Música
'Exile on Main Street' y los forajidos de Nellcôte
La obra maestra de The Rolling Stones, grabada en la mansión de Keith Richards en Francia tras huir del Reino Unido, en un ambiente marcado por la improvisación y las drogas, cumple 50 años
11 mayo, 2022 22:00El 12 de mayo de 1972, hace ahora cincuenta años, llegaba a las tiendas de discos Exile on Main St., el primer elepé doble de The Rolling Stones y, con toda probabilidad, su obra maestra. El álbum está envuelto en un aura de leyenda por los excesos y el caos que rodearon su grabación en el periodo más salvaje del grupo. Sin embargo, más allá del jugoso anecdotario que lo acompaña, lo verdaderamente relevante es que supone la culminación de su mejor etapa, su cima creativa. Como a veces pasa en el arte, del caos no surgió el desastre sino una de las grandes obras de la historia del rock.
Ninguna de las dieciocho canciones que incluía la edición original está entre las más célebres –salieron un par de singles con Tumbing Dice y Happy, los dos supuestos hits del disco–, pero la potencia está en el conjunto, en la totalidad del elepé (hablar de la solidez de un elepé tiene algo de ejercicio de melancolía, porque indica que a uno ya le pesan los años; a las jóvenes generaciones de Spotify y las playlists lo de la solidez estructural de un álbum entendido como obra artística les suena ya a chino). Exile on Main St. contiene en su conjunto la esencia destilada de lo que es la mejor aportación de los Rolling Stones: centrifugar la gran tradición afroamericana del blues, el rhythm and blues, el gospel, el soul, el jazz y el rock a lo Chuck Berry, con el añadido de unas gotas de folk también americano.
Aunque hoy pocos cuestionan la trascendencia de Exile on Main St., en el momento de su lanzamiento –suele pasar– la crítica no fue tan entusiasta y se dijo que el disco era caótico, le faltaban verdaderos hits, había demasiados temas de relleno, que la producción era una porquería y la calidad de las mezclas dejaba mucho que desear. Y sí, el sonido es sucio, áspero, un punto tosco, pero, por paradójico que parezca, este aire de jam session sin pulir es una de las claves de la potencia musical del álbum. Recuerda Keith Richards en sus nada mojigatas memorias: “Ahora advierto que Exile se hizo en circunstancias muy caóticas, con unos procedimientos de grabación innovadores, pero esos nos parecían problemas menores; el más acuciante era: ¿tenemos canciones? Y luego venía: ¿Hemos hallado el sonido?”
Los Stones nunca fueron ni vanguardistas como The Velvet Underground, ni compositores sofisticados como Bowie, ni poetas (con Nobel) como Bob Dylan, ni sutiles miniaturistas como Nick Drake, ni deliciosos irónicos como Harry Nilsson, ni refinados estetas como Van Morrison, ni músicos virtuosos como Pink Floyd, ni eminencias musicales como Zappa o los King Crimson, ni tampoco concibieron álbumes unitarios y conceptuales como The Kinks o Lou Reed. Lo suyo es la fuerza primaria que emerge del blues (recordemos que su nombre era un homenaje a Muddy Waters) y Exile on Main St. es la quintaesencia de esta propuesta estética.
Lo más parecido a un músico virtuoso en los Stones fue Charlie Watts, que a partir de cierta edad estaba ya más interesado en el jazz que en el rock; en el caso del disco que nos ocupa es fundamental la aportación de Mick Taylor, que había sustituido al difunto Brian Jones. Taylor, un superdotado músico de blues procedente de The Bluesbreakers de John Mayall (con el que grabó el fundamental Blues from Laurel Canyon) ha sido de lejos –que nadie se me enfade– el mejor guitarrista que ha tenido el grupo.
Exile on Main St. pone el broche de oro a la mejor etapa de la carrera de la banda, la que arranca en 1968 con Beggars Banquet, el álbum en el que dan el salto definitivo del pop británico en versión hermanos gamberros de The Beatles a la exploración, ya sin cortapisas, de la música afroamericana. Siguen álbumes tan redondos como Let it Bleed, el último con Decca, y Sticky Fingers, el primero producido con su sello y el añadido de sofisticación cultural que supone la portada de los tejanos y la bragueta de Andy Warhol, imagen icónica, como lo fue el plátano del disco de la Velvet Undergroud. Dos provocaciones warholianas muy alejadas de las deliciosas y delicadas portadas de varios discos de jazz que hizo en su juventud, cuando era solo un ilustrador rarito que trabajaba para revistas de moda, antes de convertirse en artista con las cajas Brillo y las sopas Campbell.
En Sticky Fingers ya está planteada la sonoridad ruda que impregna Exile on Main St., el disco que cierra el periodo álgido de los Stones. Después vendrán dos discos bastante más flojos –Goats Head Soup y It’s Only Rock’n’Roll– y el que muchos consideran su punto más bajo, Black and Blue (por el que confieso sentir una recalcitrante estima, pese a que hoy sus letras suenen cavernícolas y en su día el cartel promocional en el que aparecía una mujer con el rostro golpeado –el black and blue del título hace referencia a moretones– resultara tan impresentable que se retiró tras las protestas de los grupos feministas). Después levantan fugazmente el vuelo con el extraordinario Some Girls, que es su último disco de verdad importante.
La época dorada que en lo musical representa Exile on Main St. es también el periodo más salvaje de la banda. A finales de los sesenta saltaron a la prensa los problemas con las drogas (el artista pop británico Richard Hamilton convirtió en icono a Jagger esposado tapándose la cara en uno de sus cuadros), Brian Jones se ahogó en su piscina en junio de 1969 y en diciembre de ese año se produjo el infausto concierto de Altamont, que adquiere un valor simbólico de fin de época. Si el concierto del Golden Gate Park de San Francisco del 68 fue la apoteosis del Summer of Love y el de Woodstock de agosto del 69 se convirtió en leyenda maquillando el desbarajuste y empaquetándolo en una película, Altamont, junto con los asesinatos del clan Manson meses antes, es una suerte de anuncio de que van a llegar los turbulentos setenta y una crisis social y de ideales que retrata a la perfección Taxi Driver de Scorsese, que es a los setenta lo que El gran Gatsby de Fitzgerald a los locos años veinte.
Mientras los Stones se metían en líos en Altamont (ingenuidades ácratas de la época: ¿a quién en su sano juicio se le ocurre poner a cargo de la seguridad de un concierto a los Hell’s Angels, que acabaron matando de una paliza a un joven negro?), en Inglaterra el gobierno laborista de Harold Wilson grababa con unos impuestos tan elevados a las grandes fortunas que la banda optó por el exilio fiscal en el Sur de Francia. Los miembros del grupo se desparramaron por la Riviera mediterránea, salvo Charlie Watts, que optó por el interior, porque no soportaba las localidades costeras pijas; Bill Wyman tenía de vecino a Chagall, y Mick Jagger se casó con Bianca en Saint Tropez. Keith Richard alquiló Villa Nellcôte, una mansión fastuosa y algo decrépita –construida por un banquero inglés a finales del XIX y que había albergado a la Gestapo durante la guerra–, ceca de Cap Ferrat y con vistas a la bahía de Villefranche. Allí, con un equipo de grabación móvil colocado en un camión, se grabó en el sótano el álbum que nos ocupa (recordemos otro sótano célebre, el de las Basement Tapes de Dylan y The Band, disco, por cierto, también con aires de jam session).
El anecdotario de los cinco meses de grabación de Exile on Main St. es prolijo y un puñado de magníficas fotografías de Dominique Tarlé acreditan ciertos aires de Sodoma y Gomorra que tenía aquello. En la mansión vivían Richard y Anita Pallenberg (recomendación: vean o revisen si la han visto la extraordinaria Performance de Nicolas Roeg y Donald Cammell, que Jagger rodó con Anita Pallenberg y Michèlle Breton, con la célebre escena del trío sexual en la bañera, y James Fox como el gánster que ejerce de doppelganger del decadente cantante pop que interpreta Jagger. El rodaje también cuenta con un florido anecdotario; solo apuntaré que al finalizar, James Fox sufrió una crisis espiritual, dejó el cine durante varios años y se hizo pastor evangélico).
Durante la grabación del disco, Keith Richards estaba entre el proceso de desenganche de la heroína y el de reenganche. Cuenta en sus memorias que acabó convirtiendo a su orondo cocinero francés en dealer que bajaba a Marsella para conseguirle papelinas. El trajín de estupefacientes era tan notorio que la gendarmería acabó haciéndoles una visita en la mansión. Por la casa pululaba una fauna variopinta –músicos, técnicos, amigos– y era habitual encontrarse con más de cuarenta personas a la hora del desayuno.
Pasaron por allí de visita Terry Southern y John Lennon, apareció también el politoxicómano Gram Parsons que junto con el saxofonista Bobby Keys se sumaba a todas las correrías de Richards. Participaron en las sesiones los pianistas Ian Stewart y Nicky Hopkins, entre otros músicos; sin embargo, los miembros de la banda no siempre estaban presentes en la grabación: Watts vivía a varias horas en coche y en algunos temas es sustituido por Jimmy Miller, y a Bill Wyman le horripilaba el ambiente del chateau y en algunos temas es sustituido por Bill Plummer.
La visita de la gendarmería aconsejó cambiar de aires y la banda se trasladó a Los Angeles, donde añadió pistas e hizo las mezclas. Allí se incorporaron al piano el Dr. John y Billy Preston, y también se grabaron los potentes coros de aires gospel, que añaden negritud al disco. También en Los Angeles se decidió la portada. El diseño se les encargó a John van Hamersveld y Norman Seeff, que utilizaron una fotografía tipo collage tomada por Robert Frank en un salón de tatuajes: una pared con retratos de personajes del mundo del espectáculo y de las ferias de freaks (destaca el hombre negro con tres pelotas de béisbol en la boca). El diseño se completó con imágenes de un jukebox, de un cine que proyectaba una película de Joan Crawford y de los Stones. Sus fotografías, tomadas con la característica estética callejera de Frank, que potencia los tonos saturados, los encuadres imperfectos y los desenfoques, se integran con las restantes. La portada se completó con el título en letra manuscrita (que, por cierto, es de Mick Jagger).
Robert Frank no era un fotógrafo cualquiera: la imagen de la cubierta era uno de los descartes de las miles de fotografías que tomó en los años cincuenta y que dieron como fruto The Americans, el libro con prólogo de Jack Kerouac que en 1958 marcó un antes y un después en la historia de la fotografía. No estoy siendo hiperbólico. Esta obra es trascendental porque supone la superación de la fotografía documental, por su apuesta por la estética de la imperfección, por su compleja estructura y por la fuerza narrativa de las imágenes. En su día fue tan incomprendido que la fundación Guggenheim, que había financiado los viajes de Frank por Estados Unidos para realizarlo, no quiso publicarlo, y la primera edición es francesa, del gran editor de fotografía Robert Delpire, que ayudó a Frank a elegir, entre sus más de 28.000 negativos, las 83 fotografías que conforman el libro, y a ordenarlas generando unos estimulantes ritmos y juegos referenciales internos).
Frank, que fue el fotógrafo beat por antonomasia, había hecho también sus pinitos en el cine experimental. Debutó en 1959 con Pull my Daisy, película legendaria porque en ella aparecen como actores la plana mayor de los beats (Kerouac, Ginsberg, Orlovsky, Corso y los artistas Larry Rivers y Alice Neel, además de la actriz Delphine Seyrig). Los Stones decidieron invitarlo a acompañarlos durante la gira de promoción de Exile on Main St. y dejar que los filmara con total libertad. Cuando vieron el resultado, se arrepintieron y decidieron prohibirle exhibir la película, que consideraron que perjudicaría su imagen. La mítica y casi invisible cinta es Cocksucker Blues. Finalmente se acordó que Frank la podría exhibir un máximo de cuatro veces por año en filmotecas y museos, estando siempre él presente. Hoy en día es algo más fácil de ver, aunque no la busquen en Netflix.
¿Qué contenían esas bobinas de celuloide que tanto horripiló a Jagger y compañía, que como productores podían retirarla de la circulación? Había imágenes de una orgía de miembros del equipo de la gira en el avión de los Stones, de una groupi inyectándose heroína, de Keith Richard tirando un televisor por la ventana de la habitación del hotel (todo un deporte olímpico practicado por rockeros descerebrados). Retrataba el tedio del backstage, de las habitaciones de hotel, las horas muertas en el autobús de la gira. La cara b y menos glamourosa del circo del rock. Sobre la gira de promoción de Exile on Main St. los Stones acabaron estrenando otra película menos conflictiva: Ladies and Gentlemen: The Rolling Stones, de Rollin Binzer, que es la grabación de un concierto, sin atisbo del backstage.
Al material sobre esta época hay que añadir el libro Viajando con los Rolling Stones de Robert Greenfield (Anagrama), que los acompañó en esa gira; el documental Stones in Exile, sobre la grabación del álbum, y el relanzamiento del disco en doble cd en 2010 con diez temas descartados en el álbum original. Entre el material que documenta el periodo genial de los Stones hay que mencionar también la película Gimme Shelter de los prestigiosos hemanos Maysles y Charlotte Zwerin, que retrataba la gira del 69 e incluía imágenes del concierto de Altamont. Otra gira americana posterior, la del 75 –la del falo hinchable gigante que emergía del suelo del escenario– quedó plasmada en las instantáneas de una joven fotógrafa de la revista Rolling Stone, Annie Leibovitz.
Como a Frank, el grupo le dio acceso total y ella plasmó el escenario, pero también la trastienda de la gira, con Jagger en albornoz, Richards traspuesto en una silla, en el suelo o apoyado contra la puerta de una habitación del hotel (foto antológica, de una situación que Richards confiesa no recordar por el colocón que llevaba). En aquel entonces Leibovitz no era todavía famosa, ni había empezado a hacer sus retratos rococó de famosos, pero ya apuntaba maneras (de hecho, yo prefiero su obra de los setenta para Rolling Stone, que pueden encontrar recopilada en Leibovitz, Early Years de Taschen, que incluye su icónica imagen del final de la era Nixon).
Cuando Annie Leibovitz pidió cubrir la gira de los Stones, algunos compañeros de la revista se lo desaconsejaron porque conocían a gente que los había acompañado en giras de esos años y habían acabado enganchados a drogas duras; al grupo lo acompañaba una leyenda de excesos y adicciones. Ella asumió el riesgo e hizo un reportaje extraordinario, pero, en efecto, después acabó ingresando en una clínica de desintoxicación. Una historia más para acrecentar la leyenda de los años salvajes de The Rolling Stones, que dejaron como fruto discos magistrales como Exile on Main St.