Música
Viaje de invierno
Un recorrido sensorial y poético por la extraordinaria música de Schubert, donde se condensa toda la problemática del Romanticismo, esa alegría herida de muerte
26 marzo, 2019 00:00“Lo que sucede tras una interpretación de Winterreise es un poco misterioso, pero, por regla general, se ajusta a un patrón. Se hace el silencio cuando la última frase de la zanfona se pierde en la sala, un silencio que suele alargarse y que forma parte de la experiencia compartida de la obra; un silencio interpretado en igual medida tanto por el público como por el cantante y el pianista. Normalmente sigue un aplauso mudo, aturdido, que puede ir creciendo hasta convertirse en una aclamación más sonora”.
Así termina el tenor inglés Ian Bostridge su ensayo Viaje de invierno de Schubert. Anatomía de una obsesión (Barcelona, Acantilado, 2019), en la excelente traducción del crítico Luis Gago. Esa experiencia del silencio final, que deja suspendido al oyente frente a algo que exactamente no concluye, la pudimos vivir los que asistimos el pasado 5 de marzo a la interpretación que del Winterreise hicieron en el Palau de la Música de Barcelona el barítono Matthias Goerne y el pianista Leif Ove Andsness, que ha acompañado muchas veces a Bostridge en sus propias versiones del ciclo. El día anterior Luis Gago había dado una conferencia explicando la génesis de la obra y su relación con La bella molinera y El canto del cisne, los dos otros ciclos líricos de Schubert que también interpretaron Goerne y Ove Andsness esos días.
Partitura de un pasaje de Winterreise de Schubert.
Como demuestra Bostridge en su libro, el Viaje de invierno es una obra obsesionante. Ya enfermo de sífilis, Schubert compuso la partitura en el último año de su vida, poniendo música a una serie de poemas de Wilhelm Müller que hablan de un Wanderer, de un peregrino que se adentra en regiones heladas, torturado por amores imposibles, atormentado por cornejas, prematuramente envejecido, con una extraña y constante sensación de desarraigo. Como bien observa Bostridge, el ambiente recuerda a los cuadros de Caspar David Friedrich y a sus Rückenfiguren --imágenes de espaldas-- que se recortan contra el paisaje, constatando la imposibilidad de representar lo humano frente a una naturaleza trágicamente escindida.
Schubert concentra en su testamento toda la problemática del Romanticismo, agarrándose desesperadamente a la vida. Para decirlo con un verso de Hölderlin --un poeta con el que Schubert presenta indudables similitudes, como Bostridge señala acertadamente--, “los que se están muriendo deben en verdad cantar”. Y eso es lo que hace Schubert en este poema largo, cantar mientras se está muriendo, no sólo él --el Franz Schubert que morirá en 1828, con apenas 31 años--, sino también una idea del hombre que estaba agonizando en ese tránsito del XVIII al XIX, cuando se liquidó la visión sagrada del mundo, el arte se infectó de teoría y la revolución técnica estaba a punto de cambiar la noción de tiempo y espacio. En realidad, todo eso --el contenido del ciclo entero-- está ya resumido en los dos primeros versos de “Buenas noches”, la primera canción de la serie:
Fremd bin ich eingezogen
Fremd zieh ich wieder aus
“Como un extraño llegué / parto también como un extraño”, traduce Luis Gago, a quien hay que agradecer el exquisito cuidado que ha puesto en traducir no sólo los versos alemanes de Müller sino toda la poesía que aquí y allá se cita en el libro de Bostridge. Como decía, en esos dos primeros versos está todo el Viaje de invierno. Un amante se adentra en un lugar como un extraño y sale de allí mismo también como un extraño. No hay pues lugar seguro ni identidad convenida. La extrañeza --la extranjería-- es el nuevo espacio. Es el ya no que explora Hölderlin en sus himnos tardíos. “Allí, donde no estás, está la dicha”, le dice una voz desconocida al Wanderer del poema de Georg Philip Schmidt al que el propio Schubert puso música.
Una de las pinturas de la serie Rückenfiguren de Caspar David Friedrich.
Y no otra cosa dicen las figuras de espaldas de Caspar David Friedrich. Esos dos primeros versos son, me parece, decisivos a la hora de interpretar el Viaje de invierno. Ian Bostridge los borda siempre en sus versiones. Matthias Gorne, en el concierto del otro día en el Palau, empezó un poco frío de voz y le restó profundidad al comienzo, aunque luego remontó enseguida. De todos modos, no he escuchado nada igual como la grabación en directo del recital que en 1985 dieron el pianista Sviatoslav Richter y el tenor Peter Schreier.
Desde las primeras notas, uno ya percibe que el pianista está en otro sitio, en una altura, una profundidad y una precisión a la que de pronto se suma la voz con una suavidad, una amplitud y una claridad que parecen nacidas para la ocasión. Al parecer, Schreier se negó a cantar el Viaje de invierno hasta que hubiera cumplido los 50. Y algo de esa preparación se nota tanto en el pianista como en el cantante, que avanzan por el páramo de hielo sin perderse nunca el uno al otro, cada uno inmerso en el invierno de su propia edad.
La música de Schubert tiene una cualidad que no se puede definir técnicamente. Las primeras notas del Viaje de invierno son un buen ejemplo de ello. Hay siempre una alegría herida de muerte, una afirmación entreverada de oscuridad, una sabiduría que aún quiere ser inocente y seguir jugando, un exceso de conocimiento que no puede olvidarse de la felicidad infantil. Los versos de Antonio Machado a las puertas de la muerte, “Estos días azules / y este sol de la infancia”, son en este sentido perfectamente schubertianos.
Schubertiade, óleo de Julius Schmid que representa un concierto de Schubert en un salón de la alta sociedad.
Hay otro ejemplo que es todavía más elocuente. Se trata del vals Kupelwieser. En 1826, Schubert acudió a la boda de su amigo Paul Kupelwieser y tocó un breve vals que había compuesto para la ocasión. La música de esa pieza nunca se escribió sino que fue transmitiéndose en la familia de generación en generación hasta que en 1943 un miembro del clan le pidió a Richard Strauss que la transcribiese. El vals dura apenas un minuto y medio. Es imposible describir esa mezcla de belleza y desolación. La imagen que a veces le viene a uno a la cabeza mientras lo escucha es la de un niño que intenta sonreír cuando está a punto de echarse a llorar. Como me contaba hace poco Félix de Azúa --que fue quien me descubrió el vals Kupelwieser--, Juan Benet no dejaba de escucharlo en la época en que escribía su propia novela schubertiana, Un viaje de invierno (1972), en las guardas de cuya primera edición está impresa la partitura de la pieza.
En su libro, Ian Bostridge analiza cada una de las canciones del ciclo, desentrañando las referencias biográficas, históricas y estéticas que se esconden tras los versos y la música. Se trata de la investigación de alguien que ha experimentado la obra hasta el último detalle como cantante y que se ha hecho su propia idea del poema, dueño de un rigor y una capacidad analítica notables, fruto de su preparación adicional como historiador, pues Bostridge es también doctor en historia por Oxford. En una obra como el Viaje de invierno, de todos modos, ninguna explicación puede ser concluyente y toda especulación no es sino un acicate para emprender la propia búsqueda. Hay, en ese sentido, dos momentos que me parecen especialmente significativos. El primero está al final de “Valor” --la vigésimo segunda canción--, cuando de pronto se dice:
Will kein Gott auf Erden sein,
Sind wir selber Götter!
“¡Si no hay ningún dios en esta tierra, / nosotros somos los dioses!” Se trata del grito que atraviesa toda la modernidad y que estalla por su puesto en Nietzsche. Todavía en el siglo XX, alguien como Wallace Stevens puede escribir en un aforismo: “desde que el hombre creó el mundo, el inevitable dios es el mendigo”. Y Heidegger sentenciará, en la entrevista póstuma que publicó Der Spiegel en 1976, que “sólo un dios puede salvarnos”.
Si tenemos en cuenta la voluntad de dominio técnico que hoy es ya planetaria, la experiencia del Viaje de invierno adquiere una nueva e inquietante dimensión. El otro momento al que me refiero está en la última canción, “Der Leiermann”, “El Zanfonista”. No deja de ser curioso que el ciclo se cierre con el retrato de un viejo que toca la zanfona, “la versión aviolinada de la gaita”, en palabras de Bostridge. El yo dolido que ha ido protagonizando toda la secuencia se proyecta de pronto en un pobre diablo que toca un instrumento callejero, descalzo sobre el hielo, sin que nadie le escuche y mientras los perros gruñen a su alrededor. “Anciano misterioso, / ¿me voy contigo? / ¿Quieres tocar tu zanfona / mientras yo canto?” le dice el Wanderer como última pregunta, a modo de despedida.
Franz Schubert pintado por Kriehuber (1846).
Como consecuencia de la desaparición de la divinidad, el artista ya no es más que un pordiosero, el mismo que verá y con el que se identificará Baudelaire, un par de décadas más tarde, en uno de sus poemas en prosa, concretamente el que se titula “El viejo saltimbanqui”. Baudelaire pasea un día de fiesta por unas calles llenas de atracciones y barracas. La gente ríe y chilla. Los niños piden bastones de azúcar o se suben a hombros de sus padres para ver a un prestidigitador. Todo es alegría y barullo. Pero al final de la calle hay una última barraca donde asoma un viejo encorvado y silencioso que no ríe y a quien nadie mira pero que lo observa todo con una mirada penetrante y profunda, inolvidable. Es el viejo saltimbanqui.
Y de pronto Baudelaire le identifica: “Y, al marcharme, obsesionado por aquella visión, quise analizar mi repentino dolor, y me dije: ¡Acabo de ver la imagen del literato viejo, superviviente de la generación en que él fue el brillante animador; del viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública, en la barraca donde la gente olvidadiza no quiere ya entrar!”. Schubert se adelantó a Baudelaire propiciando que su peregrino, en su última parada, se encontrara con el zanfonista y empezara a cantar con él. De ahí que el silencio que se abre al final del Viaje de invierno sea el de la música que ya no podemos oír.