Y la iglesia se quemó
El relato de las reflexiones y remordimientos de un cura en plena Guerra Civil española
24 junio, 2018 00:00Doneduardo siempre había creído en la predestinación. Bien sabía que eso era cosa de protestantes, de los seguidores del maligno Calvino, un buen católico no nacía predestinado sino que tenía hacer buenas obras para alcanzar el cielo, previo paso por el purgatorio. Cuando estudiaba en el seminario nunca entendió el asunto de las indulgencias, lo de las obras y demás patrañas, pero por temor a sus superiores jamás preguntó su gran duda: Si nacíamos libres de pecado era porque Dios nos había ya elegido, entonces ¿por qué tenemos que demostrar en vida que no somos pecadores? Él siempre creyó que estaba predestinado a ir al cielo, hiciese lo que hiciese, pecase lo que pecase. Pero ese momento tenía que ser único y llegado desde arriba. Era como el designio de la espada que a todos, en un momento u otro, nos iba a caer encima para partirnos la cabeza por la mitad.
Cuando estudiaba latín, había encontrado en la historia del adulador Damocles en la corte del tirano Dionisio, que tan bien relataba en sus Tusculanas el sabio Cicerón, la mejor manera de explicar por qué el rico era rico y el pobre era pobre, y por qué nada debía cambiar. Nadie tenía que ocupar el sitio que no le correspondía, porque si lo intentaba o tan sólo lo deseaba, la espada de la justicia divina –que tan solo se sostenía por la crin de un caballo– le podía caer encima. En la Biblia todo eran palabrerías, que si Pedro le dijo a Pablo que si Pablo le dijo a Pedro, tonterías. Cicerón, sí señor, Cicerón, había que leer a Cicerón.
Uno nacía predestinado para ser lo que tenía que ser y punto. Por eso siempre que podía soltaba a cualquier hombre, que creía él que sentía el deseo de ocupar un sitio que no era acorde con su origen, la moraleja de la espada de Damocles. Aún más, estaba convencido que esa enigmática espada la sostenía Dios en su mano, y que si alguien se moría antes de tiempo por la causa que fuese, era porque el justiciero Dios había decidido que así tenía que ser, pero no por capricho divino, sino porque el individuo había transgredido con su cuerpo o en su fuero interno el orden de la vida, había anhelado más riqueza, más poder o la mujer del prójimo. Así de sencillo, no había otra explicación.
Al salir del seminario y recorrer media provincia, Doneduardo prefirió dejar de dar vueltas y quedarse con la parroquia de Paymogo. Como buen puebleño – pensaba él– Paymogo era un pueblo con muchas almas descarriadas, pecadores en vida, medio portugueses todos. Los predicadores que venían por Semana Santa a soltar sus sermones de pasión y a llevarse un buen dinerito del cepillo de su iglesia, decían siempre lo mismo, que no habían visto otro pueblo igual, que los paymogueros estaban aún por cristianizar, que con la excusa del campo no iban a misa ni siquiera los domingos, salvo las mujeres de los ganaderos más ricos, qué católicas eran todas, qué meriendas, qué guisos hacían sus criadas. Predicadores, glotones, qué sabían ellos, sabihondos de medio pelo.
Con el trabajo que le daban, en el confesionario y en sus casas. Malos pensamientos, ardientes deseos, Doneduardo que no puedo, que lo sigo y lo veo. Que mi marido se lleva a la criada al cuartillo y la agarra como una oveja, que lo veo Doneduardo. Hija, no te lo guardes, pero perdónalo, es tu marido y es bueno que para hacerlo sin el cariño de Dios que lo haga con la niña o con una oveja o con una burra o con una cabra, que lo mismo da. Y un día con una y otro día con otra, no podía más, tantos cuentos, tantos cuernos, tantos calores.
Ya en la casa parroquial tomaba a su Inesilla y se daba el refregón que necesitaba. ¡Ay por Dios, Doneduardo, y dice usted que no es pecado! Inesilla no seas tontilla, si lo fuera ya nos habría caído la espada. ¿Y desde cuando Inesilla me levantas la sotana? ¿Te acuerdas? Si eras una niña, y ves, no nos pasa nada. ¿Por qué? No molestamos a nadie ni deseamos a nadie ni ser más ricos ni nada más, yo soy el cura y tú la criada, somos humildes siervos del Señor, comemos juntos pero dormimos cada uno en nuestra cama. Es la vida perfecta, enseño la palabra de Dios, calmo los malos pensamientos de las mujeres de este pueblo tan miserable, que tan malos son que hasta a mí me alteran, por eso Dios me envió a ti, para que no cometiese ningún pecado ni dejase la vocación. Bien sabes que yo a los niños ni tocarlos, que no soy como los maricones del seminario ni como esos curas que tú tan bien conoces que tocan y tocan y no dejan de tocar a los monaguillos y palpan el culo y el pito a los chiquillos.
¡Ay Inesilla! ¿cuándo podremos retirarnos en nuestra Puebla? ¿Qué malos tiempos corren? Los socialistas y los republicanos en el ayuntamiento, los conservadores escondidos, sus mujeres desatendidas, la iglesia medio vacía... Esto de ir de casa en casa me está matando. A Doñajindanga, bien sabes a quien me refiero, estaba ella en su reclinatorio y yo de pie, y la tuve que confesar allí mismo por los calores que tenía, cómo suspiraba, y no te cuento más que no es necesario. La otra, la señoritinga que no hay quien la case porque es de armas tomar, está todo el día con el escapulario en el pecho y achuchando a las criadas, por delante o por detrás, que por los dos sitios le gusta igual. ¡Ay si este humilde párroco hablara! ¡Cuántos golpes se dan en vano en el pecho!
Desde que había triunfado la República los casinos se llenaban por las tardes. En la Candelaria ya se dio cuenta que algo estaba pasando. Cuando sacaron a la virgen –la santa decían ellos- a darle las carreriñas calle El Santo abajo, Doneduardo entendió que el pueblo había cambiado. Entraron en la iglesia, medio borrachos, ni le habían pedido permiso o al menos él no los escuchó, agarraron a la virgen con el aliento que ardía a aguardiente y con las manos negras la sacaron en volandas: ¡A buscar al niño!, gritaban, ¡a buscar al niño!
Y en el carnaval de ese año se desató locura. Venía él de casa de Doñajindanga, de escuchar a la niña en el piano, cuando le cayó encima un saco de harina. Las Chupas, malditas sean, ellas y las madres que las parió. Un dominico, parecía un dominico, un perro del Señor. Sólo oía risas y más risas de aquellas desdentadas blasfemas. Todo había empeorado –pensaba Doneduardo– desde que los socialistas quitaron la alcaldía a Pablo, el hermano republicano de Felipe, el maricón, lo habían largado del ayuntamiento por conservador, decían.
Y Fernando, el nuevo alcalde, era un inútil. Había permitido que la Casa del Pueblo no fuera la de Dios sino un casino allí abajo donde paraban las camionetas. Se subían en las mesas y daban mítines. Que si la libertad de los pobres, que si las tierras que habían robado los ricos, que si el cura se acostaba con su criada, que si un fandango de contrabando. Lo había hablado con Donsebastián y con algunos muchachos del pueblo, que aunque borrachos eran de buena familia, si en Paymogo había alguna que mereciese esa consideración. Habría que dar una lección a esos bravucones socialistas y a los tontos republicanos que les aplauden por delante y los critican por detrás, ateos, irreverentes, anticlericales.
El 19 de julio del treintaiséis Doneduardo recibió un telegrama del cura de la Puebla: “Queipo toma Sevilla”. En casa de Donsebastián no sabían nada, y en la de Donjuan tampoco, y en la de Donpedro menos. Por la tarde le avisaron que bajase al Conservador. En uno de los reservados estaban sentados con el alcalde. Habían recibido la orden de tomar el ayuntamiento y Fernando negociaba con ellos qué hacer con los socialistas y los republicanos, dejar unos días a ver qué pasaba, o hacer un paripé. Nunca lo olvidará, qué días más intranquilos, qué calores. Cada mediodía, cuando volvía a casa veía a su Inesilla, tan blanca, sudando, y más calores todavía. La tenía mareada, Doneduardo qué le pasa, que no me deja hacer nada, que está usted muy nervioso, no vayamos a tener un susto, que después le da una cogestión y se queda pa’echarle azúcar a las tortas.
Fue una noche, la del 20 o la del 21, cómo he podido olvidarlo –se pregunta ahora, unos años más tarde mientras espera que caiga su espada–. Me aporrearon el postigo. Carreras, gritos, Doneduardo, Doneduardo, que la iglesia se quema. Se vistió como pudo y se quedó mudo en la puerta de su casa. La lengua de fuego salía de la media luna, vomitaba por encima de la sacristía. Agua, agua, agua. Sacaron lo que pudieron, papeles y poco más. Se quemó casi todo, a la Magdalena la trajeron ennegrecida. Lo demás salió ardiendo.
Sus calores eran fuego, y se marchó calle abajo en busca de quien fuese, pero esto no podía quedar así. Doneduardo, le paró la Chispa, que dicen que han sido unos santabarberos. Qué más da Francisca, rojos son unos rojos, ateos, asesinos, gritaba mientras se le escapaba una saliva blanquinosa a borbotones, los ojos como puños de sangre y su mano agarrándole debajo de la sotana los imperativos teológicos de su entrepierna. Chillaba, cocaba, le dolían sus partes, y aún se apretaba más.
Pasaron los días, las semanas. Lo pensó con cuidado, lo habló con ellos, con los jindangos, con el teniente que llegó de Huelva. Doneduardo hará usted la primera lista, hay que dar un escarmiento. Le recordaron que no podía poner a ningún concejal ni de antes ni de ahora, ni socialista ni republicano. Ya vería qué se hacía con ellos. Que se escapasen a Portugal que ya irían a buscarlos, que se los llevasen a Huelva.
Sentado al fresco en su patio fue anotando uno tras otro en un papelillo. A las Chupas las primeras, blasfemas. Al Joroba, Antonio el del camión, porque tuvo que ser él el de la gasolina, y al tontillo que trabajaba con él porque la llevó... Y así, como el cuento de los dedos y el huevo, escribió una cara del papel con todos los nombres, lo dobló y le dijo a Inesilla que lo llevase a Donjuan. Les había llegado la hora, les iba a caer la espada de Damocles. Aún tardaron unos días, primero pasearon a las mujeres por la calle, qué valientes estos paymogueros, sacarlas de ese modo, rapadas y con las barbas cayéndoles por las piernas. Y por fin, Doneduardo, Doneduardo, que se los llevan a Santa Bárbara, que los están fusilando.
Y ahora con este silencio, que no sé si callan para que me cure o porque ya estoy muerto, caigo en la cuenta que era Dios el que mandaba la espada, cómo se me ocurrió hacer la lista, ahora entiendo por qué me he devorado por dentro, no me ha enviado la espada ni me la va a dejar caer, ahora con este silencio que huele a podrido lo entiendo todo, me ha dejado viejo y en casa para que los gusanos me devoren en vida, pero mientras me queden fuerzas me agarraré mis partes para que no se las coman, que son mías... Inesilla ¿donde estás? Y por fin, la iglesia ¿se quemó?