El poeta José Hierro / DANIEL ROSELL

El poeta José Hierro / DANIEL ROSELL

Poesía

José Hierro y las cien monedas de oro

El poeta de la España desarraigada, de cuyo nacimiento se conmemora ahora el primer centenario, construyó una sólida obra basada en el ‘collage’, la contención y la ausencia de moralismo

3 junio, 2022 19:55

Muchas frases pueden ser candidatas a una definición de la poesía, y algunas se acercarán a lo que esta es, o más bien sea, pues a la poesía, subjetiva, sugerente, elusiva, le va mejor el subjuntivo que el indicativo. Entre los más atinados asedios a plaza que tan bien resiste, uno de ellos sería la calificación de arte verbal que manifiesta sentimientos con las palabras más adecuadas y en el orden más efectivo. José Hierro fue un artífice aventajado de la expresión poética, pero en la unanimidad que concita su admiración operan, además, elementos que no son estrictamente poéticos, aunque en más de un aspecto contribuyan al realce de estos.

Una de las características por las que es recordado Hierro es por su físico: la calva absoluta en tiempos en que los varones solían disimular la alopecia, y el bigote por el que se resolvía, al pie de ella, toda la falta de capilaridad del cráneo. A ambos lados de la frente, las orejas visibles desde la raíz venían a subrayar que se trataba de uno de los poetas de mejor oído de su tiempo, y esto es ya mucho, teniendo en cuenta que fue su generación la de Claudio Rodríguez o Blas de Otero, por ejemplo, magistrales en el dominio del verso.

El poeta José Hierro / EFE

El poeta José Hierro / EFE

En el vértice conformado por la confluencia de las orejas, los ojos y el bigote, se abría bajo este una boca que cuando se ponía a recitar pasmaba. Ronca, grave, su garganta poseía un timbre que encauzaba una declamación que, impecable, era antípoda de los excesos y aspavientos del rapsoda. El sempiterno cigarrillo era la causa de esa voz cavernosa pero ilustrada y asombrosa, como las pinturas rupestres de las Cuevas de Altamira. También tuvo responsabilidad el chinchón al que honraba con su amistad.

Todo aquel que escribe de él tiene que vérselas con la dificultad de decir algo nuevo, sin renunciar a la obvia realidad, acerca de su físico. Así lo expresa Jesús Marchamalo en el reciente libro Hierro fumando (Nórdica): “Un perfil de moneda romana y una voz afinada, de bruñido metal, atronadora pero al tiempo mullida como un gato soñando en un cojín”. Flautista de Hamelín de las lecturas de poesía ¿había alguien que recitara mejor que Pepe Hierro, cuyo hipocorístico en boca de todos ya delataba familiaridad, cercanía? También lo aproximó a la bienquerencia popular haber sufrido cárcel tras la Guerra Civil (como su propio padre). No hizo alarde, y a partir de 1944, ya en libertad, se ganó la vida en oficios menesterosos y luego haciendo crítica de arte, maquetando y corrigiendo en Editora Nacional y, ayudado por la eufonía de su elocución, en la radio.

Alegría, José Hierro

Pero ni el físico, ni la voz, ni la leyenda de poeta que escribía cotidianamente en un bar pueden suplantar, siendo todas ellas cosas adjetivas, circunstanciales, lo sustantivo, lo que de fondo hay en él: su obra, una de las más importantes de la poesía española del siglo XX, limitada a unos cuantos libros, ni pródigos ni avaros; los justos. El primero de ellos fue Tierra sin nosotros (1947), publicado en la editorial Proel de Santander, donde vivió como hiciera antes de la guerra después de haber nacido en Madrid el año en que se publicaron Ulises, La tierra baldía y Trilce. Aquí exhibe un gran dominio del eneasílabo arromanzado, que no era frecuente, como tampoco lo era el endecasílabo igualmente con rima asonante par que empleó también en su estreno Rodríguez unos años después en 1953, con Don de la ebriedad.

Una distintiva voz poética siempre posee elementos reconocibles, y en Hierro hay un dominio del verso que abraza con particular brillo y relevancia ese eneasílabo. ¡Cuántos y de cuánta calidad escribió! Según él mismo, aquí operó la influencia de la lectura de Villaespesa, pero Hierro tiene poco de epígono. Provechosa fue para él la lectura de Lope de Vega, a quien cita en un puñado de ocasiones al frente de sus poemas.

En la capital cántabra estableció una gran amistad con un poeta de vida breve y obra estremecedora cuya cumbre es Los muertos: José Luis Hidalgo. El segundo libro de Hierro fue Alegría, ganador en 1947 del Premio Adonáis, que entonces también comenzaba su andadura. En este volumen, a los poemas de estructura medida que discurren entre el heptasílabo y el endecasílabo, generalmente con la asonancia referida, Hierro añadió un verso más largo de fuerte impronta acentual, colindante con la poesía basada en pies métricos de la Antigüedad clásica, remedados por el Modernismo. Es lo que ocurre con ‘El rezagado’, cuyo primer verso ya declara tácitamente las reglas de ese juego, con sus anfíbracos, esa alternancia de sílaba breve, larga y breve que en nuestra prosodia equivale a átona, tónica y átona (“Te vimos, por última vez, ante el puente que unía tu reino”).

También aquí unas páginas después el poema titulado ‘Alucinación’ es precedente de una corriente de Hierro, que llegó a dividir un tanto salomónicamente su obra entre reportajes (poemas-testimonio) y alucinaciones (de componente irracional, y con el cauce, él que tanto talló el verso medido, del versículo). Pero ambos son términos un tanto exagerados. Un poema titulado precisamente ‘Reportaje’ figurará en su cuarto libro, ‘Quinta del 42’, donde también habrá una subsección que ostente el epígrafe de Alucinaciones. Los acentos aquí operan de otro modo (“Amanece. Descalzo he salido a pisar los caminos”), con distribución átona, átona, tónica, es decir de anapestos. Estos pies los usará en diferentes poemas del libro, y aún en alguno del siguiente.

Quinta del 42

Siguieron Con las piedras, con el viento (1950), Quinta del 42 (1953) y el sucinto Estatuas yacentes (1955). Es este un poema único algo pedestre, y no solo por el material esculpido, dedicado a don Gutierre de Monroy y doña Constanza de Anaya, sepultados en la catedral vieja de Salamanca, y que llama la atención por lo cansino aquí del verso eneasílabo en el que tantas otras veces brillara, a menudo con el concurso de la rima, y porque en realidad solo se dirige a la primera de las dos estatuas, ignorando las posibilidades que le habría podido proporcionar apostrofar también a la esposa. Cómo contrasta con ‘Réquiem’ de Cuanto sé de mí (1957), hecho con los mismos materiales pero que resulta ser uno de los más hondos y emocionantes de toda su obra. Del tipo reportaje, es uno uno de los mejores poemas de lo que se ha denominado poesía social, con la que Hierro tuvo ciertas concomitancias, pero a la que sin duda supera de largo por la contención, la falta de moralismo, y la impecable técnica del collage, en la que se superponen varias capas de teto y de significación.

Cuanto sé de mí incluye, además, sendos homenajes a Beethoven y Haendel (al primero regresará en otros poemas) y un puñado de sonetos, insólita compañía pues no fueron estos nunca numerosos en su creación, aunque son siempre espléndidos y soneto sea, al cabo, uno de sus poemas más conocidos. Sobre J. S. Bach escribirá en Libro de las alucinaciones (1964), que encierra un poema tan de poesía social, testimonio de pobreza, fatalismo y cárcel, como es ‘Los andaluces’: “Decían: ‘Ojú, qué frío”; / no ‘Qué espantoso, tremendo, / injusto, inhumano frío’. / Resignadamente: ‘Ojú, qué frío…’ Los andaluces…”. Miguel García-Posada lo llamó “poeta de los vencidos”. Pero nadie hubo más lejos del panfleto.

Libro de las alucinaciones guarda también, entre el misterio de tantos poemas en los que la imaginación se dispara y crea mediante la palabra realidades paralelas, una confesión a pecho descubierto, ‘Historia para muchachos’, en la que el sujeto poético se confunde con la biografía de Hierro. Si en los versos la cesura es una pausa, en su obra poética también hubo una cesura después de Libro de las alucinaciones, un hiato de más de un cuarto de siglo. Se entiende ese silencio por el carácter singular de esa entrega, que parecía agotar una forma de decir, con la consecuente crisis expresiva tras ese ramalazo alucinatorio.

Agenda (1991) es un libro de gran brillantez, una silva de varia lección que incluye composiciones diversas y que reúne un tramo final de poemas a cuál mejor. ‘Lope. La noche. Marta’ es sin duda uno de los mejores. Aquí Hierro recupera, y con cuánta eficacia, la técnica del collage. También incorpora algunos textos en prosa, en uno de los cuales, el dirigido a Pablo Neruda, introduce reflexiones sobre la poesía de una gran clarividencia: “Ocurre, sin embargo, que la poesía es una caja fuerte cuya combinación desconocemos. Se abre desde dentro, cuando ella, y nada más que ella, quiere”.

Cuaderno de Nueva York, José Hierro

Hierro fue reconocido con los más importantes premios, rematados por el Cervantes en 1998. Cuaderno de Nueva York va dedicado al profesor y crítico José Olivio Jiménez, cuyo piso en el West Side de Manhattan fue escenario del enamoramiento de Hierro que provocó una larga relación clandestina con una mujer que está, calladamente, debajo de algunos de estos versos. Pero esa relación infiel, o acaso fidelísima al amor verdadero, convive con determinadas fidelidades: de nuevo un poema al genial sordo, ‘Beethoven ante el televisorp (en el libro anterior había también un homenaje a Chopin, y otro a Brahms y Schumann y aún un tercero a Verdi). Y la música, abordada de numerosas formas distintas. Schubert será igualmente protagonista de uno de los poemas. Los dos que ponen punto final al libro son sobrecogedores: ‘En son de despedida’ (colofón de ese amor) y el soneto ‘Vida, que tan memorablemente concluye con el endecasílabo “después de tanto todo para nada”.

La Fundación Centro de Poesía José Hierro, en Getafe, mantiene no ya su memoria sino encendida la antorcha de la poesía, suya y de otros, con numerosas actividades y la publicación de una revista, Nayagua, que adopta el nombre de la pequeña finca que el autor de Cuaderno de Nueva York se compró con el fruto de su trabajo para cultivar una vid que, oportunamente vendimiad, convertía en vino compartido con los amigos. Porque eso era Hierro: alguien cordial que manaba del corazón y que sobre el pulso pautado de sus versos elevaba un canto a la condición humana.