La barahúnda de los pájaros invisibles (y IV) /DANIEL ROSELL

La barahúnda de los pájaros invisibles (y IV) /DANIEL ROSELL

Manuscritos

La barahúnda de los pájaros invisibles (y IV)

Cuarta y última entrega del relato de Juan Carlos Girauta para #LetraGlobal

11 agosto, 2018 23:55

La barahúnda de los pájaros invisibles. Esta tarde, en el claustro, absorto en la contemplación de los cisnes, te sientes de repente culpa­ble, sin que ello tenga nada que ver con la mala conciencia de la resaca. Te obligas a observar las efigies sagradas, a contar las tumbas centenarias sobre las que caminas. El griterío de unos colegiales te libera momentáneamente. Te impones un interés erudito y lees, una por una, las inscripciones en latín. Regresas junto a los cisnes.

Santa Rita sigue cosechando más devoción que ningún otro santo, a juzgar por las numerosas velas rojas, por las mujeres que se arrodi­llan frente a su talla. Con nitidez morbosa imaginas el cáncer del mari­do, la adicción del hijo, el desahucio inminen­te, la ruina familiar. El estra­go moral que padeces es evidente. Tienes miedo, y no se te ocurre otra cosa que desear con todas tus fuerzas los imposibles que están siendo implorados a unos pasos de ti, como si fueran ciertas las desgracias que acabas de idear. ¿Y si así fuera? Estás frente a la anciana que vende lamparillas votivas. No irás a ponerle tú también una vela a Santa Rita. Y por qué no. La vendedora espera y te observa. Entonces reparas en el tubo de neón que ilumina su puesto diminuto, en que hay papel pinta­do y un calenda­rio atroz detrás del mos­tra­dor. 

Has llamado a Beth, pero ha rehusado darte explicaciones sobre su brusca marcha de Xampú Xampany. Al men­cionar la mutación que su aspecto había sufrido al salir del lavabo, solo ha dicho No sé en qué andas metido, pero te has equivo­cado conmigo, y ha improvisado una excusa para colgar. Después ha sido imposible volver a comunicar con ella, parapetada tras su propia voz átona en el contestador. Desistes y permane­ces tumbado en la cama. Atraviesas por una pesa­dilla de geometrías diabólicas, de afiladas aristas, alimentada por el torna­sol de un atardecer prema­turo.

Las almohadas por el suelo y el embozo estrujado a los pies hablan de la dificultad con que has regresado a la vigilia. Enciendes la radio y vas moviendo el dial. Los diferentes pro­gramas se te antojan emitidos por una sola voz, múlti­ple y estulta, que conjuga los detalles del último aten­tado terro­rista con un coloquio sobre la depresión, los vati­cinios de una vidente, la enésima versión de Help, el peligro de las sectas, la deserti­zación; un sujeto al que presentan como filósofo —sin que proteste— cree refutar la teoría del fin de la historia pero sólo logra destrozar la sintaxis castellana. Dejas una pieza de Michael Nyman y su circularidad desafiante te devuelve a las imáge­nes de la pesa­dilla, así que apagas el aparato y te levantas. Sin despere­zarte, sin detenerte ante el espejo del recibidor, agarras el abrigo y te echas a la calle.

Siempre el Barrio Gótico. Deambulas sombrío, evitas la Catedral y su claustro. No así la barahúnda de los pájaros, que oyes confundida con la reverbe­ra­ción de unos arpegios de cuerda desconocidos. Al echarle unas monedas al guitarrista, preguntas: ¿Qué música es esa? No responde pero, mientras continúa con su pieza, te lanza una mirada de elocuen­cia, como si de alguna forma muda y rotunda te hiciera saber título y autor siendo lo de menos las pala­bras precisas que los identi­fican. Una cristalera opaca te devuelve tu aspecto desolado.

Se te ocurre la descabe­llada idea de que todo lo que ignoras está cobrando peso sobre tu cabeza y que por tanto perecerás aplastado, sin que concu­rra a apun­talarte, sin que te afirme, todo aquello que sabes, que queda en una anécdota insignifi­cante. Si no existe un testigo universal —como vienes sospechando—, si solo tú presencias tu acopio incesante de mundo, de conocimiento, entonces la compa­ración entre lo que sabes —o tienes, o ha entrado en ti— y el resto del universo, jamás se llevará a cabo por falta de sujeto activo. La segunda conclusión es que, a la vez, tú eres parte de nada. Soy parte de nada, repites en voz alta. Des­lastrado por la certidumbre de tu inexisten­cia, notas cómo tu cerviz se yergue y tu paso se apresura. Recorda­rás esta engañosa sensa­ción cuando, más ade­lante, analices el modo sutil en que el mal intentó ganarte. Admitirás que con Beth operó de forma más grosera e igual de inefi­caz. Aunque es proba­ble que a ella el mal únicamente pretendiera ahuyentar­la, y eso sí lo había conseguido con facilidad.

Un jueves por la tarde, para guarecerte de la lluvia, entras en el cine Astoria. Kevin Costner encarna a un valiente fiscal que se enfrenta al sistema. El efecto hipnótico de toda proyec­ción se acentúa por tu estado y por un montaje trepidan­te, un desfile de encuadres vertiginoso. Es allí donde todo se te hace evidente. Experimentas un fenómeno de hiperactividad cerebral; con los años lo irás equiparando, al recordarlo, a la euforia de la cocaína, al trance, a la revela­ción. No sólo sigues la trama, valoras los aspectos técni­cos de la película, te anticipas a los golpes de efecto del guión, recuerdas fechas y detalles histó­ricos de los hechos que se recrean en pantalla; no sólo espías a la pareja que tienes a tu derecha —analizas sus perfiles, te arries­gas a especular sobre sus vidas, consideras el modo en que se visten—; no sólo traduces mentalmente los diálogos tratando de devolverlos al original; no sólo estás pendiente de la calidad del dobla­je, de si los movimientos labiales de los actores se corres­ponden con lo que oyes; no solo repasas y declamas para tus aden­tros largos pasajes del Cancionero de Juan del Encina.

También orde­nas los sucesos de las últimas semanas. Cuando aparecen los títu­los de crédi­to te levantas, pasas por delan­te de la pareja de tu derecha, le susurras a la muchacha ¿Cómo puedes abrazar a ese cerdo?, y enfilas el pasillo cen­tral con la respiración agita­da y con­vencido de la adscripción de Irma, Beatriz y Ramón a alguna secta o grupo satá­nico. Ya no llue­ve. Caminas hasta casa de Oriol, a quien supuesta­mente has querido ayudar desde el principio pero a quien has evitado por sistema desde el primer encuentro con la mirada de Irma. Pero Oriol no abre la puerta porque yace sin vida en la sala de estar, rodeado de velas que se han extin­guido, de signos infa­mes en suelo y paredes. Lo sabrás dos días después por el telediario, se lo explicarás todo a la policía y seguirás yendo al claus­tro cada tarde persua­dido de que la ba­rahún­da de los pájaros invisi­bles ha sido, es y será tu alego­ría del mundo, el ruido de las voces de todos los hombres hablando a la vez, tal y como ocurre desde siem­pre; el bien y el mal obscenamen­te entrelaza­dos en una maraña infinita y absurda.