Los hermanos Ferrater
Los Ferrater son dos figuras con las que la cultura catalana oficial nunca sabe qué hacer. No hay manera de encajar su complejidad con el paisaje del 'pujolismo'
26 diciembre, 2018 00:00“El vértigo de la atracción sexual nace de la conjunción fortuita de dos movimientos de evasión simultáneos, uno que nos arrastra más adentro de nosotros mismos, hacia una identidad personal superior, que es nuestra y que no llegamos nunca a incorporar en nuestro cuerpo, mientras que parece que nos llame desde la intimidad incorporada en el cuerpo del otro, y otro movimiento que nos transporta fuera de nosotros, hacia la privacidad que se nos da en el otro cuerpo y que nos parece que podemos alcanzar en la misma medida que utilizaremos este cuerpo, pero que permanece siempre cerrada en la identidad del otro con su cuerpo”.
Es esta una de las reflexiones más interesantes y reveladoras de Del Desig (Empúries), los tres diarios de Joan Ferraté (1924-2003) que se acaban de publicar en catalán, editados por Jordi Cornudella. Joan Ferraté, hermano del poeta y crítico Gabriel Ferrater (que añadió una erre final al apellido familiar, al parecer por un capricho tipográfico), fue un clasicista, crítico, traductor y poeta que siempre vivió en los márgenes y a la sombra del creciente mito de su hermano mayor, nacido en 1922 y suicidado en 1972, poco antes de cumplir los cincuenta, como había anunciado.
Gabriel y Joan fueron dos personajes antitéticos y complementarios. Filógino (si se me permite el neologismo que el inglés acepta) más que mujeriego el primero, encantador, extrovertido, dotado con el don de las lenguas modernas (aunque no hablara ninguna con propiedad, “ni el catalán”, como decía Carlos Barral, debido a una imposible dicción de frenillo corto), alcohólico y noctámbulo, incapaz de “pagar impuestos a la vida”, según Gil de Biedma, maestro en múltiples disciplinas en las que nunca se licenció y siempre malviviendo de trabajos editoriales, fue una personalidad que constituye casi punto por punto el reverso de la de Joan, puntualmente licenciado en clásicas, profesor en Cuba y en Edmonton, misógino y misántropo, torturado homosexual con especial obsesión por los adolescentes, crítico impersonal, poeta austero y traductor preciso.
El poeta Gabriel Ferrater
Los hermanos Ferrater son dos de las muchas figuras con las que la cultura catalana oficial nunca sabe qué hacer, puesto que no hay manera de encajar el mosaico de su complejidad con el paisaje que intentó crear el pujolismo con sus églogas pueriles o ahora el independentismo con su épica grotesca. Es el caso de J. V. Foix, de Eugeni d’Ors o de Josep Pla, sacudidos todos por el “asco de la historia” --la expresión es de Gabriel Ferrater-- e inutilizados por tanto para la servidumbre nacionalista, como ocurre también, por otra parte, con los mejores escritores en castellano. Desde El Quijote, la literatura española incuba una sintomática suspicacia hacia lo nacional, a diferencia de lo que ocurre en otros países europeos.
Siempre he sostenido que una biografía intelectual de Gabriel Ferrater podría ser uno de los libros más importantes sobre la cultura catalana. La crónica de su vida va desde el signo trágico de la estirpe --toda la familia, a excepción de Amàlia, la hermana pequeña, se suicidó, empezando por el padre y terminando en Joan-- hasta la incursión en todos los grandes debates intelectuales de su tiempo, desde la estética --Ferrater empezó siendo un excelente y muy particular crítico de arte--, hasta la poesía --la historia de su confabulación con Gil de Biedma es uno de los episodios más trillados y peor entendidos de la reciente historia literaria española--, la crítica literaria o la lingüística, la última fiebre del personaje.
En cada una de esas disciplinas Ferrater irrumpió dejándolo todo patas arriba, enfrentándose a las patums del momento (ya se llamaran Espriu o Badia i Margarit), sin método pero también sin límite y dejando un legado que nadie se ha atrevido a aceptar. Quizá por ello, más de cuarenta años después de su muerte, toda su obra --en catalán y en castellano-- sigue dispersa en varios títulos descatalogados, a la espera de unas obras completas que nunca llegan, lo mismo que en el caso de su hermano.
¿Alguien se imagina, por ejemplo, que en Inglaterra la obra de un T. S. Eliot estuviera fuera de circulación? Es por ello una buena noticia, además de una enorme responsabilidad, que Jordi Amat, como se ha anunciado este otoño, esté preparando una biografía de Gabriel Ferrater, destinada a publicarse en el 2022, cuando se celebre el centenario del poeta. Por las mismas razones, es muy de agradecer que Jordi Cornudella nos haya dado, casi al mismo tiempo, tanto los diarios de Joan como la edición crítica de Les dones i els dies (Edicions 62), la poesía completa de Gabriel.
En el segundo, titulado Diario de Daniel, Ferraté cuenta la primera y última relación sentimental y sexualmente plena que conoció en su vida. Fue con Daniel J. Szostakiwskyj, un chico de dieciséis años de origen ucraniano al que había conocido en Edmonton. La relación duró tres años y acabó convirtiéndose en el gran fetiche de su vida, motivo de inspiración de su mejor libro de poemas, Llibre de Daniel (1976).
Antes, en el páramo canadiense, Ferraté había tenido una relación turbulenta con una mujer, Daphne Kemp, con quien en 1965 había tenido una hija de la que en estos diarios no se dice ni una sola palabra. El último diario es el más teórico y reflexivo, escrito con la falsilla de los Cahiers de Paul Valéry que tanto admiraba.
La lectura de estos diarios acaba siendo angustiosa, pero no tanto por la escabrosidad de las escenas cuanto por el inflamado narcisismo del yo que se construye. El deseo es aquí, en efecto, el estímulo de la “urgencia constructiva” de la que habló Paul de Man refiriéndose a la literatura autobiográfica. Hasta entonces, Ferraté sólo se había averiguado a través de la conciencia explorada en los libros de los demás. El ejercicio de radical honestidad consigo mismo es admirable por cuanto no se permite adonizar ni disimular nada, al precio incluso de ofrecer de sí mismo un retrato despiadado y desolador de alguien que, a los cuarenta y seis años, consigue por fin cumplir la fantasía sexual que hasta entonces sólo había entretenido en los sótanos de su mente, como Humbert Humbert en la novela de Nabokov.
Ferraté es un ojo insomne que se admira en el azogue del cuerpo de un erómenos apenas sin identidad. Él mismo lo deja claro cuando escribe: “La finalidad de mi vida ha sido, es, la sabiduría, la plena posesión de mí mismo. Mi vida, pues, no tiene finalidad (ninguna finalidad determinada)”. La prueba trágica de ello es que Joan Ferraté se suicidó, cuando frisaba ya los ochenta, un 12 de enero, el día del aniversario de su primer encuentro con Daniel, fiel hasta el último momento al yo construido en estos diarios: te’l qu’en Lui-même enfin l’éternité le change. Se trata, por cierto, de un dato que incomprensiblemente se nos hurta en esta edición.
Por otra parte, su proyecto poético, por su extrañeza --tres libros escritos en el lapso de seis años-- se ha negado una y otra vez a encasillarse en las clasificaciones habituales, a domesticarse. Ferrater empieza siendo un poeta diáfano, con vocación de público saneamiento, perfectamente incardinado en su historia personal y colectiva, como demuestra “In Memoriam”, en realidad el primero de sus dos poemas largos e inacabados. Luego, la indagación de la intimidad y una especie de creciente incapacidad de dirigirse a los demás provocan un repliegue de la voz en unos poemas cada vez más herméticos en los que la anécdota se vacía, muy cerca de la poesía de cenáculo y del simbolismo en el que se había formado y que en principio --en los supuestos estéticos que teorizó con Gil de Biedma, por ejemplo-- quiso refutar.
El yo íntimo que construye Gabriel Ferrater en sus poemas amorosos es el reverso del de su hermano Joan en sus diarios. Ferrater no es nunca narcisista sino más bien self-deprecating, un amante que siempre escucha, vulnerable, abandonado o siempre a punto de serlo. Su voz baja, lúcida pero nunca estridente, se funde con la amada hasta alcanzar un complejo estado impersonal que trasmuta lo autobiográfico en universal. Su filoginia es muy rara en este país.
A Ferrater no sólo le gustaban sino que también le interesaban las mujeres, hasta el extremo de que, según Gil de Biedma, los hombres sólo le daban asco. Como me dijo una vez Esther Tusquets: “Hay unos pocos hombres a los que las mujeres de verdad les interesamos y Gabriel era uno de ellos.” En este sentido, su temperamento poético se parece mucho al de Robert Graves, aunque su propio culto femenino esté exento de la tentativa de restauración religiosa que animaba el de aquel. (El mapa de sus influencias, desde Villon, Chrétien de Troyes y Skelton a Marvell, Byron, Eliot, Foix, Riba, Pavese, Brecht o Gottfried Benn, es ya en sí mismo un capítulo inagotable de su vida.)
En “Teseu”, el poema que eligió como culminación y cifra de toda su obra, lo femenino adquiere categoría de paraíso dantesco: “No reencontrarás/ tu sombra espesa/ el propósito dúctil/ con que sabes traicionar/ hasta que salgas adonde/ a la luz del sol/ (“¿cuál, cuál?” te grita/ la grajilla) juntas / te esperan las mujeres.”
Gabriel Ferrater
Releyendo ahora los poemas de Les dones i els dies, uno tiene la impresión de que el trayecto que Ferrater se había trazado al principio, tanto en el orden político como en el personal, se le convirtió muy pronto en un páramo sin caminos. Su lento proceso de autodestrucción, premeditadamente encaminado al suicidio, se fue acompasando con un juicio muy severo de sí mismo, de su sociedad y de la historia, aliviado tan sólo por el recuerdo de las mujeres con las que había estado. Son constantes las alusiones al miedo y las imágenes relativas al pozo.
En uno de sus poemas finales y más difíciles, “Els aristòcrates”, Ferrater se compara con Borges y con Robert Lowell, “patricios americanos”, como les llama. Establece luego una diferencia entre la manera que ellos tienen de relacionarse con el asco de su historia y la suya propia: “No sabré escribir los detallados poemas/ que os escribís. Mi asco/ (ya viejo porque nadie cuenta su historia), como los tobillos de una niña gitana, / quizá me deja ser piel y vida bajo la mugre, / pero soy grisáceo, y sólo hablo/ de generalidades, como un plebeyo/ que no escuchó nunca, frescos y lentos,/ los recuerdos de las mujeres de la casa/ densa, y que anda vacío: un pozo de miedo”.
La envidia que siente Ferrater por la facilidad con que esos poetas americanos saben hablar de su historia joven, cercana y asumida, compartida por todos, contrasta con su “fracaso” como poeta que ha sido incapaz de articularse con su propia sociedad, reacia a contar su verdadera historia y condenada por ello a pudrirse con su asco.