El siglo de Benedetti
El poeta uruguayo economizó la forma, no la gramática. Reinventó la supremacía del sustantivo; desechó el adorno, no la belleza y carcomió desde abajo la poesía hermética
9 septiembre, 2020 00:10“Hagamos un trato”. El título de este poema de Mario Benedetti define al escritor uruguayo, el maestro que tendía la mano por imperativo moral: “Puedes contar /conmigo / no hasta dos / o hasta diez / sino contar /conmigo…”. Lo mejor de su extensa obra susurra al oído del lector: vayamos a la raíz porque las menudencias no existen, aunque sean aludidas cómicamente. Humanidad y humor sin olvido. Sobre estos dos ejes Benedetti ha recorrido un siglo de compromiso, sonrisas, invención y miedos, que termina ahora con la celebración del centenario de su nacimiento. Homenajeamos a alguien que cumple cien años sin estar aquí para celebrarlo o “arrepentirse”, como diría él mismo. Falleció en la primavera de 2009, el día triste en que dos de sus amigos, Eduardo Galeano y Daniel Viglietti, llevaron a hombros su último cajón.
Gracias a su paso por la Escuela Alemana, Benedetti empezó utilizando la lengua de Goethe como puerta de la literatura. Casi sin proponérselo, se convirtió en traductor de Kafka y obsequió a sus lectores con la obra del gran escritor nacido en Praga, hasta convertirlo en la voz de la centuria, frente a otros, como Proust o Joyce. Dejó de lado sus propias traducciones de El Castillo y El Proceso para tomar de Kafka aspectos aparentemente fragmentarios, como los aforismos, las anotaciones, las cartas o las parábolas, hasta situar su podio por delante de Celan y de Joseph Roth. (Para satisfacer su curiosidad les propongo que lean el mini-cuento de Benedetti, Mucho gusto, sobre el encuentro, en una barra de bar, entre un viajante de comercio y el propio Kafka). Durante toda su vida se sintió barrido por aquel genuino representante de la soledad del intelectual desterritorializado –Kafka exiliado del judaísmo–, un destino que alcanzó también al uruguayo en el momento de su exilio político durante una década, a partir del golpe del general Stroessner, en Uruguay, en 1973.
El júbilo de Benedetti nació de su convicción de que el muro del poder solo sería superable con el filtro de la palabra. El bardo hoy vindicado publicó 80 libros, 60 de los cuales son recopilaciones poéticas. Fue uruguayo hasta el día en que dejó el departamento de Literatura Hispanoamericana, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de Montevideo, para marcharse de su país abominando de sus ilícitos jerarcas. Sobrevolando el Atlántico, se dio cuenta de que su voz era un eco en Hispanoamérica entera, como quedó claro en aquel disco, El Sur también existe, musicalizado por Serrat, celebrado por su biógrafa, Hortensia Campanella –Mario Benedetti, un mito discretísimo (Alfaguara)- y revelado por Saramago como un dolor que no “se adormece”.
Edición de Poemas de Hoyporhoy / ALFA EDITORIAL
Benedetti era sucinto y fino en el uso de la antítesis: definió la muerte y la desmuerte, la vida y la desvida, y se concentró especialmente en el desexilio democrático, tras su regreso a Paso de los Toros, su cuna natal, una localidad del departamento uruguayo de Tacuarembó, “país verde y herido/ comarquita de veras/ patria pobre” (Hombre que mira su país desde el exilio). Su mensaje quiso ser coetáneo sin sublimaciones; buscaba en el otro el dolor y el miedo para servirles de lenitivo. Curaba sin pedir nada a cambio. Estaba psicóticamente pegado a la realidad, pero dormía con las musas. No estuvo ni un minuto enfermo de literatura en el sentido borgiano del término; a él, solo le enfermaron las desigualdades, a las que combatía desde el alba, aunque de noche su memoria viajara sobre el Egeo, el mar antiguo, para alimentarse de palabras en el Templo de Artemisa (Éfeso). Llevaba la doble vida –guerrero y sabio– de los brahmanes hindús; se sentía cercano al compromiso de Loyola.
En su etapa de formación como escritor y periodista pasó por Buenos Aires, ciudad hermana de Montevideo, refugio de una generación tan comprometida como mal entendida. El puente entre las dos capitales se le hizo tan familiar como lo fue para otros rioplatenses, Juan Carlos Onetti o Idea Vilariño, amigos del alma e integrantes de la llamada Generación del 45, algo así como nuestro Medio Siglo. En la primavera de 2009, el mismo día que falleció Idea, la quebrada salud de Benedetti empeoró gravemente, hasta las puertas de la muerte. Sus amigos remarcaron entonces que las librerías y los cafés de Montevideo habían incrementado su clásica melancolía.
Durante tres décadas, Benedetti formó parte de la redacción del semanario Marcha, un foro de reflexión y análisis clave en la cultura rioplatense, en el que se formaron hasta tres generaciones de intelectuales, con Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama o Alfredo Zitarrosa en lo más alto. Dirigió además la revista literaria Marginalia, publicó su primera obra ensayística, Peripecia y novela y su primer libro de cuentos, Esta mañana. Editó en la revista Número su poemario Sólo mientras tanto. Fue miembro de su consejo de redacción y lució entregas cómo Marcel Proust y otros ensayos y El último viaje. El activista estaba en plena subida, pero el escritor prometido no llegaría hasta algunos años después, con la aparición de su exitosa novela, La tregua, seguida de Poemas de la oficina, su obra canónica.
Desde primer libro, La víspera indeleble, Uruguay entero sabía que su poeta nacional no escribiría solo de carámbanos ni de noches estrelladas: “Te quiero por tu mirada / que mira y siembra futuro…….y en la calle / codo a codo / somos mucho más que dos” (Te quiero), dedicado a todos, a través de Luz López Aguirre, la que sería su esposa a lo largo de sesenta años. Ambos, Mario y Luz, fueron sujetos del amor en la barricada; Benedetti sentía las cosas como Grabrache, el joven de Los Miserables (Victor Hugo), caído en plena refriega, pero, paralelamente, buscaba las reglas de navegación sentimental con el empeño secreto Ulrich, aquel Hombre sin atributos de Robert Musil.
Convencido de que la acción acabaría con los males del mundo, el poeta optó por la tabla rasa; vivió de cerca la revolución cubana y nunca rompió con Fidel Castro pese a la retahíla de enormes injusticias cometidas a lo largo de décadas por el comandante autócrata, enemigo de la libertad nada recomendable. Benedetti fue miembro del consejo Casa de las Américas en La Habana; le sacó rendimiento a los setenta, la etapa de El cumpleaños de Juan Ángel, Letras de emergencia, La casa y el ladrillo o Cotidianas. Compaginó literatura y praxis. Lideró el movimiento 26 de marzo, integrado en el Frente Amplio de Pepe Mujica, alternativa al dualismo uruguayo de blancos y colorados. Nunca justificó la violencia, pero fue un icono del Montevideo resistencialista que entonaba por las esquinas aquella “….danza de viento y juncal /prenda de los Tupamaros/ flor de la Banda Oriental”. En 1984, recién reinstaurada la democracia, Raúl Sendic, el fundador del movimiento Tupamaro, publicó en México Reflexiones sobre política económica, un libro escrito en la cárcel, con un prólogo de Mario Benedetti, junto a otros analistas que evaluaban el texto.
Su trayectoria fue la de un autodidacta demoledor. Acuciados por la estrecha economía familiar, sus padres tuvieron que sacarle del colegio con apenas 14 años y se vio obligado a compaginar el trabajo con la secundaria en las aulas del Liceo La Miranda y aprendió el método en la Escuela Raumsólica de Logosofía. Ejerció de vendedor, taquígrafo y contable, además de traductor. Antes de consagrarse en las letras, levantó adoquines en la inútil búsqueda de una verdad revelada y se negó a reconocer la esterilidad del mundo. Su fe le sitúa en el polo opuesto al de Bartleby, el amanuense de Melville, símbolo de la entropía creadora y estandarte del socorrido I would prefer not to do it. A diferencia de aquel, Mario nunca dudó: él siempre prefirió hacerlo.
Economizó la forma, no la gramática. Reinventó la supremacía del sustantivo; desechó el adorno, no la belleza; carcomió desde abajo la arquitectura social del conservadurismo egregio. Con una cascada de verbos sencillos demolió aquel “vulgo municipal y espeso”, que denunciaba Rubén Darío; no quiso ser un autómata de la originalidad ni de la quimera. Sin desmerecer la cartografía, colonizó el ningún lugar llamado Sur: “Aquí abajo / cerca de las raíces / es donde la memoria / ningún recuerdo omite / y hay quienes se desmueren / y hay quienes se desviven / y así entre todos logran / lo que era un imposible / que todo el mundo sepa / que el Sur también existe”.
Supo, desde el primer momento, que el poder no era su objetivo. Se negó a sí mismo el derecho de ser un mandarín, pensando acaso en entrar ligero de equipaje en el panteón de la rima. El hecho de que su memoria permanezca nos induce a pensar que Benedetti se convirtió en un simbólico holograma el día en que su cuerpo yacente fue enterrado en el Cementerio Central de Montevideo. Desde entonces, el poeta esmaltado a golpes de realidad nos mira socarrón por encima de su insobornable bigote.