Música
Richard Strauss, música y tiempos oscuros
Xavier Güell cuenta en su tetralogía ‘Cuarteto de la guerra’ las relaciones del músico alemán con el régimen nazi y la vida de Bela Bartók, Shoshtakóvic y Arnold Schönberg
26 enero, 2022 00:10“Nuestros teatros priorizan de forma desproporcionada el repertorio italiano y francés”, se queja Richard Strauss mirando de frente al Führer, que está sentado sobre un escalón junto a su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels. El compositor prosigue: “no hace mucho, en un balneario, escuché La muerte de Sigfrido con trece músicos. ¡Imagínese, canciller, trece músicos! Deberían limitarse a interpretar música ligera, opereta y divertimentos de Mozart o Schubert..”.
La conversación tiene lugar en la escalinata de Wahnfrield, el palacio que Luis II de Baviera le regaló a Wagner, en Bayreuth; en un extremo del fondo ajardinado se encuentran las tumbas del gran músico y de Cosima Liszt. Hablan de música y de Alemania, dos de las obsesiones de Hitler. “Las canciones que cantan las Juventudes Hitlerianas me parecen inadecuadas”, dice por un momento Strauss. “¿Inadecuadas? ¿Qué deberían cantar?”, pregunta Goebbels, visiblemente enojado. “Melodías populares…canciones que expresan lo mejor de nuestro espíritu alemán, aquello que sea imperecedero, la sustancia que nos define y sitúa en el vértice de la civilización”, cierra el compositor. Hitler asiente y hace callar a su ministro con un simple ademán.
El Reich acaba de crear la Cámara de Música y el Führer le ha ofrecido a Strauss que la presida. El compositor declina la oferta inicialmente, pero ambos acaban hablando con franqueza de las reformas que deben introducirse en la instrucción musical del pueblo alemán. El músico ha entrado en materia; después de haber trabajado para el kaiser Guillermo y para Walter Rathenau, el ministro de Exteriores de la República de Weimar, se pregunta por qué no debería hacerlo para Hitler, que al fin y al cabo, es otro político. Para aceptar el cargo, pone una condición, un quid pro quo”. Argumenta que, habiendo fallecido Hugo von Hofmannsthal, sea Stefan Zweig quién se convierta en su libretista. Esta vez, antes de que salte Goebbels, el Führer pregunta “¿Quid pro quo?” Y dando por sobreentendido que Hitler aprueba a Zweig, Strauss zanja así el asunto: “Está bien canciller, acepto la propuesta. Será un honor participar en su proyecto”.
El autor de óperas como Salomé o Elektra, corazón de la Mitteleuropa musical, se entrega al Reich, un 23 de julio de 1933. Strauss ha dado un vuelco a su producción operística; abandona el paroxismo expresionista y emprende un nuevo camino con Der Rasenkavalier (El caballero de la rosa), una pieza de corte mozartiano. La conversación entre Strauss y Hitler en Wahnfrield ha sido recreada por el director de orquesta y escritor Xavier Güell en el Cuarteto de la guerra (Galaxia Gutenberg), una descomunal tetralogía en clave de relato-ficción, que pasa revista a cuatro de los mejores compositores de la pasada centuria, empezando por Béla Bartók, en Si no puedes, yo respiraré por ti, seguido por el propio Strauss, en Nadie logrará conocerse. A estos dos libros, les siguen Y Stalin se levantó y se fue, sobre Dimitri Shostakóvich y Romperé los cerrojos con el viento, basado en la figura de Arnold Schönberg.
Hitler construye su máquina de guerra a partir de la desconfianza generalizada de los pueblos hacia la política. Cuenta con la aprobación de quienes piensan que la elocuencia de la democracia es un arte embaucador y engañoso. El nacionalismo pangermánico, que enterrará a millones de inocentes, se halla en plena combustión y, sin ni siquiera imaginar la magnitud de la masacre, Strauss ha dado de comer al Diablo al referirse a la cultura alemana como el “vértice de la civilización”.
Sin embargo, “Strauss no se puede sentir más lejano al mundo nazi y no tiene ninguna vocación de mesías”, argumenta Xavier Güell. Para el autor del Cuarteto de la guerra, en Strauss, la ética está unida a la belleza: “El compositor sólo podía responder al horror con la belleza”. Puede que la belleza sea algo abrumador, incomprensible. Pero Strauss está convencido de lo contrario. Años más tarde, casi al final de su vida, el compositor lo confirma resumiendo su trayectoria en Im Abendrot (El crepúsculo), un epílogo sin dolor; “solo certeza, equilibrio y proporción”.
La fragilidad de la razón, frente al dogma racial, levanta una primacía venenosa. No es una cuestión solamente identitaria. La quiebra del racionalismo se convierte en el auténtico huevo de la serpiente. Su eclosión reventará muy pronto el armazón cultural del continente, como lo hacen también las vanguardias pictóricas. Con una diferencia: donde el arte concentra sus energías en la reinterpretación del símbolo, el autoritarismo político hace tabla rasa de la democracia liberal, argumento supremo del consenso y de la paz. El punto de partida de lo nuevo, la destrucción creativa, se bifurca en dos caminos: la experimentación del bien y el laboratorio del mal.
En el Cuarteto de la Guerra Xavier Güell rememora con emoción el combate entre arte y política, libertad y sumisión, compromiso individual y compromiso colectivo; habla de la talla humana de compositores que entregaron su vida a la creación, en momentos dramáticos. Después del genocidio y tras el desastre de la II Guerra Mundial, a Strauss no le perdonan que haya presidido la Cámara de Música del Reich. Es acusado de colaboracionista y tiene que pasar tres años de exilio en Suiza. Pero si lo que vale es la obra, podemos estar seguros de que su legado es inconmovible: él fue uno de los cuatro grandes compositores de ópera de la historia, junto a Wagner, Verdi y Mozart. Strauss no vió el peligro que se cernía sobre Alemania y, en una escena soñada, su amigo Gustav Mahler le lleva a un campo de exterminio para que comprenda que el mal no cuadra con quien ha sido capaz de componer Así habló Zarathustra.
Wittgenstein es un referente moral. Hace casi tres décadas que el gran exponente de los positivistas de la Escuela de Viena se incorporó como voluntario al frente ruso en la Gran Guerra (1914) y fue nombrado teniente. Herido en combate y prisionero de guerra, cuando por fin regresa a casa, el Imperio Austrohúngaro se desmorona; checos, polacos, croatas y húngaros dan per terminada su lealtad a la Casa de Habsburgo. Pasado el tiempo, como profesor de la catedra de Bertrand Russell, en Cambridge, el filósofo expresa que el “lenguaje engendra supersticiones”; y añadirá que nada puede expresarse, “solo puede mostrarse”.
Esta conclusión concierne seriamente a la música, porque la liturgia de la forma sostiene al mundo, especialmente cuando el edificio social se tambalea, como ocurre en el momento Bartók y como había ocurrido en la primera Gran Guerra. Entonces, en 1914, el teniente Von Trotta, el personaje de la novela de Joseph Roth, La marcha Radetzki, siente en el vello de su piel la irisación de un mundo en caída, con el himno austríaco retumbando en el lugar de las bombas. El nieto del soldado que le salvó la vida al emperador, Francisco José, en la batalla de Solferino, pertenece a un batallón de artillería, pero no sabe montar; una hipérbole de la anécdota en plena destrucción.
Después de abandonar su Hungría natal, Bartók se entrega a la desaparición de la concepción clásica del yo, algo que jamás aceptará su colega, Strauss, convencido de que, sin el yo romántico, la música no existiría. Al desentenderse del autoritarismo que recorre la Europa del Danubio y del Rin, Bártok se ha instalado en la ética. Reniega de Horthy (ex primer ministro húngaro), Mussolini y Hitler a partir del imperativo moral de Beethoven: Muss es sein? Es muss sein o el ¿Debe ser? Debe ser. En los primeros años cuarenta, el momento más sólido de su carrera, Bartók está considerado uno de los cuatro o cinco compositores más respetados de Europa. Y aunque no es judío ni tiene necesidad de exiliarse, lo abandona todo para emprender un viaje a lo desconocido, solo para dejar constancia de su oposición a las dictaduras. Sin embargo, en Estados Unidos se le cierran las puertas y acaba viviendo en la miseria.
Su nueva música se niega a brindar la armonía que, se supone, toda música debe tener. Saúl Steinberg (escritor, crítico y dibujante) señala que el mérito de las vanguardias estéticas a comienzos del Siglo XX no consiste en lo que muestran sus cuadros, sino en lo que dejan de representar. Así ocurre en el campo de la música, cuando la pérdida de la tonalidad resulta perturbadora. Eso explica, por ejemplo, el contrasentido de Claude Debussy, un wagneriano innovador que se levanta en plena audición de una sinfonía de Beethoven para decir “ahora que ya hemos empezado, me voy a fumar un cigarro”. Pero antes que desistir, es mejor escuchar y repetir: “la propia obra de arte nos enseña a comprenderla”, escribe Charles Rosen en Las fronteras del significado. El momento Debussy explica en parte los cambios estéticos de su tiempo. La interrupción de Erik Satie, piano provocador y estética dadaísta, influye a Maurice Ravel y al mismo Debussy, pero deja intacta la predilección de la mayoría por los grandes maestros. Bártok acabará siendo un incomprendido, que pertenece a la pléyade de los innovadores.
¿Cómo se puede componer música en medio de un choque de dos concepciones del curso de la historia, el nazismo y el comunismo, que han decidido dirimir su futuro mediante el culto a la muerte? Güell plantea su Cuarteto como un rosario de confesiones y sentimientos de culpa a partir de las experiencias personales de los músicos. Lo lleva a cabo al modo del contrapunto literario utilizado por Hermann Bloch en Los sonámbulos. Strauss no huye de Alemania para defender a su familia; es un anciano y sus nietos son judíos.
En el tercer libro del Cuarteto, Dimitri Shostakóvich trata de superar el miedo a Stalin y refleja en su Séptima Sinfonía el bombardeo de Leningrado. Arnold Shönberg, (protagonista del cuarto tomo), pionero de la música dodecafónica, vive extrañado en Estados Unidos, como un artista total, pero tratando de recuperar su origen. Su vindicación de la música atonal es celebrada por Theodor Adorno, padre de la Escuela de Frankfurt, y su concepción del arte por el arte le encajona a un debate influyente sobre la figura del músico Adrián Leverkühn, el Doctor Faustus de Thomas Mann. La presencia de Shönberg en el campo de la pintura se convierte en determinante, después de participar en la célebre muestra Der blaue Richter (El jinete azul) junto a Paul Klee y Kandinski. La pintura acaba emparentándolo con artistas como Oskar Kokoschka, Egon Schiele o Klimt.
Xavier Güell no reprime su adoración a Strauss. El culmen del conflicto del compositor nacido en Múnich con su mundo se concreta frente al lago Bodensee Bregenz, donde está sentado en un banco junto a Stefan Zweig. Ambos polemizan sobre la ópera La mujer silenciosa. Será el último libreto de Zweig. El escritor más leído en Alemania y Austria se sabe perseguido por el Reich, tiene planeado su exilio y trata de convencer al compositor de que todo ha terminado. Cuando se estrena la obra, el nombre del libretista ha sido retirado del reparto por orden de Gobbels. Poco después, el compositor es desalojado de su cargo al frente de la Cámara de Música alemana.
El desenlace de la aventura intelectual compartida entre Strauss y Zweig, la dupla más representativa de la cultura alemana en el siglo XX, llega en 1942, en la residencia del gobernador del Reich en Viena. La esposa del diplomático, Henriette von Schirach, trata de convencer al músico de que el arte debe supeditarse a leyes de la moral para mejorar a la humanidad. Strauss le responde: “sabe amiga mía, yo no creo que el arte tenga nada que ver con la moral; es más, ni siquiera creo que su cometido sea mejorar a las personas”. El gobernador de Viena irrumpe la conversación con voz apesadumbrada: “me acaban de informar que Stefan Zweig se ha suicidado en Petrópolis”.