El funeral de P.B. Shelley (1889) / LOUIS ÉDOUARD FOURNIER

El funeral de P.B. Shelley (1889) / LOUIS ÉDOUARD FOURNIER

Poesía

Shelley, el triunfo de la vida

La editorial Pre-Textos vierte al español, con una traducción de Luis Castellví Laukamp, el último poema del escritor, el más problemático de la segunda generación de los románticos ingleses

6 diciembre, 2022 19:15

Porque me hundí en las olas más espesas / de la tormenta humana, ofrecí el pecho / desnudo a la luz fría, cuyo éter / desfigura enseguida”. Por fin tenemos una edición solvente de El triunfo de la vida, el último e inconcluso poema largo de Percy B. Shelley, que Luis Castellví Laukamp ha traducido de forma ejemplar para Pre-textos, con una introducción muy útil de Prue Shaw. Castellví ha acertado a traducir los dificilísimos tercetos encadenados de Shelley –que observó metro y rima, inspirado por Dante– en fluidos y claros endecasílabos blancos, dueño de un oído atento y de un admirable sentido de la prosodia. Gracias a ello, el poema se lee con enorme placer y claridad, en un solo rapto.

Shelley, de cuya muerte en mar se han cumplido este año dos siglos, es probablemente el poeta más problemático de aquella segunda generación de románticos ingleses que, después Wordsworth y Coleridge, los más adultos y teóricos, llevaron la poesía inglesa a un punto de efervescencia imaginativa que no había tenido desde Milton. Aunque no fueron tan poderosos, desde el punto de vista intelectual, como los autores de las Baladas líricas (1798), Byron, Shelley y Keats dieron en sus cortas vidas, cada uno a su muy distinta manera, todo lo que tenían. Los tres amigos, además, se embarcaron en sus últimos años en composiciones largas y ambiciosas que no consiguieron terminar, ejemplificando con ello la imposibilidad moderna de la épica y la transformación de la poesía en un canto de conocimiento y especulación. Keats, cuyo nombre sigue estando escrito en el agua, murió a los veinticinco sin haber terminado su recreación del mito de Hiperión en sus dos tentativas. Y lord Byron dejó sin acabar su Don Juan, el maravilloso monólogo dramático cuya máscara terminó por fundirse con su propio rostro.

Retrato del poeta Percy Bysshe Shelley / ALFRED CLINT

Retrato del poeta Percy Bysshe Shelley / ALFRED CLINT

Byron y Keats despiertan un encanto inmediato gracias a la naturalidad de un estilo que en cada uno suena genuino e inevitable. Keats es el más lírico del grupo, dueño de un talento puro y efusivo, autor de algunos de los versos más memorables de la lengua inglesa. Byron fue la primera gran estrella literaria de su tiempo, un fenómeno popular que lo llevó a huir toda su vida tanto de su país como de su público, convertido en precursor de la jet set, protagonista de escándalos, adulterios e incestos. Su obra es tan irregular como desmesurado fue su talento, que siempre parece estar buscando un género nuevo.

Demasiado discursivo para ser lírico pero sin la capacidad dramática suficiente como para dedicarse al teatro, Byron solo encontró el justo equilibrio entre el prosaísmo satírico, la digresión filosófica y el vuelo poético en el Don Juan y en sus dos poemas satélites, Beppo y La visión del juicio. Shelley, por su parte, es el que produce más extrañeza desde el punto de vista de la lengua. W. H. Auden decía por ejemplo que su dicción le parecía imposible. Y es verdad que hay en su manejo del idioma una especie de tensión forzada, fruto quizá de su atención a modelos clásicos. En El triunfo de la vida es evidente la imitación del metro dantesco, con la particularidad de que el inglés está mucho menos dotado para generar rimas que las lenguas románicas. A pesar de ello, Shelley sale airoso del reto, aunque al precio de incomodar al oído nativo.

Retrato de Lord Byron/ THOMAS PHILIPS

Retrato de Lord Byron/ THOMAS PHILIPS

El poema empieza con una apertura sinfónica sobre el amanecer, una descripción más bien clásica de la luz apoderándose del mundo. Harold Bloom, el crítico que revalorizó la obra en el siglo XX, subrayó la influencia lucreciana. Y sin duda el problema de la naturaleza es esencial en todo el recorrido. Al final del introito, el poeta anuncia que ha tenido una visión, cuyo contenido ocupará el resto. A partir de ahí, El triunfo de la vida se convierte en una procesión –el título remite a los desfiles triunfales de los romanos–, un extraño torrente humano de gentes de toda condición que el narrador ve pasar desde el arcén. Mientras la multitud se vuelve cada vez más infernal, aparece un carro conducido por una sombra con cuatro caras, como el dios Jano.

La imagen recuerda al Merkabá tetramorfo de Ezequiel. Frente al carro avanza como en éxtasis una masa de viejos, condenados, bailarines y pordioseros, una estampa que parece imaginada por el Goya de los Caprichos. En una de las recurrentes preguntas que jalonan el poema, se oye: “¿qué es esto? ¿quién se encuentra / en el carro y por qué?”, a lo que una voz contesta: “La vida”. Después, lo que parecía una vieja raíz asomando en la ladera, resulta que es una figura humana que empieza a hablar. La figura es nada menos que Rousseau, que va a cumplir la función de Virgilio en la Comedia.

El triunfo de la vida, Shelley

El filósofo, padre espiritual de la Revolución Francesa, ídolo de la generación romántica, contesta a las preguntas del poeta y explica la procesión. “¿Quiénes van encadenados al carro?” y Rousseau contesta: “Los Sabios, los eternos, los más grandes”. Rousseau nombra entonces a los principales pensadores de la modernidad, a Voltaire, a Kant, también a sabios de la antigüedad como Platón, a papas y emperadores, todos encadenados al carro, sufriendo una eterna y misteriosa expiación. En un momento, aparece Napoleón entre los condenados: “Y me apenó / que poder y querer siempre se encuentren / a gran distancia, pues no comprendía / por qué Dios separó el bien de sus medios”. (“And why God made irreconcilable / Good & the means of good”). Napoleón había encarnado todas las decepciones políticas del romanticismo. Y para Hegel, el emperador había constituido la culminación de la historia, el principio de lo que es todavía nuestro mundo. Curiosamente, Rousseau se arrepiente de lo que ha producido su obra porque, dice, ha sido “causa de infelicidad”.

Luego, a la pregunta de Shelley de a dónde se dirige, el filósofo contesta narrando su propia visión. El poema se convierte así en un anillo de alucinaciones. Rousseau cuenta que, estando en una montaña que bostezó una caverna –la imagen es de Góngora–, se despertó junto a un riachuelo del olvido –recuerdo del Leteo– y vio una enigmática forma femenina, una forma de luz que parece la manifestación de la armonía: “La música y los pies que al son danzaban / parecían borrar los pensamientos / de quien los contemplaba, y así pronto / reinó la desmemoria, parecía / derramada la mente como lumbre / bajo sus pies, pues ella caminaba / pisando pensamientos extinguidos”. Rousseau le pide entonces a la luminosa forma que le diga de dónde viene él y por qué está ahí y ella le ofrece como respuesta un cáliz lleno de Nepente, la droga amnésica de la Odisea. La ingesta provoca otra visión y una tirada de versos prodigiosos en homenaje a Dante:

Jean Jacques Rousseau (1753) / MAURICE QUENTIN DE LA TOUR

Jean Jacques Rousseau (1753) / MAURICE QUENTIN DE LA TOUR

He aquí una maravilla que merece / los versos del autor a quien Amor / favoreció, pues supo transportarlo / serenamente desde lo más hondo / del Infierno a la gloria, al Paraíso, / y regresar después para contar / la extraordinaria historia con palabras / de odio y asombro: cómo, salvo Amor, / se transfigura toda la existencia; / al ser el mundo sordo como el mar / que se encrespa furioso, encanecido, es incapaz de oír las notas dulces / que hacen rotar la esfera cuya luz / es melodía para los amantes / –otro prodigio digno de sus versos–; / se adensó la arboleda con las sombras, / devino gris la tierra de fantasmas / pobladores del aire, formas tenues; / igual que los murciélagos preludian / la noche aleteando frente al sol / del trópico en alguna isla india, / vagaban los fantasmas proyectando / disformes sombras de sus propias sombras”.

Y otra vez aparece el carro, arrastrando a una multitud aún más siniestra, llena de simios, elfos, aguiluchos, buitres, insectos, una visión como pintada por El Bosco de la tormenta humana, hasta que Shelley pregunta a Rousseau: “¿Y entonces qué es la vida?”. Y ahí quedó interrumpido el poema, poco antes de que Shelley y sus amigos se ahogaran en el golfo de La Spezia, en una travesía que tendría que haberlos llevado de Livorno a Lerici. En uno de los bolsillos del poeta, por cierto, se encontró un pequeño volumen de Keats.

Napoleon in Egypt by Jean Léon Gérôme, 1867–68,

Napoleon in Egypt by Jean Léon Gérôme, 1867–68,

No sabemos qué tenía pensado Shelley para terminar el poema. Las interpretaciones que ha generado, sobre todo a lo largo del siglo XX, son muy variadas y opuestas. El tiempo, sin embargo, sabe a veces esculpir sus finales. Y esa interrogación que quedó colgando sin respuesta se ha convertido en el verdadero contenido de la obra. El triunfo de la vida nos parece ahora el recuento de una experiencia iniciática en la que el hombre intenta salir de la pesadilla de la historia y regresar a la naturaleza.

Shelley, sin embargo, sabe que no puede ser Lucrecio y de la inicial visión auroral pasa a un encuentro con las derrotas de su generación. Las ilusiones revolucionarias inspiradas por Rousseau, que propugnó un regreso a un estado natural, se habían saldado con matanzas y regresiones absolutistas. Napoleón personificaba la confirmación histórica de todo ello. La comunión y la plenitud mística resultan imposibles porque estamos atados a la caída. No podemos olvidar nuestra condición, el mal, el fracaso del conocimiento, la rueda de tortura del poder. Y, sin embargo, más allá de nuestras miserias triunfa siempre la vida, el poema de la creación que sigue indiferente su curso: “Figuras siempre nuevas aparecen, / píntalas como quieras, nada cambia, / nuestras vidas son meras sombras sobre / un mundo en el que no dejamos huella”.