Letra Clásica
Jesús Carrasco Jaramillo: "La literatura es un pacto entre mentirosos"
El escritor extremeño, que debutó con ‘Intemperie’, reflexiona en su tercera novela, ‘Llévame a casa’, sobre el envejecimiento y las difíciles relaciones entre padres e hijos
19 abril, 2021 00:10En la casa de un maestro hay libros. En la casa de su padre, maestro nacional, militante de la enseñanza pública, había libros que al niño Jesús Carrasco Jaramillo (Olivenza, 1972) no llegaron a interesarle. Hasta que un primo que tenía la suerte de vivir en un pueblo un poco más grande, donde llegaban los autobuses-biblioteca, le prestó un Astérix. Su epifanía. Lo que tal vez ni Homero ni Daudet ni Machado o Ganivet habían logrado lo hizo la aldea gala de Goscinny y Uderzo, con el listísimo Astérix y su insaciable amigo Obélix. Los caminos de la literatura son inescrutables, sin ninguna duda. Aunque en su caso son la historias de los seres humanos, las personas, sus conflictos, sus dolores y sus alegrías lo que le conmueve y le llevó a escribir, hace un lustro, una de las novelas más impactantes de nuestras letras actuales, Intemperie (Seix Barral), una ópera prima que le cambio la vida y, como todas las grandes obras, también la perspectiva de millones de lectores.
Mira de frente, aún con un punto de asombro, confiesa haber sentido la angustia de escribir después de su primer éxito y reclamarse la necesaria libertad para enfrentarse a la hoja en blanco. Presiente, o al menos no desmiente a la entrevistadora, que Llévame a casa (Seix Barral), su tercera novela, va camino de ser recibida con igual o mayor entusiasmo. Aunque en lugar de un viejo y un niño en una atmósfera casi desierta, en este caso hay un joven –como él–, una familia –como la de cualquiera– y un pueblo, como los cientos que existen en España. En torno a su figura hay dos malentendidos que no parecen incomodarle. Se le considera parte de la nueva narrativa andaluza, aunque es extremeño. Se dijo que era profesor de literatura, pero viene del mundo de la publicidad.
–El ambiente de la publicidad, tal y como lo percibimos, parece estar en las antípodas de su universo literario.
–No. Para nada. (Pide varias veces precisión en la pregunta o desmiente su enunciado, todo con una corrección hidalguesca, aunque estamos ante un hombre que parece el personaje de su paisano, Felipe Trigo). Existe mucho mito con las estrategias publicitarias, aunque en realidad te sueles lanzar al vacío sin paracaídas. En el fondo, se trata de seducir, de convencer, de persuadir. En algunos casos la estrategia, los targets y todo eso resultan casi un suicidio para alguna campaña. Yo hago algo parecido: escribir lo que quiero y puedo para que alguien lo lea.
–¿Es una buena escuela para un escritor?
–Para mí, sí. O al menos yo tengo un magnifico recuerdo de mi trabajo en esa empresa de publicidad, en Madrid. Aparte de ganarme la vida (había estudiado Educación Física, una profesión que nunca ha ejercido) me enseñó a respetar a quienes iba dirigido el mensaje, a no tomarlo por tonto y a ser honesto. En cuanto a estilo, me ayudó a ser sucinto, huir de florituras y artificios, saber buscar un mensaje exacto, directo. Y, muy especialmente, a tratar a las personas como seres inteligentes, a no creerse más listo que nadie. Igual peco de ingenuidad, pero yo nunca sentí que me obligaran a mentir. Me siento particularmente orgulloso de una campaña que hicimos para Bankinter, que se salió de la norma y fue otra cosa en medio de todos esos mensajes del resto de los bancos. Nunca me sentí falsario. Nunca.
–¿Hablamos de la verdad?
–No. De intenciones y de pactos. En la publicidad la intención está muy clara, seducir a favor de una marca o un producto. Y hay un marco legal además para evitar fraudes y todo eso. Pero, claro, la literatura es otra cosa. Es un pacto entre mentirosos. El autor usa la ficción y el lector asume esa ficción. Dicho de otra manera: yo cuento una mentira que el lector está dispuesto a creerse. La verdad nunca es absoluta ni tampoco es buena siempre. Pruebe a salir a la calle y decir lo que siente en la cara de la gente, de sus amigos, incluso con su familia. Otra cosa es falsear. La falsedad se nota siempre.
–Se arriesgó con su primera novela, lo hizo también con la segunda y ahora ha vuelto a hacerlo con una historia tan particular y a la vez tan general –un hijo vuelve a casa, tras la muerte del padre y la fragilidad de la madre, a un hogar del que ha huido deliberadamente–. ¿El riesgo pese a quien pese?
–La honestidad. Yo escribo lo que quiero, lo que puedo, pero escribo para que me lean. Para que me quieran, de eso no tengo duda. No creo en el solipsismo del autor, aunque algún caso habrá. Pero no es el mío. Yo quiero compartir, que haya alguien al otro lado de las palabras. Y quiero que la lectura no sea difícil, que sea tan placentera como a mí me resulta escribir. Que tenga fluidez y ritmo y sea gozosa y buena. Intento no herir por muy doloroso que sea el asunto que cuento. Quiero que me lean como el que bebe un vaso de agua fresca con sed. Algo bueno.
–Pero sus historias son duras, hasta crueles.
–¿Crueles? No lo creo. Huyo de la crueldad. Más allá de la dureza, que existe, ser cruel es otra cosa. Mis personajes no cultivan la crueldad aunque vivan situaciones crueles. Lo que me interesa de la vida, y de lo que escribo, es del conflicto. Incluso de las turbulencias, de lo oscuro. De las pestilencias que se esconden en las vidas más amables. Es la vida lo que se produce con el roce con las personas. Entre los sentimientos, los deseos, las ambiciones. Me gusta mirar, observar y preguntarme. De esas preguntas nacen mis novelas. Y enfrento a mis personajes con esas preguntas, veo cómo reaccionan y cómo cambian y se transforman. Eso es la literatura, ése es el núcleo de todas las historias. Situaciones ante las que reaccionar, huir o hacerles frente.
–Juan, el joven que en su libro vuelve a casa, alguien que tiene muchos rasgos en común con usted, arrastra alguna contradicción y un gran sentido de culpa.
–Cierto. Tengo que reconocer que la culpa está muy presente en Llévame a casa. Al fin y al cabo, soy un niño educado en el catolicismo, en la tradición judeocristiana, como la mayoría de todos nosotros, hayamos ido a colegio de curas o no o tengamos un ambiente familiar religioso o no. Pero está ahí. Creces con la idea del pecado, buscas en tu comportamiento, te obligan a examinar en qué has pecado desde que eres un niño y luego, cuando lo superas, si es que lo haces, esa idea, ese poso, queda. Queda el remordimiento. Por lo que has hecho y por lo que no has hecho. Por lo que deberías haber hecho. Ese sentimiento es muy poderoso y muy infeliz. Es la clave del dolor de mi personaje. Llega tarde a la muerte de su padre y a partir de ahí se siente culpable por mucho que se justifique. Vivimos, por más que queramos mirar hacia otro lado, frente a las expectativas de los demás y lo que esperan de nosotros. Y todo eso en fricción con nuestros deseos o nuestros sueños. Ese conflicto es formidable.
–Hay una clara diferencia entre cómo cuidan a esos padres su hijo y su hija. Si me lo permite plante una cierta revisión del rol masculino.
–Clarísimamente. Una total revisión desde el yo masculino, que es la voz del protagonista. Vuelvo a la idea de conflicto. Aquí aparece por la carga del estereotipo que marca al hijo y a la hija. El rol tan brutalmente distinto de cada uno frente a la responsabilidad y el cuidado de los padres. Los hombres no hemos sido educados en las emociones, para vivir en lo privado y en lo íntimo. Al contrario. Se nos ha invitado a salir, a buscar el éxito fuera, a encontrar el reconocimiento en lo público. El triunfo no se ha relaciona ni con los afectos ni con el hogar. Uno puede sentir que su vida es un éxito aunque haya abandonado los afectos, no ser el mejor de los padres o el mejor de los hijos. Las mujeres siempre están en lo importante, con frecuencia sin mucha capacidad de elección pero incluso cuando han elegido tener una vida profesional, independiente, autónoma, no han soltado esa responsabilidad, la llevan con ellas. No sueltan lastre. Los cuidados siempre han sido cosa de las mujeres y cuando ellas han adoptado otro papel los hombres no las hemos sustituido ni hemos compartido este problema, que de eso se trata. De compartir.
–Le ha salido a usted una tesis muy feminista.
–Es la realidad. Una realidad colectiva, queramos verla o no. Está ahí. El hogar, nuestras casas, es la base de todo. Ahí nos educamos, decidimos cuáles son nuestras prioridades, nos formamos como ciudadanos que luego hacen y construyen un país. Pero los hombres delegaron esta responsabilidad. Se lavaron las manos. Y sí, tiene que ver con el feminismo, no le digo que no. Yo mismo me confieso muy afortunado de tener la oportunidad de compartir, de asumir esa responsabilidad, de crear una familia de otra manera, sin huir de lo íntimo ni de los afectos. Yo le debo mucho al feminismo. Hay hombres que lo sienten como una amenaza, pero para mí esa capacidad emancipadora, transformadora, me ha dado una fantástica oportunidad de recuperar el valor de lo doméstico. Hay hombres y mujeres que prefieren que las cosas sigan como estaban, pero esto es imposible. Además, es un despilfarro: ellas pierden la esfera pública y nosotros perdermos la privado. He aprendido mucho de las mujeres, de mi mujer, de mis compañeras. Aprendo mucho (sonríe levemente porque es de gestos austeros), aunque debo reconocer que los hombres hemos perdido ciertos privilegios. Somos como los zares en medio de la Revolución rusa, zares destronados que tienen la oportunidad de aprovechar lo bueno y valioso que se nos brinda. De descubrir que hay otro mundo que no habíamos visto. (Es posible imaginarlo con un gorro de piel a lo doctor Zhivago porque ya tiene un fino bigote y da la planta).
–Dice que lleva rumiando esta idea hace casi cinco años pero que ha escrito la novela casi de un tirón y que la terminó cuando la pandemia no nos había arrojado a la cara la trágica situación de tantos mayores solos.
–Es la primera vez que he escrito algo tan rápido. Aunque luego haya ocupado tiempo en pulirla y reescribirla, la verdad es que salió de un tirón porque yo creo que era una idea que vivía dentro de mí desde hace muchos años. Más allá de la novela, creo que es algo que nos está pasando y que ha quedado desnudo con la pandemia y el confinamiento. Y sí, aparece en un momento oportuno y especialmente sensible. Sobre todo no ya solamente por la tragedia de tantas vidas rotas por la pandemia, sino porque ha destapado un problema, un conflicto que toca particularmente a mi generación. Noto que los lectores comparten esa inquietud, que es algo que nos ocupa a todos. El confinamiento nos ha obligado a mirar a la cara asuntos que teníamos enterrados mientras hacíamos otras cosas. Nos hemos parado de pronto y mirado dentro: nuestras familias, nuestra convivencia. Ha sido el momento de vivir nuestra intimidad con sus grandezas y sus miserias. Con la felicidad y la infelicidad. Sí.
–La pandemia nos ha recordado que, a veces, envejecemos y morimos solos.
–Me parece injusta esa cierta demonización de las residencias que hemos vivido. Otra cosa es cómo se gestionen, quién hace negocio y si de verdad las administraciones están dando la talla. Pero no podemos culpabilizarnos de todo. La cuestión, como siempre, es la posibilidad de elegir. Habrá personas que quieran vivir independientes, otras que no puedan estar sin los hijos y quien los quiera cerca, pero no tanto. No hay opciones buenas y malas, sino decisiones personales que ojalá pudiéramos tomar con libertad y sin culpas. Ante algunas enfermedades, ya sean degenerativas mentales o de movilidad, la familia en ocasiones no puede hacer nada. No tiene herramientas en casa para atender dignamente a esas personas. Con cariño no basta. Si hay algo que me ha conmovido especialmente en toda esta locura de la pandemia es la certeza de que hay profesionales que han sido una mano para aquellos que morían. Es lo único que queremos: morir con la mano de alguien acompañándonos. Y la mayoría de los enfermeros, auxiliares y médicos han estado ahí ocupando nuestro lugar, el lugar de las familias y los amigos. Han hecho algo más que un gesto de humanidad, han cumplido nuestra obligación moral y ética. Y les aplaudimos: se nos llena la boca de gratitud, pero no se cubren sus bajas y muchas veces se les malpaga. Y se privatizan servicios sin ocuparnos de verdad de su calidad. En la novela yo me pregunto sobre una opción personal, pero lo cierto es que también deberíamos responder a la pregunta como sociedad.
–Habla mucho de la familia: ¿es ancla o es lastre?
–Ese es el gran conflicto de nuestro tiempo. Cuando la crisis de 2008 el diario The New York Times se preguntó la razón por la que España no ardía en llamas con la penuria por la que pasábamos. Y se respondía señalando a la familia como el autentico colchón de esa prosperidad que se desmoronaba. Al final eran los abuelos, los padres, los hermanos y hasta los primos los que ayudaban. Echaban una mano, acogían a desahuciados y compartían pensiones y nóminas. Me siento orgulloso de un país que actúa así, como un reloj, que funciona tan magníficamente, como si fuera un pararrayos. Me gusta esa cultura mediterránea de la familia que lo invade todo. Pero soy consciente de que choca con un individualismo que también forma parte de nuestra cultura y de nuestras expectativas de independencia y de libertad. Soy consciente de su capacidad de asfixia. Y ahora se nos suma otro problema muy grave: el de los hijos que con treinta años no tienen capacidad de independizarse, de crecer, que siguen siendo menores dependientes por decirlo de alguna manera. Eso es muy grave: lastra la capacidad individual y colectiva. Nos infantiliza. Me gusta de Escocia (donde ha vivido varios años en distintas fases, primero buscándose la vida, muy joven, y luego tras el éxito de sus novelas con su familia) que los chavales se buscan la vida prontísimo y dejan su casa. Por ellos y por los padres, que tienen también la oportunidad de vivir una vida independiente, jubilados o como sea. Hay que buscar un equilibrio, una especie de filosofía natural que armonice que los hijos se independicen, pero no se desentiendan.
–Ya en 2013 escribió sobre la España rural, atemporal e innominada. En 2016 en La tierra que pisamos sitúa la acción en Extremadura. Ahora ha elegido un pueblo de Toledo. ¿Se anticipó a la idea de la España vacía?
–Fíjese de lo que estamos hablando: del conflicto con los mayores. En realidad, la solución había sido inventada hace siglos. En esos pueblos donde nadie está nunca solo ni desatendido. Los pueblos son los mejores lugares para ser niño y viejo. Pero los hemos abandonado. Las ciudades han roto sus costuras. Han demostrado no ser la solución, sino un problema. Hemos ido perdiendo la vida rural, tan valiosa, una seña de identidad, un patrimonio, una sabiduría de vivir. Intuyo que la pandemia también ha puesto al desnudo este inmenso error. Tiene sus inconvenientes la vida rural, claro, pero los hemos magnificado: hemos asociado la vida en los pueblos al atraso, a violencias ancestrales y rencorosas, a incultura. Hemos pensado que pertenecían al pasado, que estaban fuera de la modernidad y de las oportunidades. Y, sin embargo, muchas de las respuestas ante los conflictos actuales están ahí, en la vuelta al valor de la comunidad.
–Sus personajes son austeros, casi hoscos. Les cuesta expresar afecto.
–Fue la educación de nuestros padres o, al menos, de los míos. No les enseñaron a decir te quiero ni a ser cariñosos. Fueron tiempos duros. El afecto se demostraba rompiéndote la espalda para que los tuyos pudieran salir adelante. Y es parte también de una idiosincrasia. Yo vengo de ese mundo y vivo desde hace tiempo en Sevilla, que tiene una imagen de exuberancia afectiva, de exageración incluso. Lo cierto es que me siento sevillano en Sevilla y extremeño en Extremadura. Y en Escocia, español. Y bien en todos estos sitios. Me adapto y elijo. Además, hay estereotipos falsos: ni un amigo del Norte lo es para toda la vida ni en el Sur las amistades son pura cortesía social. Hay un término medio. Insisto mucho en ese concepto (y vuelve a sonreír, escuetamente).
–Podría hablarse de una generación de novelistas neorrealistas: Isaac Rosa, Sara Mesa, Daniel Ruiz, usted. ¿Siente esa pertenencia y, de ser así, de quiénes serían sus hijos literarios?
–No sé si puedo tener perspectiva para hablar de generación, pero la verdad es que me siento muy a gusto entre algunos de mis contemporáneos. A Isaac Rosa y a Sara Mesa los considero mis amigos y les tengo un profundo respeto como autores. Y sí, es cierto que hay una vuelta, casi un tronco común, a un cierto realismo. Y también encuentro una influencia de la literatura norteamericana –Carver, Cheever, McCullers– en muchos de nosotros. Pero tambiénun poso de la literatura española, de nuestra tradición. Tenemos la marca del Lazarillo, de Cervantes y de esa generación formada por Matute, Aldecoa o Ferlosio. En mi caso Delibes es, sin ninguna duda, uno de mis maestros. O Luis Landero, extremeño y un escritor y una persona excepcional. Y eso que hemos dejado de hablar de Cela o de Umbral. El mercado tritura a los autores, nos deshacemos de buenas obras de temporada en temporada. La mesa de novedades es aniquiladora.
–Hay escritores que leen solo clásicos o no leen cuando escriben
–Yo leo siempre. Cuando escribo también. Y de todo. Me gusta releer a los clásicos, claro que sí, pero me interesan desde un cómic a un novelón ruso. Todo. Y ya le digo que estamos en un extraordinario momento literario en España. Me encanta leer a escritores a los que conozco.
–Ha vivido los últimos años en Escocia y volvió a encerrarse en el confinamiento ¿Cómo ha sido su vuelta a casa?
–Vivo muy bien en Sevilla y me gusta este país, pero tengo que reconocer que el ambiente político, el ruido que me he encontrado, me resulta insoportable. Yo me he comido los años anteriores y posteriores al Brexit en Edimburgo y ni de lejos se llegaba a este nivel de violencia y bajeza. Me parece repugnante. En Reino Unido me gustaban mucho las retrasmisiones parlamentarias de la BBC, muy teatrales y con su tensión, sus broncas y sus gesticulaciones. Pero nada que ver con este nivel de crispación y de pobreza.
–¿De quién es la culpa?
–No quiero culpar a nadie en concreto, pero el peor de los ruidos viene de la parte más supuestamente noble de la democracia: el Parlamento. Tengo muchos amigos políticos honestos y trabajadores de diferentes partidos, ¿eh?. Y no tienen nada que ver con lo que se oye en el Congreso. Es insoportable. Contribuye que se comuniquen por tuits, que se hablen por las redes y no en los pasillos o en reuniones, que es el sitio natural. Es una locura y una anomalía con respecto a lo que sucede en otras partes de Europa donde viven, con errores y aciertos, la misma pandemia pero sin caer en este cainismo.