El editor, escritor y traductor Carlos Pujol

El editor, escritor y traductor Carlos Pujol

Poesía

Carlos Pujol y la santidad literaria

Pretextos recupera, coincidiendo con el décimo aniversario de la muerte del editor, escritor y traductor barcelonés, una antología con sus reflexiones sobre literatura

4 enero, 2022 00:00

“En el fondo, ¿a quién le importa quién haya escrito un libro? Gusta o no gusta, eso es todo. Al lector, ¿qué más le da que sea de un Premio Nobel o de un ignorado zascandil de provincias? El anonimato protege la independencia del que escribe, el que edita y el que lee”. En un artículo titulado “La literatura anónima” y publicado en Abc en 1999, Carlos Pujol defendía que todos los libros deberían publicarse sin el nombre del autor, para que la literatura se valiera por sí misma, “a cuerpo limpio”. Sólo alguien como él podía aventurar semejante utopía en un mundo que ha terminado por hacer de la imagen propia y del culto al ego el único contenido de la mayoría de libros. Él, en cambio, se atuvo a su regla y vivió en una especie de santidad literaria, dedicado toda su vida a escribir, traducir y editar sin querer hacer carrera de nada, sin llamar la atención, feliz en su exilio imaginativo, a solas con unos pocos amigos y su infinita constelación de maestros. 

La profesora Teresa Vallés-Botey, que lleva años cuidando con rigor el legado de Carlos Pujol, ha compilado ahora en Novelas contadas y otras reflexiones sobre literatura (Pre-textos), varios ensayos del escritor referidos a su propia obra, un conjunto de reflexiones que el propio autor quería titular Suma de inconstancias –título excelente donde los haya– y que nos devuelve la voz sabia, humilde y lúcida de un intelectual por muchas razones ejemplar. Carlos Pujol pertenecía a una estirpe hoy prácticamente desaparecida. Y con ello no me refiero a la gastada etiqueta de los humanistas. (Él entendía perfectamente la diferencia porque conoció a uno de los últimos: Joan Petit). Su forma de habitar la cultura no consistía en la mera erudición sino sobre todo en un conocimiento particular, vívido y detallado de lo que suponía escribir en la Francia del siglo XVII o en la Inglaterra del XVI. Eso es, en realidad, lo que significa ser culto, una experiencia del saber que no tiene nada que ver con la información

'Homenot' Carlos Pujol / FARRUQO

'Homenot' Carlos Pujol / FARRUQO

Gracias a ello, era capaz de codearse con las figuras más grandes pero también con las menores y desconocidas. Su imaginación crítica sabía ser contemporánea de los periodos que más le interesaban. Nadie más que él podía citar a aforistas franceses olvidados como el marqués de Vauvenargues (“Las pasiones han enseñado la razón a los hombres”) o el conde de Rivarol (“La nobleza confunde sus recuerdos con sus derechos”). Al mismo tiempo, Pujol disfrutada con Sherlock Holmes, la novela negra o las películas de Hitchcock, un director que era para él un referente en el arte de la composición narrativa. Como su maestro Martín de Riquer, daba siempre la sensación de estar pasándoselo muy bien en todo lo que hacía, como si el niño que se había fascinado por Kim y el cine de aventuras no hubiera desaparecido nunca del todo en su vocación.    

Como escritor, Carlos Pujol fue un caso rarísimo. Después de pasarse muchos años en la universidad (“un lugar de mediocres para mediocres”, le oí decir una vez en una de sus raras invectivas), renunció a presentarse a una cátedra y se pasó a la empresa privada como consejero áulico de Planeta. El empleo le permitió dedicarse con más libertad a escribir, ya sin las servidumbres académicas, aunque a una edad tardía. Su primera novela la publicó con cuarenta y cinco años. Y ya tenía cincuenta cuando se reveló como poeta. “Novelas contadas”, el texto que da título a la antología, es un relato muy inteligente, divertido y autoparódico sobre la gestación de sus novelas que al mismo tiempo funciona como un encendido alegato a favor de la ficción. (“En una novela hay que oír voces antes de escribirla”). 

Carlos pujol

Gracias a esa intimidad envidiable que tenía con la literatura universal, Pujol podía situar sus tramas en los lugares más inverosímiles, sin necesidad de describirlos demasiado, mezclando a Balzac con la primera guerra carlista –en Un viaje a España (1983)– o convocando a Proust en el París de fin de siglo sin tener siquiera que nombrarlo, como hizo en El lugar del aire (1984). Aunque la mayoría de sus novelas fueron históricas, en realidad nada tenían que ver con el género al uso. En su caso, la historia era un atrezzo secundario que le permitía crear a sus personajes sin las fatigosas exigencias del realismo e investigar sin trabas lo que más le interesaba, que era el misterio, en un sentido a la vez pueril y teológico. “La libertad por un lado, no depender de nadie, y el poder jugar con el misterio, que es lo más significativo que existe, me empujaron a hacerme novelista”. Y en una entrevista dijo al respecto una frase exacta: “La gente gana cuando se la conoce, pero sobre todo gana en misterio”.

Novelas contadas se ocupa también del aforismo, la poesía y la traducción, los restantes ámbitos de la escritura que conformaron su obra. Carlos Pujol fue un poeta austero y meditativo, de oído seguro y voz queda, alérgico a las pirotecnias de las vanguardias, templado sobre todo en la poesía inglesa. Para él, como dijo en el bellísimo texto de presentación de Desvaríos de la edad (1995), los poetas eran como esos músicos callejeros a los que nadie hace demasiado caso. “Si alguien echa unas monedas, sonríen y dan las gracias, el que la mayoría pase de largo no les ofende, porque no creen que nadie tenga la obligación de escucharles. Y si un niño se para ante ellos le dedican su esperanza”. 

Carlos Pujol Pretextos

Sus poemas parecen a menudo la natural continuidad de sus traducciones. Como traductor de poesía, sobre todo, Carlos Pujol fue un modelo y toda una autoridad. En un país en el que predominan las versiones sordas o ripiosas, él escogió el único camino plausible, una vía media que respeta el verso –entendido como unidad prosódica acentuada, más que contada– y relega la rima, si la hay, al ámbito de lo inalcanzable. Sus traducciones de Racine, de Shakespeare, de los románticos franceses, de Andrew Marvell, de Emily Dickinson o de Robert Browning fueron modélicas y constituyeron en sí mismas una tradición. Como Borges, Pujol sabía que la traducción es “uno de los misterios más modestos del universo”. Y la modestia y el misterio fueron sus dos rasgos más distintivos. 

Completan la selección textos de diversa índole sobre humanidades, la tradición literaria, las historias de conversos (“Cuando el Hijo del hombre vuelva a este mundo ¿encontrará fe en la tierra? La pregunta ahí sigue”), el género biográfico, la novela policíaca o la literatura y el cine. En todos ellos, Pujol se pasea por su memoria sin hacer ostentación de su vasta cultura, irónico, dueño de un fino sentido del humor, atentísimo, cordial y siempre incitante. Cuando por ejemplo observa que “hace un siglo, una persona ilustrada podía prescindir de Góngora, de Donne, de Hopkins, Emily Dickinson, hoy no” demuestra sin aspavientos la constante transformación, aleatoria y problemática, del canon entendido como un organismo vivo al que nosotros le prestamos la sangre, “porque la cultura es renacimiento, una herencia que no se recibe sin más, sino que hay que reconstruir”. 

Carlos Pujol

Recordando a Carlos Pujol, a veces le he comparado con Charles Williams, el editor, escritor y teólogo inglés, miembro de los Inklings, el círculo de Tolkien y C. S. Lewis, amigo también de T. S. Eliot y autor de thrillers metafísicos apasionantes, estudios notabilísimos sobre Dante y poemas very quaint indeed de inspiración artúrica. Tanto Eliot como W. H. Auden fueron devotos de su obra. Siendo aún muy joven, Auden colaboró con Williams en una antología poética para la Oxford University Press, la editorial en la que trabajaba el escritor. Muchos años después, evocando su figura, Auden escribió algo que se ajusta a mi propio recuerdo de Carlos: “Por primera vez en mi vida, me sentí ante la presencia de la santidad personal. Había conocido antes a muchas personas buenas que me habían hecho sentir vergüenza de mis defectos, pero ante ese hombre no me sentía avergonzado. Me sentía transformado en alguien incapaz de hacer o pensar nada mezquino o desdeñoso”. Ahora, cuando por fin se ha posado “la polvareda de la actualidad”, esa es la misma impresión que irradia la obra de Carlos Pujol.