'Homenot' Gal Costa / FARRUQO

'Homenot' Gal Costa / FARRUQO

Música

Gal Costa: 'bossa nova', terciopelo y política

La cantante brasileña, dueña de una voz cálida e irredenta ante el poder, deja una inmensa obra musical de más de cuarenta discos en los que participan todas las figuras de la 'bossa nova'

15 noviembre, 2022 19:30

Caetano Veloso se enteró del traspaso de su amiga Gal por sorpresa, inesperadamente; devolvió la triste noticia en un emoji con el dedo índice sobre el corazón. Unas horas antes, cuando nadie contaba con el inminente fallecimiento de Gal Costa –la cantante estaba a punto de iniciar una gira bajo el título de As várias pontas de uma estrella– ella le había dedicado al compositor estas palabras entre dos tréboles de cuatro hojas: “Mi amor, me traes suerte”, acompañado de un video sobre un concierto muy anterior de ambos cantando Sorte, un tema de Ronaldo Bastos.

Gal Costa, la musa del tropicalismo, no aceptaba ya que la llamaran musa por el hecho de que la expresión lleva implícita la inspiración desatada por un objeto de deseo. Siempre jugó fuerte, como en uno de sus primeros hits Força Estranha:El sol que atraviesa esa carretera que nunca pasó / Por eso una fuerza me lleva a cantar / Por eso esa fuerza extraña / Por eso es que canto, no puedo parar". Cuando la cantó por primera vez, flanqueada por Gilberto Gil y María Bethania, el país atravesaba el desierto de los setenta y se acercaba parsimonioso a la frontera de los ochenta; terminaban los Años de Plomo del dictador Costa e Silva y ella recogía con entusiasmo lo aprendido junto a sus camaradas.

Podríamos decir que Eu vim da Bahia fue su ópera prima, toda una declaración de intenciones. Enseguida llegaría Baby, su pieza más celebrada, obra de Veloso, que vio la luz en el álbum Tropicalia ou Panis et Circenses, editado por primera vez en 1968, un torbellino de bossa nova y folk para desembocar en el pop contemporáneo, todo pasado por el toque paródico de una generación nacida a la sombra de las libertades conquistadas a diario; una generación que ha desmitificado su propia música por lo que tiene de ritmo y ensueño, frente al drama de la pobreza en las favelas urbanas y de destrucción de la selva amazónica.

Cuando la carrera artística de Gal Costa empezó a tener cuajo, la señalaron compositores como Vinicius de Moraes, la requebraron interpretes como Toquinho y cerca de ella florecieron por penúltima vez los grandes poetas veteranos, Augusto de Campos, militante del cubo-futurismo o su hermano Haroldo de Campos, icono de concretismo y autor del poemario portugués Crisantiempo (Acantilado), inscrito con letras de molde en los altares del Parnaso. Mucho después de superar el hierro del poder totalitario, Gal experimentó la fusión sin ningún reparo, como pudo verse en el swing de Jorge Ben Jor, con el que interpretó piezas de valor como Que pena o Alkahool, en la segunda mitad de los noventa. Su música nunca se apartó del mundo de las letras y en las últimas décadas siguió con atención a la diáspora joven de poetas como Ricardo Domeneck, Eduardo Sterzi, Paulo Ferraz o Priscila Figueredo.

Gal Costa murió a comienzos de este noviembre en Sao Paulo tras ser operada de un nódulo, que la obligó a cancelar su aparición en el Primavera Sound. Maria da Graça Costa Penna, que había nacido en Salvador de Bahía el 26 de septiembre de 1945, fue despedida en la sede del Salón Mayor de la Legislatura de Sao Paulo, donde acudieron amigos y familiares como su viuda Wilma Petrillo. Un colega entrañable, Milton Nascimento, le dedicó este bello recuerdo: “las saudades serán eternas”. Y de colofón, en una foto de Instagram sobre el fondo rojo de la capilla ardiente, Lula da Silva homenajeó a la que ha sido “embajadora de la música brasileña por todo el mundo”. Fue un momento-rayo, un estigma para los que siguieron el ejemplo de Gal, una semana antes, al votar en las elecciones generales del país con el corazón y lejos del rencor; un dardo lanzado contra la fiebre gazmoña y autoritaria del bolsonarismo.

Las crónicas cuentan además que los amigos de Gal hacían guardia junto al catafalco del cuerpo inerme de la cantante. Allí estaban Rosangela Janja da Silva, la conductora televisiva Bela Gil –hija de Gilberto Gil–, la directora de cine Dandara Ferreira y la actriz Sophie Charlotte, que presentará muy pronto el largometraje Mi nombre es Gal. Las distancias son largas, pero los sentimientos vuelan. A las pocas horas de la muerte de la cantante, Caetano Veloso, ofreció un reportaje a pantalla partida con Gilberto Gil en O’Globo, llorando todo el tiempo. Eran lágrimas, no lamentos.

En esta larga despedida de Gal Costa todo está siendo muy brasileño, no solo desde el corazón sino básicamente desde el sentir, el órgano rector de un gran país bien organizado que ha resistido los ataques del peor populismo evangélico en siglos; los edificios del modernismo-sur, el Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi o el  Instituto Moreira Salles ofrecían de repente su cara triste; las huellas arquitectónicas de Niemeyer, Lucio Costa o Paulo Méndez resultaban menos aeróbicas que días atrás. El tiempo del Brasil-Bauhaus, mezcla de piedra, color, voz, nota, naturalismo y amazonia, no se ha olvidado, pero se presenta hoy como un conglomerado en barbecho, a la espera de un futuro nuevo. Han desaparecido los invisibles hilos interdisciplinarios situados entre las artes, a excepción hecha de la música popular, la experiencia osmótica de la que habla Tom Zé, amigo de juventud de Gal, el tropicalista que aprendió a tocar la guitarra, sin saber solfeo, gracias a las ideas platónicas de Renato Portela.

Aunque los titulares de la prensa brasileña han recreado su voz de terciopelo atractivamente ajada por el paso de la vida, Gal interpretó hasta el último día la bossa nova –el derivada de la fusión entre la samba y el jazz–  desde un timbre más bien claro, nítido, nada pegajoso; nunca se consideró una elegida, quiso ser un espejo de la realidad, capaz de cantar con amor dirigiéndose irónicamente al dios Amor como una gran falacia producto de la ilusión; se zafó de una vida falsamente poetizada; usó sobre las tablas la atracción de su cabellera leonina, pero no se detuvo en la anécdota; fue en busca de la virtud aristotélica, fruto del trabajo.

Siempre vindicó su gestación musical en el llamado Cuarteto de Oro, junto a Gil, Bethania y Veloso, reunido por primera vez en los sesenta en el espectáculo Nós, Por Exemplo. En los últimos años se ha hablado mucho de una reedición de aquel repertorio del grupo llamado Doce Bárbaros, pero la revisitación mancilla porque vine en el pasado, el mejor broche. Mientras avanzaba su carrera, a menudo, la voz de Gal tropezaba cuando sus ojos se posaban en los dedos de algún colega guitarrista en busca del contrapunto, la nota contra la nota, un movimiento característico de la samba, que la voz humana puede arrastrar hasta el virtuosismo. La distancia del artista implicado es la antesala del éxito porque el público del concierto en directo ama la fugacidad y valora la imperfección como una argucia del arte.

Gal Costa lanzó más de 40 albúmenes y estos días se forman colas en los grandes estores musicales, en busca de títulos como Fa-tal y Profana. Su última entrega rigurosa data de 2018, con A pele do futuro. Y antes del adiós, tal vez intuido, la cantante aun tuvo tiempo de sobreponerse a la nostalgia con Nenhuma dor, acompañada de Seu Jorge o Tim Bernades, elenco joven. En Cuidado con longe, salió al rescate de Marília Mendonça, cantando sertanejo, el country brasileiro de los campos secos del Sertao, la tierra baldía de Antonio das Mortes, matador do Cangaçeiro –O Dragao do maldade contra o santo Guerreiro– el mito llevado al celuloide por el malogrado director Glauber Rocha.

La cantante se mostró irredenta frente al poder de cualquier tipo; matizó sus desafíos con descaro al aparecer con un tanga rojo ante el público o felicitar el año nuevo regalando guaraná, la planta medicinal de propiedades afrodisíacas. Pero sus apariencias engañan. El tanga tenía su lógica: fue estrenado mucho antes en la portada de su álbum India, censurado por la dictadura por violar la moral y las buenas costumbres. Más allá del spleen, de la clásica melancolía brasileña sin causa o de la lucha sin cuartel contra el puritanismo, su obra encontró un hilo narrativo, vitalmente reivindicativo; no fue un salto continuado de pasiones encadenadas y no hace falta decir que evitó el instinto facilón del desfile carnavalero.