Letra Clásica
César Aira: “Adoro a Peppa Pig”
El escritor argentino, Premio Formentor, confiesa su devoción por el cine y su desinterés por la política y defiende la creación literaria como una actividad apasionada
15 noviembre, 2021 00:10César Aria tiene fama de rehuir las entrevistas y, al mismo tiempo, de regalar estupendos titulares a poco que se le deje hablar. Es decir, si se respetan en silencio esas largas pausas que intercala en medio de una frase y de las que suelen emerger, efectivamente, frases que, si no son lapidarias, sí son distintas, atrevidas, a contracorriente. Provocadoras. Tras recibir el Premio Formentor, el escritor argentino levanta la vista –que suele tener perdida o entretenida en sus manos– para fijarla en su interlocutora y sonreír mientras insiste en que las mujeres son malas ganadoras y que tal vez se están pasando y que además –se ríe– le dan ganas de mandarlas a fregar.
Calcula el efecto de la provocación y la califica de broma. No tiene ganas de meterse en berenjenales, al menos en público –matiza–, aunque admite que le tienta hincarle el diente al asunto del feminismo. No desarrolla la idea, como si la reservara para alguna provocación que guarda para otro momento. Cada vez que se le plantea algún tema de actualidad confiesa que no le interesa apenas nada un mundo que va –suspira– cada vez peor. Acompaña esta actitud desengañada y desdeñosa con unos modales exquisitos, una voz tan cálida como tenue y una sonrisa burlona en los ojos que le ayuda para enfatizar sus afirmaciones. Solo en un momento pide abandonar la conversación: cuando se refiere a un episodio doloroso familiar. Cree que sus hijos apenas le leen y, tal vez como dulce y pequeña venganza, califica el oficio de su hijo – dibujante de cómics– como “mercenario de la industria americana”. Se llama Tomás, como su padre pero César por Julio César.
–No hace ascos a ningún género. Ni la ciencia ficción, ni a la novela de aventuras…
–Mire, precisamente hablando de ficción y aventuras anoche estuve viendo Spectre, la penúltima película de James Bond.
–¿Va a ver la última?
–Seguramente, claro. Me interesan, me gustan, me entretienen mucho. Dicen que es la última, que muere y que Craig no repite. Eso dicen. Y mire, mejor así.
–Fama de cinéfilo tiene.
–He sido muy cinéfilo. Fundamentalmente cinéfilo. Cuando dejé mi casa (nació en Coronel Pringles, provincia de Buenos Aires, con tres abuelos de origen español y una abuela alemana) para ir a estudiar a la capital lo que quería era ver cine, teatro, deambular por las librerías. Esa era mi vocación. Iba todos los días, todos. Lo vi todo. Luego la literatura, los hijos, me apartaron un poco, pero hace veinte años con la posibilidad ver cine en casa he vuelto a las andadas. Un desastre (pone cara de que piensa todo lo contrario). Veo a Clint Eastwood, a Almodóvar…
–¿Le gusta Almodóvar?
–Muchísimo. Me parece de una tremenda elegancia narrativa, como la de Woody Allen, que también me gusta. Hay un estilo similar entre ambos. A los dos los admiro muchísimo. Ahora, con la pandemia, el cine ha sido nuestro mejor consuelo. He vuelto a ver las películas de mi infancia, aquellas comedias de Jack Lemmon. Y más antiguas. Eso ha sido bueno. Hace unos años fui jurado en un festival de cine y como yo había traducido un libro de Simenon, con un amigo nos dedicamos a buscar todas las películas que habían hecho con sus personajes. Fue divertidísimo.
–Ha sido traductor y, a su vez, traducido. ¿Lee sus traducciones?
–Jamás. Es como los fabricantes de salchichas: nunca las comen porque saben cómo se preparan. (Ríe) No, no. De hecho intento leer siempre originales, manejo más o menos seis lenguas y cuando no alcanzo, como con la literatura japonesa o la china, entonces leo en inglés o en francés. Pero en castellano (se corrige), en español, nunca.
–Estamos en la semana de la Hispanidad. ¿Qué opina de ciertos discursos a favor y en contra del concepto hispanoamericano?
–¡Oh! Cuando yo era niño el 12 de octubre era el Día de la Raza (hace un gesto, como de tremendo disparate) y ahora allá creo que es algo como del Orgullo Americano, acá de la Hispanidad. No me interesa nada, ni las polémicas ni las declaraciones ni nadie que las haga. Supongo que son justificaciones de quienes tiene un cargo público y se ven obligados a estas polémicas. Vivo al margen. De hecho, veo la actualidad como el que se asoma desde lo alto y ve moverse un hormiguero… allá abajo.
–No. Bueno, hasta cierto punto, no. Hace años que dejo de interesarme la política. El otro día vi al embajador de Argentina en España y le dije: “Mira, la última vez que voté fue a tu padre” (por Raúl Alfonsín, presidente de Argentina desde 1983 a 1989). Desde entonces he estado al margen, completamente.
–Tiene usted lo que se considera una obra vasta.
–Hace poco, con Ricardo Strafacce, un amigo que ha escrito una especie de catálogo sobre mi obra, llegamos a ordenar cronológicamente más de cien libros. Algunos son muy pequeños, pero ahora debo llevar cinco o seis más. (Sobre si los relee, asegura categóricamente que nunca lo hace). Alguna vez, por cortesía a algún traductor o a alguien interesado en mi obra, busco algo para aclarar alguna frase o el porqué de algo, pero en general jamás me releo.
–Y sigue escribiendo.
–Menos cuando viajo, escribo cada día. Es mi rutina. Por la mañana y por la tarde, aunque lo hago muy despacio. No llego a folio y medio, voy escogiendo cada palabra, pensándolas muchísimo. No corrijo porque ya construyo corrigiendo, de alguna manera. Soy muy laborioso y meticuloso. Me lo tomo como una disciplina, como un oficio que requiere mucho trabajo.
–Ha escrito sobre otros escritores cosas no muy halagadoras. ¿Se ha arrepentido?
–No, no. Otra cosa es que de algunos autores no piense ahora exactamente lo que dije en su momento. Pero no me he mordido la lengua, es verdad. Y no me ha importado lo que piensen. Siempre he expresado mi opinión con libertad, como escritor más que por cuestiones personales (Fueron sonadas sus opiniones desfavorables de Ricardo Piglia o Carlos Fuentes). En general, no he cambiado mi opción como lector desde mi primera juventud. Y sí, a veces me arrepiento, pero no porque piense distinto, sino por no entrar en el ruido… La vida extraliteraria no me interesa. Me gusta la literatura. Mis autores favoritos son los mismos desde hace cincuenta años: Shakespeare, Baudelaire, los surrealistas.
–Ha dicho que sí lee novedades.
–Las dos primeras páginas me bastan (vuelve a reír y hace un mínimo gesto de travesura), pero sigo leyendo a mis clásicos, sobre todo poesía. Tengo en el cabecero de la cama una estantería con libros de los autores que le he nombrado y alguno más. Los cojo sin mirar para leerlos al azar. Me duermo con lo que haya caído.
–¿Algún español entre sus poetas?
–Humm. (Piensa) Góngora, después de Góngora ya… Bueno, anoche mismo cité a Lorca, que es un gran poeta en su poema a Salvador Dalí. O Cernuda y Juan Ramón Jiménez. Sí, me gustan y me interesan, pero últimamente me tienta volver a Góngora (No ha buscado su huella en Córdoba porque –dice– no es fetichista).
–Ajá. Me hace usted la misma pregunta que un presentador (recalca el oficio) de televisión hace en Argentina a todos los entrevistados. (Ríe con una mirada burlona pero muy amable). En fin, la felicidad… usted ya sabe. Últimamente hemos tenido una desgracia familiar y eso sí que es un asunto serio. No tememos claro qué es ser felices, pero ser infelices es nítido. (Pide no seguir hablando de algo que, claramente, le abruma y agradece que la conversación sobre ese tema termine ahí).
–La infelicidad aviva el ingenio creativo. ¿Verdadero o falso?
–Falsísimo. Para nada. La actividad artística requiere una cierta euforia, una alegría, una pasión. Si no existe ese impulso es imposible. Para crear hay que tener arraigados sentimientos fuertes y felices. Otra cosa es la vida desgraciada o desventurada de algunos artistas, pero el hecho mismo de la creación ha de ser feliz, apasionado.
–¿Y lúcido? Porque usted pasa por ser dueño de una finísima inteligencia..–
–(Se encoge de hombros) No creo. La lucidez está bien en general, pero para crear hay que dejar atrás la cordura. Mire, yo no busco en la literatura mesianismo ni la verdad. Eso existe en otros ámbitos. La literatura es otra cosa, ahí no hay más verdad ni moral que la literaria. Yo no busco ni la moral, ni la justicia,– ni la verdad.
–¿Y qué busca?
–Ni idea.
–¿Qué encuentra?
–(Se lo piensa) Tal vez una sensación de plenitud, aunque sea breve. La satisfacción de haber construido algo. No siempre pasa, le advierto. A veces he escrito algo sin saber si he llegado donde quería, incluso sin darle un final. Pero, cuando sucede, cuando algo se cierra y termina, es altamente satisfactorio. El secreto es el trabajo, nada más que el trabajo bien hecho.
–¿Qué relación tiene con sus lectores?
–Poca. Suelen ser tímidos o demasiado amables, aduladores o malos lectores… Sobre todo cuando me dicen que me admiran…Lo que sí me gusta es cuando un lector cuenta algo concreto de su experiencia con un libro mío. El otro día me emocionó un chico que vino con una motocicleta a traer un encargo de la farmacia. Al firmarle y ver quién era, me dice: “Es usted César Aira”. “Sí”, le contesto. Y él: “No me diga, llevo días con el Pequeño Birrete. ¡Un personaje secundario de una novela mía! Eso me emocionó muchísimo.
–Tengo gran admiración por dos colegas jóvenes de Argentina. Uno es Fabio Kazerlo, un artista plástico que ha escrito tres libros prodigiosos, magistrales. Son una mezcla entre poesía y relatos. Verdaderas obras maestras. Híbridos literarios rarísimos. El otro es Pablo Katchadjian, que se hizo famoso, a su pesar, por un asunto con María Kodama. Es otro innovador. Se atrevió a hacer una versión de Martín Fierro colocando los versos por orden alfabético (ríe a mandíbula batiente). Un prodigio. Se atrevió también a versionar un cuento de Borges, El Aleph, y ahí vino la denuncia de Kodama y un juicio que Pablo ganó. Con razón y todo no fue un asunto cómodo. Lo pasó mal, está arrepentido de esa exposición pública, de ese jaleo. Al final, a pesar de que ha escrito otras cosas magníficas, siempre se le asocia con el escándalo con Borges.
–¿Borges es el segundo Siglo de Oro del español?
–Sí. Ya lo decía él (sonríe). Decía que él y Cervantes son lo mejor de nuestra lengua. Que son universales. Y es verdad. Pero creo que no sabemos promocionar un idioma que hablan tantos millones de personas y que es tan rico. Somos capaces de conocer autores medianos de Francia o Reino Unido y no promocionamos a nuestras primeras figuras. Un enigma. No sé qué nos pasa. Falta de autoestima. De amor por la cultura. Puede ser. Ni idea. Tampoco olvidemos que estamos hablando de minorías. Leer siempre es un acto minoritario.
–Al siglo XXI se le ha dado el nombre de siglo de las mujeres.
–Ah, las mujeres. Oí decir a un periodista que son malas ganadoras y tiene razón… (Cuando se le pregunta por qué, no sin asombro, contesta con placidez). No han sabido ganar y se empeñan en arruinarle la vida a la gente. Sí, ya sé: los hombres llevamos arruinando la vida y el mundo desde antes de la prehistoria (ríe aún más).
–Usted dice que la literatura no ha evolucionado en relación a las artes plásticas.
–Sí. Efectivamente. Cuando la literatura ha querido innovar se ha metido en callejones sin salida. Mire que yo amo a los surrealistas y desordenar los géneros, pero no es lo mismo que el arte. El arte abre puertas, es más amplio, no tiene tantas limitaciones. Yo puedo desordenar lo que quiera mis textos, acepto todos los desafíos, pero deben ser legibles. Por eso me gusta escribir de arte: textos sobre artistas (se enzarza en una larga disertación en la que intenta recordar el nombre de un artista, una obra o un amigo y rompe a reír por los olvidos) ¡Ay! No soy capaz de retener un nombre. Toda la vida he sido un desastre y, ahora, más. Me recuerda a una tía de Borges: tenía 95 años y jamás estuvo enferma. Pilló un resfrío y dijo: ”Qué vejez más mala me espera”. Aunque yo no soy tan mayor.
–¿Se debe separar a un autor de su obra? Lo digo por algunos autores que están siendo cuestionados por su vida.
–Necesito conocer a Kafka para entenderlo Y claro que se puede hacer gran literatura siendo un miserable. ¿Qué tienen de malo los despreciables? (Mira, por si su respuesta ha escandalizado lo suficiente y sonríe)
–¿Se las apaña bien con las redes sociales o le parecen un invento del demonio? Hay quien cree que caminamos hacia el empobrecimiento inevitable del lenguaje.
–Yo ya caí. Nunca tuve nada que ver con eso, pero desde hace un tiempo, desde que mi mujer está delicada, tengo un móvil por si puede necesitar algo (Lo enseña). Tiene un solo número: el suyo. Y tengo wasap. Hace dos días aprendí a poner mensajes de voz , pero solamente a ella.
–Carlos Fuentes predijo que a usted le darían el Nobel en 2020.
–Falló. ¡Bah!, yo creo que ya no me darán más premios. El Formentor me ha gustado porque no lo esperaba. Tiene el prestigio de su historia y las editoriales que lo apoyan. Acepté encantado, aunque me he arrepentido un poco, con este calvario de viajar ahora. No es sólo la pandemia. Me han puesto la vacuna rusa, la que no quiere nadie. Hemos aceptado unos controles y una falta de libertad que no me gusta nada. Y el Nobel… Fíjese el de este año: no lo conocíamos nadie. Parece que se lo han dado al elegido por sus valores cívicos, pero de su literatura no han dicho ni pío… De los recientes me interesa Ishiguro, aunque al final ha escrito dos o tres cosas prescindibles. Le pasó hasta a Borges,con el Libro de arena, que no debía de haber sido publicado. No le tengo miedo a envejecer, pero sí a perder facultades, a hacer cosas cada vez peores y no darme cuenta. Hace muy poco ha tenido una racha mala, estaba abatido, triste, pero (le brillan los ojos) ahora estoy bien porque he tenido una idea. Sí, una buena idea. Estoy trabajando en ella, la terminaré pronto. Eso está bien.
(Se le invita a recomendar algún libro que le interese y se niega cortésmente. Asegura no es amigo de recomendaciones, a no ser que surjan en alguna conversación entre amigos. No se siente proselitista. De su vastísima biblioteca piensa dejar una parte, la de poesía –con bellas y primorosas primeras ediciones– a su nieto y, tal vez, a algún amigo. Se ha resignado a que las bibliotecas públicas no acepten donaciones así que va regalando los libres que ya quiere menos. Recuerda el primer libro que fue auténticamente suyo, a los 14 años, cuando su abuela alemana le regaló la Antología de la poesía surrealista, de Aldo Pellegrini. Todavía lo relee).
–Creo que no ve series. ¿Hablamos de televisión?
–Hay un momento magnifico en mi día: a las nueve de la noche me sirvo un whisky, irlandés o escocés, jamás americano porque es muy dulce. Prendo la televisión y veo Peppa Pig (La entrevistadora, que conoce esos dibujos animados británicos para niñas de pocos años tiene la boca abierta). Sí. Adoro a Peppa Pig. Es divina. ¿Cómo me ha mejorado la vida en los últimos año! Si no hubiera sido escritor me hubiera gustado trabajar con niños de menos de tres años. Me encanta verlos y escucharlos, pero hay que tener cuidado para no parecer un merodeador peligroso por el miedo a la pedofilia…Pero me gusta mucho ver sus reacciones. Son magníficos…luego ya aprenden a vivir.