El cantante Roy Orbison / WIKIPEDIA

El cantante Roy Orbison / WIKIPEDIA

Música

Roy Orbison

Orbison, con sus inseparables gafas oscuras, vivió una especie de segunda juventud, de forma breve, gracias a David Lynch con 'Blue Velvet'

29 marzo, 2021 00:00

Contaba Bruce Springsteen que, en su adolescencia, mientras se lamía las heridas producidas por el desinterés de una chica hacia él o por cualquier otra desgracia propia de la edad, lo que más le consolaba era encerrarse a oscuras en su cuarto y escuchar a Roy Orbison. Años después, a mí me pasó lo mismo con Nick Drake, así que le entiendo perfectamente: hay músicos que te hacen compañía en tus momentos más miserables y que, en vez de hundirte un poco más en la tristeza, acaban sacándote de ella a su peculiar manera. Siempre he pensado que a esa sensación se refería Erik Satie cuando compuso su Désespoir agréable, oxímoron únicamente aparente.

Tardé lo mío en descubrir a Roy Kelton Orbison (Vernon, Texas, 1936 – Hendersonville, Tennessee, 1988). Había oído hablar de él como de uno de los pioneros del rock & roll, pero no me sentí como el Boss en sus años mozos hasta que escuché su canción de 1963 In dreams en la pesadilla filmada de David Lynch Blue velvet (1986), que, en cierta medida, contribuyó a devolverle la popularidad perdida: sus éxitos se remontaban a principios de los sesenta y, pese a haber sido versionado por un montón de gente --destaquemos Blue bayou por Linda Ronstadt o Crying por Don McLean-- se había convertido en una antigualla que generaba escasos fans entre las nuevas generaciones. Blue velvet lo cambió todo. El hombre regrabó sus viejos temas en un doble elepé que funcionó muy bien, volvió a actuar, fue reconocido como un maestro por una larga serie de figurones del pop actual --de Bono a Elvis Costello-- y hasta se integró en una especie de súper grupo llamado The traveling Wilburys, junto a Bob Dylan, Jeff Lynne y dos difuntos tan gloriosos como Tom Petty y George Harrison. Pero sus buenos tiempos se condensaron en un par de cursos: en 1988 falleció, a causa de un ataque al corazón, a los 52 años. Fue la última desgracia de una vida en la que ya había habido bastantes.

El aspecto de Orbison nunca fue el de un rockero standard. No iba siempre con gafas de sol para fardar en plan Lou Reed, sino porque había nacido con una mezcla letal de hipermetropía, astigmatismo severo, anisometropía y estrabismo que le impedía llevar los ojos al aire (parecía que dormía con las gafas puestas y que las varillas le habían dejado unas marcas permanentes en las sienes). Su matrimonio juvenil con Claudette duró muchos años, pero con abundantes trifulcas por en medio, y sus dos hijos murieron cuando se incendió la casa familiar en Hendersonville. Aunque hubo temas más o menos alegres y moviditos en su producción (como Pretty woman, con la que algunos más desafortunados que yo lo descubrieron en la cursi película homónima con Julia Roberts y Richard Gere), se imponían los melodramas sin concesiones irónicas y los dramones inapelables: a día de hoy, Roy sigue siendo ideal para que cualquier adolescente siga el ejemplo de Bruce y se encierre en su cuarto a sufrir por el desinterés del mundo hacia él y su fascinante personalidad.

De hecho, su popularidad final fue como una nueva broma macabra del destino. Disfrutaba del interés y el respeto de la audiencia, los Traveling Wilburys funcionaban razonablemente bien y ocupaba, ya para siempre, un lugar permanente en la historia de la música pop. Justo entonces tuvo que sufrir el ataque al corazón que se lo llevaría al otro barrio. Y ni siquiera habría conseguido sus logros finales de haberse mantenido firme en su decisión de no permitir que Lynch utilizara In dreams para que la cantara un tarado en una película instalada en el más fascinante de los delirios. Al fin cedió y abrió la puerta a una prórroga en su carrera, una prórroga breve, pero muy bien aprovechada, que fue también una breve segunda vida.

Actualmente, Roy Orbison se ha vuelto a instalar en un olvido del que solo le sacamos sus fans de la primera hornada y los que lo descubrimos gracias a Lynch cada vez que necesitamos sufrir acompañados por un muerto y ponemos en el tocadiscos Crying, Blue bayou, Only the lonely y, sobre todo, In dreams, que para mí (y algunos más) es la cima de ese désespoir agréable en el que se especializó el señor Orbison.