El desorden (I)
No es que aún pueda oír a mi padre; es que aún le oigo, literalmente, en las noches de insomnio
16 septiembre, 2018 00:00PRIMERA PARTE
Mi padre dividía a los hombres en dos grupos: los que hacen lo que deben y los que no lo hacen. No es que aún pueda oírle; es que aún le oigo, literalmente, en las noches de insomnio. También oigo mi voz a través de un túnel, en una suerte de desdoblamiento. Mi voz distorsionada, demasiado aguda, acusándole de arbitrario o de críptico, exigiéndole aclaraciones. Él desprecia por sistema mi “debilidad” o mis “dudas” y se presta, a lo sumo, a exprimir su gratuita dicotomía: no importa la naturaleza de lo que deba hacerse, solo importa si efectivamente se hace; eso y nada más, remata, distingue a los seres humanos.
Siempre interpreté tal banalidad, o tal brutalidad, como una forma retorcida de llamarme inútil. En realidad, todas las palabras que mi padre me dedicó en vida podrían reducirse a lo mismo una vez depuradas: Hijo, eres un inútil. Lo que me ha dicho una vez muerto no varía en sustancia.
Un día flaqueé, lo reconozco, e intuí la presencia de una herencia valiosa en sus pobres asertos, de una enseñanza genuina y estimable que hasta entonces me habría pasado desapercibida. Ocurrió después de mi primer crimen, tan poderosamente me invadió la certeza de estar cobrándome una deuda antigua e injustificable, de estar tomando al fin el mando de mi vida al acudir a un destino que, paradójicamente, me sobrepasaba.
La certeza de haber hecho lo que debía hacer. ¿Contento, padre? Con toda intensidad se hizo evidente, asimismo, que, una vez atendido el destino, lo de menos era lo que había hecho. Sentí otras veces esa paz engañosa de la recompensa, incluyendo la sombría reconciliación con quien me dio el apellido que me persigue, que es a la vez el nombre de la ciudad que también me persigue: Barcelona. Sentí la paz cada vez que tuve que actuar. Al menos hasta que una mujer cuya existencia no me consta se interpuso en mi camino.
Por razones que no hacen al caso, pasé la Navidad de aquel año a solas y encerrado en mi apartamento de Enrique Granados. Desde allí codiciaba el clamor que llegaba de afuera, las risas y ajetreos, el zumbido de las bombillas de colores, el enjambre engalanado. Sin embargo, di en enterrar la torturada testa en la novela rusa del diecinueve, quién sabe si en busca de miserias mayores que la mía.
– ¡Una vida estéril, la del pobre Iván Illich, y aun así hay esperanza! –exclamé, y apenas reconocí mi propia voz.
Era Nochebuena. Media España la pasaba mirando el televisor; yo miraba el teléfono, que se negaba a sonar.
¡Cambio a Tolstoi, Dostoievski, Gogol y Turgueniev, que ya es cambiar, por algo verdadero! La pasión que un día se desperezó en los ojos de Sharon Stone, por ejemplo. ¿Cómo? ¿Que de todos modos sigo en la ficción? No, pues ella es a un tiempo ficticia y real. Y ya puestos, confesaré arrepentido que desaproveché en su día una preciosa ocasión de verla en persona. Estúpido de mí, preferí que no se encarnara delante de mis narices, lo que no deja de ser preocupante. Ocurrió en Miami hace muchos años.
Yo apuraba un scotch minúsculo junto a una desconocida de acento venezolano.
– ¿Qué tú quieres, mi amor?
No hay que engañarse con lo de “mi amor”; se lo había llamado antes, sucesivamente, al camarero, al disc-jockey, a un pedigüeño.
–Quiero algo escocés que dure más de treinta segundos. ¿Y tú? ¿Quieres otra copa, mona?
– ¡Chévere!
Ahora me doy cuenta de que era joven. Entonces no lo sabía y creía que era tarde para todo. Estaba en el bar de moda, en el corazón de Miami Beach. El propietario era un dominicano amanerado que a eso de las dos de la mañana se transformaba, sacaba una pandereta y entretenía a la concurrencia. Pues bien, ahí pasábamos el rato con Rubén Blades de fondo cuando irrumpen en el local cuatro cubanos en trajes de Armani.
– ¡Es ella, chico!
– ¡La mismita Sharon Stone, brother!
– ¡Está con Stallone, tú sabes!
–Who cares Stallone?
–Yeah, that’s right. She was looking at me!
–Lo soñaste, mijo.
¿Y qué hago yo? Yo que sí había soñado tantas veces con ella, yo que llevaba, y llevo, su fotografía en la cartera junto a la estampa de Santa Lucía (memorable actitud de sonriente desafío –Sharon, no la santa–, vestida de blanco y fumando en Instinto básico). Pues bien, lo que hago yo es quedarme allí clavado, frente a la barra, sin mover un músculo, mientras todos abandonan el local. La venezolana se esfuma antes que nadie, y hasta el gato del dominicano sale disparado de una trampilla, enloquecido por el guirigay.
Yo, como digo, nada. Catatónico, me concentro en el fondo del vaso, estudio las gotas amarillas mientras me desprecio por mi pasividad. No hay duda, están filmando ahí fuera, porque de pronto la luz blanquiazulada de unos focos mancha la botellería de la pared y proyecta ante mí una sombra fragmentada. Mi propia sombra, que me interpela: ¿Por qué me privo de la visión de Sharon Stone en carne y hueso (pero sobre todo en carne, y en demonio, y en mundo)? ¿Qué abyecto, importuno y opuesto vector me inmoviliza?
– ¿Qué te pasa? ¿Prefieres la realidad virtual? –susurra una voz femenina en mi cogote. Respondo sin girarme.
–Lo siento, no puedo moverme. Temo acabar convertido en estatua de sal.
–Ya eres una estatua.
Pero ahora hemos de volver a aquella Navidad, libresca a mi pesar.
(Continuará)