Joaquín Sabina, durante la presentación de 'Sintiéndolo mucho'.

Joaquín Sabina, durante la presentación de 'Sintiéndolo mucho'.

Música

A León de Aranoa no le gusta Sabina

El documental de León de Aranoa sobre el músico de Úbeda, concebido como un reportaje para 'fans' no exigentes, se recrea en lo aparente –el personaje– y se olvida de lo esencial: la música

4 diciembre, 2022 19:30

A Fernando León de Aranoa no le gusta Joaquín Sabina. Entiéndanme, el tipo le ha dedicado horas y horas de metraje, ha cruzado océanos por él, ha compartido sofás, copas, autocares, esputos. Le admira, le graba, le mima. Se ha pasado trece años siendo su sombra. Animándolo. Dándole coba. Aguantándole los desplantes y caprichos. Pero, no, no le gusta. Si no, resulta imposible entender cómo el excelente realizador madrileño ha perpetrado una patraña semejante a Sintiéndolo mucho…, un documental que promete ser el acercamiento más íntimo y completo a la figura del cantante de Úbeda y es, en realidad, un vídeo de ánimo a un colega deprimido. El lujoso regalo de cumpleaños de un viejo niño rico que vive rodeado de sirvientes y facilitadores. Duele verle borracho -–pero solo él, fiesta unipersonal— rodeado de palmeros que le sirven las copas y los recuerdos. “Tírame de la lengua, tírame de la lengua”, le insiste a un Pancho Varona --que trata de entrever a qué se refiere– cuando no se acuerda de cómo siguen sus propias canciones.

En fin, al inicio de las dos horazas de película, Sabina confiesa que no se lleva muy bien con el tipo del bombín que sube al escenario --es el otro el que escribe las obras, por decirlo con Borges- y León de Aranoa parece seguirle a pies juntillas, así, realiza un vuelta de tuerca realmente tremebunda: filma y monta un documental sobre un músico donde la música no importa. No es solo que ya no importe, es que la recortan, la descuidan, la marginan. Nos hartamos de acompañar a Sabina por los pasillos de teatros y pabellones hasta el mismo escenario. Una vez lo vemos entrar, el filme pasa a otra parte. La actuación no aparece. Lo que le importa al director son las opiniones de Sabina. Los recuerdos. Los consejos. Y no es mal entrevistado, da titulares, dispara retruécanos, comenta jocoso, monologa mayúsculo; pero lo que dice es absolutamente prescindible. No hace justicia, como es normal, al músico.

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Con Joaquín Sabina resulta imposible posicionarse sin declarar un incendio. Si celebras su carrera como el artista español más importante de finales del XX corres el riesgo de convertirte en un cateto para los guardianes de las esencias musicales más puristas. No tienes ni idea. Debes quitarte el nacionalismo miope y populachero antes opinar. Si arqueas la ceja ante los que comparan su obra con la de gigantes como Leonard Cohen y Bob Dylan te conviertes en un esnob resentido, en un fingidor, en un odiador estirado, en un hípster horrendo de esos de los de Víctor Lenore.

Lo peor –lo mejor– es que los dos están en lo cierto. Sabina es un genio y un chapuzas. Un letrista mayúsculo y un perpetrador de ripios. Una gran mala voz. Un puedo y no quiero. Un músico limitado, dueño de una intuición mayúscula, que escribe canciones por encima de sus posibilidades. Que ha sabido aprender de la inteligencia erudita y cachonda de Krahe y rebajarla con un punto de romanticismo para convertirla en un producto de masas. Que ha sabido escuchar la canción popular en castellano y llevarla hasta el siglo XX. Dueño de por lo menos diez canciones inmortales que se han convertido en estándares. Contemos: Y sin embargo, Contigo, Y nos dieron las diez, Siete Crisantemos, Por el bulevar de los sueños rotos, Ruido, Peces de ciudad, De purísima y oro, Diecinueve días y quinientas noche, Calle Melancolía. Que ya no le pertenecen.

Lo que interesa de Sabina –lo que León de Aranoa se ha olvidado de mostrar– es que ha escrito alguna de las mejores canciones en castellano del siglo XX. Que ha conseguido injertar con talento y naturalidad en la música popular española tradiciones musicales que antes nos resultaban ajenas. Así, de lo mejor de la película es cuando reflexiona sobre José Alfredo y los mariachis. Sobre la dosis de cursilería necesaria en el género canción. Pero eso dura poco, parece que les de miedo volverse técnicos y la cinta sigue con otros aspectos sentimentales y personales.     

El problema es que el documental carece de ideas musicales. Parece estar filmado a las bravas, a ver qué encuentra, y lo que encuentra es casi un excompositor que se cae de un escenario. Un pobre hombre que intenta salvarse de la depresión. El paralelismo con su amigo torero que sufre una grave cogida con Sabina delante –y en ese escalofrío y los planos de la plaza de toros está lo mejor de la cinta–. El principal problema es que León de Aranoa no bebe de la tradición de los documentales musicales –él viene de una tradición visual y social, no musical, y se nota-- y se toma la película como un reportaje o entrevista solo apto para fans no demasiado exigentes, es decir, para amigos. Dicen que es una película para devotos, pero si lo es, lo es de devotos del salseo, de la Sexta Noche, no de su legado musical.

El problema es que, siendo Sabina un músico del pasado, consciente de que sus mejores años ya se fueron, sin la fuerza o el brío de antaño, el documental no eche la vista atrás con mayor convicción. Sí lo hace en lo personal con su visita berlanguiana al pueblo, pero no en lo artístico. Tampoco se le da la palabra a músicos o colaboradores, no hablan sus acompañantes, no habla su compañera Jimena Coronado –aunque a veces habla su mirada de fondo, un poco harta de estar tan enamorada, parece– no opinan los críticos, no hay contexto, ni explicaciones, ni apenas hay trapos sucios.

Lo que falta en el documental es una idea musical que vertebre la obra más allá de las toses y los esputos del artistas que jalonan toda el metraje. Citando al mismo Sabina: “El pan de ayer no es buen postre para hoy”. Parece que a León de Aranoa se haya contagiado de alguna de los defectos de las peores canciones de Sabina. Muchas veces parece que el jienense le importe más el verso que la canción, que lo apuesta todo a la imagen brillante de una línea o una metáfora, a la seducción de una línea. Eso, en ocasiones, va en perjuicio de la canción en general, que no va a ninguna parte o es ya una copia de una copia. La película de Aranoa adolece de esa misma urgencia, se recrea en lo aparente pero se olvida de lo esencial. Casi lo mejor es esa pieza minúscula donde comenta junto a Leiva su primera canción en años.

En definitiva, Sintiéndolo mucho… es una magnífica oportunidad perdida, un homenaje a veces sonrojante a un colega querido, demasiado querido, al que nos gusta escucharle las batallitas y le aguantas los achaques de la edad, pero al que ya no le consideramos un artista en plenitud. Perdonen la tristeza.