En su canción sobre Van Gogh, Vincent, Don McLean le decía al pintor que este mundo nunca había estado hecho para alguien tan hermoso como él. Lo mismo podría decirse de Lhasa de Sela (Big Indian, Nueva york, 1972 – Montreal, 2010), una mujer a la que no llegué a conocer personalmente, pero que siempre me ha resultado lo más parecido posible a un ángel triste y melancólico cuyas canciones me llegaban al corazón. Excelente cantante y compositora, no tuvo mucho tiempo en esta vida para construirse una larga carrera, que se limita a tres álbumes bastante espaciados y un disco póstumo en directo desde Reikiavik, que apareció siete años después de su muerte a causa de un cáncer de mama. Los discos que tuvo tiempo de grabar, tres joyas, son La llorona (1997), The living road (2003) y Lhasa (2009).
Hija del escritor y profesor mexicano Alex Sela y de la norteamericana Alexandra Karames, Lhasa tuvo una infancia propia de hippies itinerantes. Sus padres las metieron a ella y a sus tres hermanas en un autobús escolar que habían comprado y les dieron una vida nómada en la que recorrieron ampliamente los Estados Unidos, sin ir al colegio (papá y mamá se encargaron personalmente de desasnarlas), que permitió a Lhasa empezar a cantar en cafés de San Francisco a los 13 años. Ya adolescente, vio cómo sus hermanas se trasladaban al Canadá para estudiar circo (una es payasa, la otra funambulista y la tercera acróbata) y se reunió con ellas a los 19 años, quedándose a vivir en Montreal la gran parte del tiempo que le quedaba en este mundo.
Su primer álbum, La llorona, fue una muy agradable sorpresa. Cantado mayoritariamente en español e inglés, constituye una buena muestra de esa mujer que creció escuchando a Billie Holiday y a Chabuca Granda y a la que su peculiar recorrido vital había empujado hacia la mezcla de idiomas y de culturas. En 2003 llegó la que para mí es su obra maestra, The living road, cantado en inglés, español y francés y que incluye una de las canciones más tristes y más bellas que uno haya escuchado en su vida, La frontera, a la que sigo recurriendo cada vez que necesito algo de ese sufrimiento y de esa melancolía que te hacen compañía en vez de contribuir a tu depresión (de hecho, recurro a Lhasa como lo hago con el británico Nick Drake o el fadista portugués Alfredo Marceneiro; es decir, cuando necesito una sobredosis de tristeza y sensibilidad musicales para llegar dignamente a la mañana siguiente y, sobre todo, para que alguien me ayude a atravesar la noche, que diría Kris Kristofferson.
Aunque nunca se le hizo mucho caso, hubo quien le reprochaba a Lhasa la innegable tristeza de sus canciones, mezcla de folklore mexicano, una intuición de góspel, unos toques de country y cierta sensibilidad gótica que habría interpelado a las hermanas Brontë. Su último disco, titulado simplemente con su nombre (su madre andaba inmersa en la cultura tibetana cuando ella nació), fue, tal vez, una despedida no demasiado convincente. No era malo en absoluto, ni siquiera mediocre, pero su condición monolingüe (en inglés) privaba a su autora de lo que había sido su principal logro en los dos álbumes anteriores, esa mezcla ideal de idiomas y culturas y músicas y sentimientos. Por otra parte, era muy difícil superar una obra tan redonda como The living road, redonda y también extraña, de una melancolía atroz en algunos momentos que no contribuía mucho, me temo, al éxito comercial de la propuesta.
La vida y la obra de Lhasa de Sela fueron breves (murió con 37 años), dejándonos con ganas de más, aunque es poco probable que hubiese logrado superar jamás el estatus de una figura de culto querida y admirada por una reducida base de fans repartida por todo el globo. No sé si el mundo nunca estuvo hecho para alguien tan hermoso como ella, pero a algunos nos ayudó a soportar mejor la vida, a encontrar en sus bellas y tristes canciones eso que Dylan llamaba un refugio de la tormenta. Descanse en paz.