Música
El Bruckner de Rémy Ballot
El director de orquesta francés, discípulo de Celibidache, logra llevar la música a otra dimensión en sus grabaciones de las sinfonías de Bruckner con la orquesta Altomonte de St. Florian
18 julio, 2022 18:05“El desafío de un director radica en intentar que los músicos vean la música con ojos limpios y en tratar de convencerles de que quizá hay otro camino distinto al que dicta el gusto de la mayoría”. Son palabras de Rémy Ballot (París, 1977), uno de los jóvenes directores de orquesta más interesantes, exigentes y minoritarios que han surgido en Europa en las últimas décadas. Desde el año 2004, Ballot vive en Viena, ciudad en la que ha trabajado con la Filarmónica y con la orquesta de la ópera. Desde el 2013 es conductor in residence del festival Brucknertage en St. Florian, donde ha dirigido y grabado un ciclo de las sinfonías del compositor vienés.
Ballot empezó estudiando violín, pero a los dieciséis años se encontró con Sergiu Celibidache, que le aceptó como alumno en sus cursos. Como él mismo ha declarado, la experiencia con el director rumano le cambió la vida y transformó su vocación. Ballot fue, de hecho, uno de sus últimos discípulos. Su estilo está claramente inspirado en la ortodoxia de Celibidache, que desarrolló toda una teoría sobre el espacio eufónico en el que se desenvuelve el gesto frente a la orquesta, la más ambiciosa y meticulosa sistematización de ese misterioso y fascinante lenguaje mudo que moldea la masa sonora. (“Dirigir es un constante marcar anacrusas”, decía, refiriéndose a que la música debe ocurrir una unidad de pulso antes en la mano del director). En algunos videos de sus clases se puede ver a Celibidache obligando a sus alumnos a hacer ejercicios con los brazos, como si de una danza se tratara (Jetzt tanzen wir!). Es la danza de lo que aún no existe pero que se está generando a cada momento.
El caso de Ballot es particularmente llamativo si tenemos en cuenta que, entre la nueva generación de directores, nadie suele nombrar a Celibidache como modelo. Casi todos citan a los consabidos Karajan, Bernstein o Carlos Kleiber, un director, este último, excéntrico e inclasificable, dueño de un radical sentido de la expresión pero cuya influencia ha resultado a la postre nefasta puesto que sencillamente no se puede imitar. Es como intentar tocar el piano a la manera de Glenn Gould. Son maneras brillantes pero estériles. Y con la edad terminan por aburrir.
Ballot ha asumido el legado de su maestro con un escrúpulo y una ambición muy notables. Lejos de contentarse con ser un mero epígono, se ha tomado en serio su fenomenología musical, sobre todo la idea, motriz en el pensamiento celibidachiano, de que das Ende am Anfgang liegt, de que el final está en el principio, potencialmente y en acto. La música deviene así una posibilidad única de trascender el tiempo y acceder a otra dimensión.
Cada concierto es un acontecimiento único, irrepetible, gracias al cual la música comparece por primera vez y desaparece para siempre. No hay nada que entender en la música, puesto que tan sólo puede experimentarse, de la misma forma que experimentamos el mundo aunque seamos incapaces de explicarlo. La música no es por ello un arte metafórico, como la poesía o la pintura, sino que constituye una forma de acceder a la realidad que el pensamiento no puede captar mediante la razón. En ese sentido, la música es la realidad.
Como se ve, no son cosas que interesen demasiado a nadie, pero Rémy Ballot las ha tomado como fundamentos de su labor. Con la orquesta Altomonte de St. Florian –que acoge a algunos de los mejores músicos jóvenes europeos y que debe su nombre a los pintores, padre e hijo, que en el siglo XVIII pintaron los frescos del monasterio austríaco–, Ballot lleva años dirigiendo un ciclo de Bruckner en la misma iglesia donde el compositor está enterrado y en la que fue organista.
El detalle es importante puesto que Bruckner compuso sus sinfonías con la sonoridad del templo en la cabeza, acostumbrado a la reverberación del órgano, que siempre tocaba con una extrema lentitud, tal y como Celibidache y ahora Ballot ejecutan sus obras, con un sostenido y dilatado aliento religioso –breit und immer breiter– que transforma el género sinfónico, vehículo del romanticismo secularizado, de nuevo en un medio de alabanza, una polifonía sin voces y en el extremo de la modernidad, en la que respira y contra la que se alza.
A lo largo de estos años, Ballot ha ido perfeccionando su estilo. En sus primeras grabaciones de Bruckner, el fantasma de Celibidache estaba tal vez demasiado presente, una angustia de la influencia que amaneraba un tanto sus ejecuciones. A veces le vencía también cierta afectación francesa, pero poco a poco ha ido despojándose de los restos de inmadurez y ya nos está dando lo mejor de sí mismo. Este año se ha publicado su grabación de la cuarta, magnífica, genuina, sobria, extremadamente morosa.
Con la joven orquesta de la alta Austria, otra de las formaciones con las que trabaja, Ballot ha grabado también una excelente sexta. En el Finale, sobre todo, parece ir más allá de Celibidache, con un juego de tensiones asombroso. Y con los jóvenes austríacos hizo también una octava, el monstruo contra el que perecen casi todos los directores actuales, espléndida, sobre todo por el Adagio, modulado con una calma y una atención a los detalles absolutamente insólitas en nuestro tiempo. Este verano le llegará el turno al imponente Te Deum.
En una época en que la mayoría de orquestas ya tocan pensando en el sonido de la grabación y el repertorio internacional ha entrado en una especie de tediosa rutina interpretativa, el trabajo a contracorriente de Ballot resulta especialmente reconfortante y resistente. De momento, no parecen interesarle los focos del estrellato y prefiere trabajar con músicos entregados en ese rincón provinciano de Europa, el monasterio agustino de St. Florian, de cuya basílica surgió una obra musical que se redescubrió en el siglo XX y que en nuestro tiempo parece más viva que nunca.