del Dylan crepuscular se parecen a las escenas oníricas de una película de David Lynch. No se sabe muy bien si cuando acontecen estás delante de una ficción o de la realidad. Comienzan y terminan en un fascinante ambiente de extrañeza. Igual que en una fábula clásica: Once upon a time.
Son anacrónicas y, al mismo tiempo, contemporáneas. Fruto de una venerable tradición –la de los bluesmen originales, capaces de tocar en ferias y casinos, honky tonks y estadios– que nos enseña que la modernidad no consiste en ser nuevo, sino novedoso (según el contexto en el que uno se sitúe). Por supuesto, el público que asiste a las homilías dylanitas, donde se cuenta a partir de un riff de Muddy Waters la historia de los antiguos reyes romanos –Early Roman Kings– o se celebra el blues de Blind Willie McTell, no reparará nunca en el poderoso sentido de la figuración que mueve al Premio Nobel de Literatura. Sus fieles acuden, en general, movidos por sus recuerdos, en busca de una parte de su juventud. Pero lo que se encuentran es a un músico irreverente que, desde la penumbra –“It´s not dark yet, but it's getting there”–, destroza sin piedad esa aspiración nostálgica de volver a vivir el pasado personal.
Hay quien sale contrariado, pero también quienes entienden el infalible mandamiento: vivir es renovarse; morir consiste en quedarse quieto. Dylan ha construido así su propia tradición: imitando a los realmente grandes –que no necesariamente son los músicos más populares– e incorporándolos a su gramática, que alimenta con la dosificación inteligente de su historia sonora, articulada a través de The Bootlegs Series, su colección de inéditos, descartes, rarezas y proezas que el próximo mes de junio sacará a la calle un tesoro: las grabaciones integrales de la gira de The Rolling Thunder Revue, que son la banda sonora del documental –el segundo, si contamos la película No Direction Home– que Martin Scorsese estrenará ese mismo mes sobre el músico en Netflix. El lanzamiento será antológico: un boxset de 14 CDs y 148 pistas, incluyendo cinco conciertos enteros y cintas con los ensayos previos del tour grabadas en los S.I.R. Studios en Nueva York. Un compendio de sólo dos años –1975 y 1976– en los que Dylan, en puertas de su tormentoso divorcio, regresó a la carretera con una banda gitana.
Los conciertos se celebraban en pequeños teatros, en ciudades pequeñas, sin avisar con antelación, y en función de los caprichos del músico de Duluth, que entonces conducía su autobús en ruta y llevaba consigo a un plantel de invitados entre los que estaban Joan Baez, Roger McGuinn, Jack Elliott Ramblin, Ringo Starr, Patti Smith o Joni Mitchell. Salvo el mitológico tour de 1966, con Dylan abandonando el folk y pasando a su edad eléctrica –ese sonido fino de mercurio–, editado en una caja con 36 CDs, no existe equivalente en términos discográficos a esta summa theologica. De aquel viaje on the road existían hasta ahora dos registros complementarios: la película Renaldo y Clara, una muestra de cinema verité dirigida por el propio Dylan, y un libro –Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera– escrito por Sam Shepard con fotografías de Ken Regan que en español publicó Anagrama.
Las imágenes muestran a Dylan visitando, con el poeta Allen Ginsberg, la tumba de Jack Kerouac en Lowell, o posando delante de un gigantesco crucifijo con un Cristo de marfil, justo antes de su conversión al catolicismo. Shepard escribe un inquietante poema en prosa que parece dedicado a alguien que, como cuenta la leyenda del cruce de caminos, hizo un pacto con el Diablo: “Meñique blanco, arrugado, con articulación doble. Uñas largas que revolotean sobre el armonio de Allen como una criatura con tentáculos. Manos de cuero lechosas, curtidas, que nos dicen más cosas que su cara sobre la música y sobre dónde han estado. Manos antiguas, demoníacas, no humanas, manos que casi dan miedo". (Las manos de Dylan).