La barahúnda de los pájaros invisibles (II) / DANIEL ROSELL

La barahúnda de los pájaros invisibles (II) / DANIEL ROSELL

Manuscritos

La barahúnda de los pájaros invisibles (II)

Segunda entrega del relato de Juan Carlos Girauta para #LetraGlobal

29 julio, 2018 00:00

Sucede un sábado. Con un plano de Barcelona en ristre, y aire despistado, te plantas ante ellas haciéndote pasar por extranje­ro. La treta fun­ciona. Irma y Beatriz, Beatriz e Irma, aprovechan para desempolvar un in­glés quizás apren­dido en las monjas de San Gervasio. Tú imitas el deje de Boston. Sólo un nativo podría desen­masca­rarte. Te pretendes incapaz de cons­truir una frase entera en castellano, más incapaz aún de entender los esporádicos comentarios entre­cru­zados que consti­tuyen tu auténtico centro de atención. Antes de una hora estáis en El Casinet merendando. Te descubres usando con Irma mira­das que, al ser devueltas, detienen el tiempo.

Por un momento crees que la conexión es dema­siado intensa. Te preocupa, sin funda­mento, que te adivine el dis­fraz del idioma. Temes, desde un abismo interior, caer subyugado. Las invi­tas a cenar. Acep­tan, no sin que antes Irma venza las reticen­cias de Beatriz. Lo que presumes abomi­nable, la trama que a espaldas de Oriol vienen ur­diendo los dos polos sentimen­tales de su vida, comien­za a desprender, por lo que hace a Irma, un olor a peca­do, un morte­cino destello de perversión que te fascina. Aunque no quieras reconocerlo toda­vía. Cenáis en el castillo de Montjuic, como corresponde a los gustos de un supuesto turis­ta. Por supuesto dices ser de Boston, ciudad que recreas sin proble­ma. También dices ser pianista, mentira cuyo único fin es sacar a Oriol a colación en la conver­sación paralela, la que asoma de vez en cuando en ­español. Lamentarás haber usado ese anzue­lo cuando, de copas en La Vaquería, te conminen a tocar.

Te excusas, arguyes sin convicción falta de ensayo, aversión a actuar en bares; ellas insisten. Te lo juegas todo a una carta y tocas —y can­tas— el único tema que dominas lo sufi­ciente como para pasar, con suerte, por profesional. El problema —o la ventaja— es que Your Song es también, por así decirlo, la canción de Oriol. Él te la ha enseña­do, a él se la has escuchado más de cien veces. En la última estrofa estás a punto de incurrir en un error que podría delatarte: elevar la voz una octava tal como hace él, en versión libre que prefieres al original.

Pero todo sale a pedir de boca: la ejecu­ción es convincente; el pia­nista de la casa, herido en su orgullo, te invita a abando­nar el tabu­rete de terciopelo rojo, atajando cualquier nueva petición. Además, Irma se ha quedado embobada con Your Song; no en balde sale con Oriol. Ellas hablan al fin abierta­mente de tu amigo una vez con­cluidas las felici­taciones, las zalemas al extran­jero que les canta, que las invita cenar, que les paga las copas. Durante un buen rato se olvidan de ti, hartas de su propio inglés fatigoso. No sabes si molestarte por la descortesía o felici­tarte por haber logrado tu objeti­vo, por poder escu­char a tus anchas lo que tienen que decir. Irma te mira y, cada vez, el tiempo se vuelve a detener.

Esa noche sueñas con pájaros, con desolación, con innom­brables traiciones. Durante unos días descuidarás tus asuntos, violarás tus horarios, beberás. Sin excesiva lógica, que las protagonistas de los afligidos monólogos de Oriol se encarnen en tu claustro, y en tu presencia, y jun­tas, te aboca a esta conclusión: algo se re­quiere de ti. No ac­tuar, desentenderse, es tanto como una omisión de socorro. Te dices que eso no sucederá, aunque sólo sea porque se lo debes a él, aunque sólo sea... por la imposi­bilidad de dejar de visitar el lugar al que ellas también suelen ir, trastornando la barahúnda de los pája­ros. En el fondo ya no es el claustro lo que te convoca —¿No llevas más de una semana sin acudir?—, sino Irma. Tus ideas se mueven en círcu­los concén­tricos y en sentidos contra­rios y, en tu mente, la fidelidad hacia Oriol nunca se cruza con las recu­rrentes imágenes que, muy a tu pesar, te unen al cuerpo de la mujer cuyas miradas detienen el tiempo. ¿Todavía no admites que has perdido la volun­tad?

Lo más alar­mante que oíste en La Vaquería hacía referen­cia a “castigar” a Oriol, y el diálo­go en que se pronun­ciaba esa palabra se nutría de frases de momen­to sin sentido para ti. Pero hubo algo menos inteligi­ble aun; sentencias que, a pesar del tono casual en que fueron pronuncia­das, se te antojaron emitidas en una lengua muerta. Por otro lado, quisiste memori­zar lugares, fechas, hábi­tos, en previ­sión de futuros segui­mien­tos. Si necesi­tabas encontrar a Irma, dejando aparte el recurso al claustro, donde tarde o temprano reaparece­ría, por lo pronto contabas con un dato: la novia de Oriol había quedado con alguien, la noche de  Reyes, para cenar en el Agut.

Cinco de enero. Estás en el restaurante de la calle Avinyó con Beth. Ni rastro de Irma. Empiezas a temer que el encuentro casual no tendrá lugar. Vas retrasando el momento de pedir la cena. Otro par de finos bien fríos, por favor. A Beth no se le escapa el detalle, ni la insistencia con que consultas el reloj, ni tu girarte sin disimulo hacia la puerta. Sonríe. ¿Su­giere que sabe lo que esperas de ella, que se avie­ne? Mien­tras habláis de sus pro­yectos y, sobre todo, de cómo se ha conver­tido en una actriz de renombre mientras tú esta­bas fuera, una comunión antigua se restablece. Quizá el acto de estar utili­zándola, tan sim­ple, tan íntimo, haya demolido el dique de cuatro años de ausencia para que vuestros fluidos se reco­noz­can. 

[Continuará]