Letra Clásica
Escritores ucranianos: presagios de la tragedia
El mejor escritor ucranio actual puede que sea Yuri Andrujovich, un nacionalista convencido, en un territorio que ha generado autores como Babel, Von Rezzori o Schutz
6 marzo, 2022 00:00Es probable que el mejor escritor ucranio actual sea Yuri Andrujovich (Ivano-frankivska, Ucrania, 1960), con el que la prensa española está contactando para que dé sus impresiones sobre la guerra. Lo que sé de él, por el par de horas que pasé con él en el año 2006, por lo que le he leído, y por lo que estos días está diciendo a los periodistas españoles, es muy ilustrativo y acaso ayuda a entender la situación pavorosa de su país, cuyas peores pesadillas no acaban sino de empezar –recuérdese Chechenia, lo más probable es que lo que pasó a Grozni le va a pasar a Kiev—. Fue república independiente desde 1991, y antes había sido parte de los imperios ruso y austrohúngaro y de Polonia, y muchos siglos antes fue El rus de Kiev, o Russia o Rutenia. De ahí que los grandes escritores nacidos en tierras que hoy son ucranianas, escribiesen en ruso, como Gogol, Isaak Babel o Bulgakov, o la pareja formada por Ilf y Petrov; en alemán, como Joseph Roth o como Gregor von Rezzori; o en polaco, como Bruno Schutz.
El editor Vallcorba, que acababa de publicar Mi Europa y El último territorio, me pidió que presentase al autor ante el público de un festival literario en Barcelona. El libro es excelente, me presté al acto. Sucedió que, como no compartíamos idiomas, el centro ofreció un intérprete ruso-español, o ruso-catalán. Andrujovich se negó rotundamente a hablar en ruso. No es que no dominase el idioma, que había aprendido en el colegio, sino que detestaba todo lo que oliese a ruso. Hubo que buscar un intérprete de ruteno, o ucranio, y como no lo había en Barcelona se alcanzó el siguiente compromiso: él hablaría en alemán, idioma que sí dominaba con fluidez, pero yo no, y el CCCB aportó un intérprete de alemán al catalán… No quedé muy satisfecho, la verdad, de aquel encuentro.
En El último territorio, que consiste en una serie de ensayos de diversa temática más o menos relacionados con el título, recuerdo sobre todo uno, especialmente impresionante, que trataba sobre el legado del pasado del que los ucranios como él podían reclamarse, de manera similar a que los catalanes sienten muy suyo, según parece, el arte románico o la arquitectura de Gaudí, y los andaluces la Alhambra y el cante jondo. Buscando ese referente, ese capital simbólico, ese legado, Andrujovich sólo encontraba “ruinas”: ruinas de castillos destruidos, de ciudades arrasadas, ruinas de Chernobyl, en fin, toda clase de ruinas. Hay en el libro una enumeración exhaustiva como una letanía, de marcas geológicas, de esqueletos de animales prehistóricos, de bastiones militares demolidos, de búnqueres abandonados y pestilentes a orina, las miríadas de fósiles tapizando el lecho de un mar desecado, etcétera: las únicas posibles señas de identidad de un país torturado por la historia. Ruinas.
Tanto por el libro como por la charla que sostuvimos y su rotunda negativa a hablar en ruso, comprendí que aquel escritor era tremendo nacionalista, y ahora lo veo confirmado por las cosas que dice en la prensa. A Justo Barranco, por ejemplo, le dice que su pueblo resistirá al invasor, que “la OTAN es nuestro objetivo, es verdad”, y que hizo la mili en el ejército rojo en los años 1983 y 1984 “y en ese ejército los ucranianos eran siempre los mejores. Los rusos no pueden luchar tan bien. ¡Venceremos!”. Es la clase de frases que a los lectores occidentales les encanta leer, siempre y cuando no se les pida que, ya que tanto admiran el heroísmo del pueblo ucraniano y de su presidente, y lo consideran ejemplar, vayan para allá a luchar codo con codo. ¿Dónde queda, si no, el imperativo categórico kantiano?
La ruinosa Lviv
Diez años más tarde conocí a otro escritor ucranio, de muy distinto fuste, Andrei Kurkov (1961). Compartimos durante cuatrocientos o quinientos kilómetros un taxi para llegar a Lviv.
Tuvimos tiempo para hablar. Kurkov había nacido en San Petersburgo pero vivido siempre en Ucrania, donde trabajó como celador en una cárcel en Odessa, mientras escribía “para el cajón”. De pronto se publicó y se hizo popular de forma instantánea. En España había publicado dos novelas: en Plaza y Janés El pingüino y la muerte, fábula sobre los años de la peor crisis postsoviética en que el zoo de Kiev se financiaba criando y vendiendo anacondas a los magnates mafiosos de Kiev, que tenían ese capricho; y en Lengua de Trapo Querido amigo, compañero del difunto, la aventura de un hombre que encarga a un sicario su propia muerte y luego encuentra motivos para seguir viviendo pero no sabe cómo cancelar el contrato: le precedió en este tema Jardiel (Espérame en Siberia, vida mía) entre otros, --Julio Verne creo que también escribió algo así--, y el cineasta Kaurismaki hizo una película sobre una idea parecida (Contraté a un asesino a sueldo). Creo que no se ha traducido a nuestras lenguas El último amor del presidente, la profética novela que fabuló, un año antes del caso de Víktor Yúschenko, el envenenamiento de un primer ministro ucraniano, la anexión de Crimea y otros acontecimientos que han determinado que sus libros ya no se puedan publicar en Rusia; pero Kurkov tenía un agente en Suiza que le colocaba sus libros por toda Europa y era un hombre feliz.
Me impresionó Lviv, antes Lvov y Leópolis: una de esas ciudades de arquitectura austrohúngara, como Budapest, Viena, Praga y tantas otras en los territorios del imperio, sólo que tremendamente deteriorada, ruinosa. De aquel viaje hace seis años. Entonces ya llegaban cada día, desde el Este (Lviv está en el extremo occidental del país), familias de refugiados y algún ataúd con los restos de un chico al que habían matado los rusos en las escaramuzas de las regiones en disputa, y que traían para enterrarlo en su ciudad. Cada día. ¡Hace seis años!