Música
La música de Vaughan Williams
La música del compositor británico, que incluye sinfonías, bandas sonoras, canciones y piezas sacras como la interpretada en el funeral de Isabel II, explora la íntima belleza de la serenidad
19 diciembre, 2022 19:30“Un ser maravillosamente puro”, así describió el temible Elias Canetti en Fiesta bajo las bombas (2005), sus memorias de Inglaterra, a Ralph Vaughan Williams (1872-1958), un compositor poco conocido fuera de su país, que los alemanes llamaron Das Land ohne Musik, la tierra sin música, ya que desde Purcell y Dowland hasta Elgar y Britten, Inglaterra vivió de las composiciones escritas por autores extranjeros como Händel, Johann Christian Bach y Joseph Haydn. A finales del XIX, sin embargo, se produjo una especie de renacimiento en la música vernácula gracias a la obra de Edward Elgar, Gustav Holst y Vaughan Williams, que contribuyeron a renovar el lenguaje de su isla.
Tanto Elgar como Vaughan Williams, sobre todo, trataron de buscar un camino fuera de la hegemónica influencia del romanticismo alemán que determinó la evolución de la música europea hasta Schoenberg. Vaughan Williams, en particular, tuvo que desenvolverse en una época –la primera mitad del siglo XX– dominada por los dogmas estéticos de las vanguardias, la preeminencia de la atonalidad y la maniquea división adorniana entre artistas progresistas y reaccionarios, la camarilla de Schoenberg contra la de Stravinsky. Quizá por eso, durante mucho tiempo, en Europa se ha considerado al inglés, como a Sibelius y hasta cierto punto también a Shostakovich, un compositor demasiado popular y fácil, entregado al mercado. Nosotros, por fortuna, ya podemos juzgar la música del pasado siglo con mucha mayor libertad, sin tener en cuenta clasificaciones tan radicales y prescindiendo de prejuicios ideológicos.
La obra de Vaughan Williams, que incluye nueve sinfonías, bandas sonoras, multitud de canciones, cantatas y música de cámara, es, con pocas excepciones, un universo lírico de paz y de elevación. Gran lector de poesía, Vaughan quiso de alguna manera saltarse el romanticismo y volver a modos de composición medievales y renacentistas, de ahí su gusto por autores como Thomas Tallis o John Dowland, virtuosos de la voz en un mundo en el que aún la música no se había separado del canto y la alabanza. Al fijarse en esa tradición premoderna, Vaughan –como también haría Ligeti, aunque de un modo muy distinto– esquivó el exceso de subjetividad tan propio de los románticos y pudo desarrollar una música de una gran serenidad, espaciosa y transparente, muy basada en la melodía, muy poco discursiva, parca en lo rítmico y con una gran capacidad de atención.
Algunas de sus composiciones más conocidas y divulgadas son poemas sinfónicos de una enorme belleza como Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, Fantasía sobre Greensleeves o El ascenso de la alondra, una maravillosa obra para violín y orquesta, muy original por debajo de su factura clásica, homenaje al mito poético por excelencia. Vaughan Williams prefería el violín al piano, otro rasgo excéntrico con respecto a los compositores modernos. Su oído estaba más cerca del laúd que del pianoforte con el que el romanticismo escribió sus diarios. Como también hicieron Janacek y Bartók, su originalidad consistió en rescatar la música conservada en el acervo rural, dignificándola y construyendo con ella una tradición fértil con la que luego otros compositores, como Benjamin Britten, pudieron trabajar sin tanto esfuerzo.
Sus nueve sinfonías constituyen una aportación genuina y muy particular al género. Dejando de lado la primera, la Sea Symphony, demasiado ampulosa, el resto, en especial la quinta y la novena, contiene un lenguaje inconfundible y encantador. La quinta, dedicada a Sibelius, está basada en parte en la música que Vaughan compuso para una frustrada adaptación operística de The Pilgrim’s Progress de John Bunyan, la alegoría cristiana del siglo XVII. La sinfonía dibuja por tanto un viaje hacia la luz, una transformación visionaria, experiencia que se ajusta muy bien al temperamento del compositor, que por otra parte no dejó de reflejar las turbulencias de su tiempo, por ejemplo en la cuarta, una obra sombría y violenta, de fuertes contrastes, que parece el infierno necesario para llegar al paraíso de la quinta, como en la sinfonía del mismo número de Sibelius.
También en la sexta, más dura y jazzística, se ha querido ver un reflejo de las destrucciones ocasionadas por la segunda guerra, aunque su autor siempre lo negó, arguyendo que la música solo era música y no tenía por qué tener un significado. Sea como sea, la obra sinfónica de Vaughan Williams es en muchos aspectos un continente por descubrir, lleno de revelaciones y dádivas, fuente de felicidad e inspiración. Su instrumentación es a menudo muy rica y sorprendente, sobre todo para el oído acostumbrado al repertorio germánico. A veces recuerda a Debussy y a Ravel, pero con un fuerte acento propio.
Con más de ochenta años, Vaughan Williams aún compuso una última y excelente sinfonía, la novena –el número mágico y maldito de la tradición europea–, inspirada en el paisaje de Salisbury y sus alrededores, en especial Stonehenge, el célebre monumento megalítico. Al parecer, el compositor también tenía en la cabeza escenas de Tess, la novela de Thomas Hardy. Se trata, en cualquier caso, de una obra llena de invención y jovialidad. El primer movimiento utiliza un motivo de Bach en La pasión según San Mateo, de la parte de órgano, transformado por los metales.
El segundo es el movimiento dedicado a Stonehenge, con una apertura inolvidable del fiscorno que parece retrotraernos a un universo auroral y primitivo. El tercero es un Scherzo muy bien llevado, con un tema presentado por el saxo y la percusión, en forma de marcha, que recuerda al mejor Shostakovich. El último movimiento, andante tranquilo, parece una recapitulación de toda la obra feliz del compositor, como si se estuviera despidiendo del paisaje de Salisbury que tantas veces pintó John Constable. Las transiciones desde las cuerdas iniciales al corno inglés, el fiscorno, el clarinete, el oboe y las arpas están hechas con una extraordinaria sabiduría. El conjunto transmite una honda sensación de comunión y paz, de afirmación final antes de dejar el mundo.
En el funeral de Isabel II, el coro cantó 'O taste and see', una pieza sacra que Vaughan Williams había compuesto para la coronación de la reina en 1953. Es una buena muestra de otra de sus facetas como compositor de cantatas, algunas bellísimas, como Dona nobis pacem, escrita en 1936 como alegato en favor de la paz, basada en textos bíblicos y en poemas de Walt Whitman, precedente del War Requiem de Britten. Notable es también el oratorio Sancta Civitas, un homenaje a Bach que era además la composición favorita de su autor. Y maravillosos son todos sus ciclos de canciones, entre ellos Songs of Travel o On Wenlock Hedge. En este año que declina, tan lleno de señales ominosas, no podemos sino agradecer que un músico como Ralph Vaughan Williams, aquel ser maravillosamente puro de cuyo nacimiento se cumplieron en octubre ciento cincuenta años, nos legara una obra llena de salvación.