Calibre 47 [Cut-up story] /DANIEL ROSELL

Calibre 47 [Cut-up story] /DANIEL ROSELL

Manuscritos

Calibre 47 [Cut-up Story]

Confesiones de un fanático de los cigarros habanos, esa máquina perfecta de matar despacio, a un hipotético 'yo' imaginario

25 agosto, 2018 00:00

“Cuando sea mayor, fumaré opio”.

William Burroughs

No sé cuándo me convertí en un adicto. Sucedió, eso es todo. No hay mucho más que explicar, salvo que venimos al mundo solos y nos vamos solos. Mientras tanto, además de una patada en el culo para que salgamos pronto del vientre materno, nos tienen preparado un cheque al portador para pagar las primeras adicciones. El saldo se agota enseguida. Vivimos desde entonces sólo para cubrir carencias sucesivas: comida y abrigo, afecto, cobijo. La lista es infinita.

Aún así nos desvivimos por añadirle más capítulos y sustancias: unos eligen el café, otros el queso --lo confieso: es también mi caso--, algunos el chocolate y una aristocracia selecta se inclina por el sexo, la droga más cara de todas aunque siempre parezca ser la más barata. Después hay que considerar las resinas blandas habituales y las duras, que son las que terminarán con nosotros, convirtiéndonos en sombras. Llegamos al mundo con carencias y nos vamos con necesidades. Una puta estafa. La vida sólo es una forma de llenar el vacío entre ambas, un periodo entre dos paréntesis.

¿Por qué se convierte uno en un adicto? ¿Cómo es el proceso? Son buenas preguntas. Yo me las hago cuatro veces al día como mínimo, más o menos después de cada comida. Antes, cuando fumaba en casa, no pensaba demasiado en todo esto. Siempre he vivido en domicilios más bien diminutos y se puede decir que mi vida navegaba entonces en un mar de humo: las densas volutas del habano eran mi ecosistema natural, el único aire que respiraba, el alimento del que me nutría. El horizonte de cada amanecer, cuando la certeza de que un día llegará el final es más cierta. Los efectos del consumo han sido devastadores. Mi salud comenzó a resentirse. Las paredes del cuarto se tornaron de color marrón, igual que un sauce de madera mojada. Los lomos de los libros empezaron a amarillear.

Vivía dentro de un océano de nicotina, igual que dentro de la galera de un barco abandonado. Durante una época, mientras sólo yo era quien ocupaba la habitación –la soledad es el estado natural del hombre, dijo Pascal– estas incomodidades no me importaron en exceso. Pero cuando comencé a compartir la casa –y los correspondientes gastos– las cosas cambiaron. Uno está dispuesto a habitar con sus propias miasmas sin problemas, pero no es nada receptivo a las de los demás.

Tomé entonces una decisión: trataría de fumar en la calle para conservar limpias las paredes de la casa, recién pintadas de un blanco que es como un grito silencioso. Este compromiso me ha obligado a cumplir un ritual: varias veces al día, sin faltar una, hago con disciplina de monje budista este recorrido sagrado. Sigo los pasos iniciáticos. Bajo a la calle, empuño el habano –esa máquina perfecta– con la mano izquierda, le corto la cabeza con la derecha usando mi famosa guillotina jacobina e incendio una obra de arte. Igual que un nihilista.

Regreso entonces al paraíso. La dosis de nicotina me llena la boca –los puros se testan con el paladar, no con los pulmones– y el tiempo se detiene. Mi cuerpo queda suspendido. La misa de la nicotina dura media hora. A veces más. Los fumadores de puros, además de hedonistas, somos gente muy paciente. Es necesario bajar a la calle preparado para pasar un largo rato. Generalmente yo lo hago con música. Unas veces es Bach, otras algo de blues pantanoso, pero la mayor parte del tiempo me dedico a escuchar en un bucle eterno The House of the Rising Sun en la versión de The Animals. Un canto salvaje y terrible, mercurial. La canción habla del mundo de los prostíbulos de Nueva Orleáns, el hogar de Ignatius, uno de mis lejanos héroes de la infancia. Los oídos quedan entonces atrapados por el muro de sonido. La mente se para. Toma un descanso. Se desprende.

Entonces es cuando reparo en la evidencia: mi vida, hasta hace poco tiempo ordenada, casi vulgar, es ahora la vida de un yonki. Sin proponérmelo, soy un vagabundo que camina solo por las calles del barrio, entra en los bares, sale casi de inmediato –en ellos tampoco se puede fumar ya sin incumplir la ley–, persigue miradas por las esquinas y deja la imaginación volar. La vida, en el fondo, consiste en esto: bajar, consumirse y ascender. Del cielo bajas al infierno. Subes otra vez y te estrellas. Es así.

La necesidad nunca mengua ni la rueda del tiempo se detiene. Prácticamente almuerzo para fumar con el estómago lleno. Es una sensación agradable. Te sumerges en la música y apagas el ruido de tu mente con el humo. Olvidas. La droga te ayuda, igual que una muleta, a sobrellevar el calendario. Aunque te mate. En mi caso ha pasado de ser un placer íntimo a convertirse en un ceremonial social que perpetro ante los ojos sonámbulos de todos.

Cada vez que salgo a la calle a ejercer este rito me encuentro a gente que conozco, que alguna vez he visto o a amigos de amigos que me hacen la misma pregunta. ¿Qué haces? El puto yonki, contesto. Nunca me creen, pero es sólo porque piensan que los yonkis dejaron de existir en los ochenta. No es cierto: todos somos, de una manera u otra, esos drogadictos necesitados que esperamos al dealer bajo el aguacero. Lo esperamos, pero el tío no llega nunca. 

Entonces me acuerdo de lo que decía Burroghs: “Cuando sea mayor, fumaré opio”. ¡Ah, los sueños de infancia! Supongo que debo haber llegado a la encrucijada. Ya he superado los cuarenta, que es la edad de todos los arrepentimientos posibles. Y sé muy bien que no será el opio quien me mate. Mi verdugo, elegido de forma consciente y suicida, será el tabaco. Una bala de 216 milímetros. Calibre 47. Un glorioso Partagás del nueve. Un asesino vestido con un traje de humo blanco.