Letra Clásica
El gran Casavella (I)
Casavella prometía, con una carrera como escritor ilusionante, tras su primera obra, 'El Triunfo', que fue muy bien acogida
4 enero, 2021 00:00Tras el primer cierre de Cairo, nos fuimos de Norma Editorial dando un portazo, que es lo que hacíamos por aquellos tiempos del cuplé personajes como Joan Navarro, Ignacio Vidal-Folch y yo mismo, genuinos cracks de la dimisión espontánea e intempestiva. Navarro alquiló un pisito en la calle Consejo de Ciento, no muy lejos de la sede de Norma en el Paseo San Juan, y desde ahí nos lanzamos a la reconquista del mundo del comic, que no obtuvo los resultados apetecidos --allí se fraguó el desastre de la revista Complot y el hundimiento del mítico TBO, que Javier Nieto, CEO de la moribunda editorial Bruguera, dejó en nuestras manos, ¡Dios lo bendiga y le conserve la vista!--, pero nos sirvió para cultivar nuestras quimeras durante cierto tiempo y, sobre todo, recibir la visita de personas en general interesantes. Uno de los que más aparecía por el pisurrio era un simpático jovenzuelo al que acabábamos de conocer --se me acercó en el viejo Zeleste para hacerme una entrevista para un fanzine y surgió entre ambos una simpatía instantánea que me condujo a socializarlo en vez de quedármelo para mí solo-- y que se llamaba Francisco García Hortelano, igual que el novelista al que tanto admiraba. Como también quería ser escritor, se hacía llamar Francisco Casavella.
En aquellos viejos tiempos, Casavella, que ya había abandonado los estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona, trabajaba como botones en una oficina de la Caixa. Era evidente que no pretendía hacer carrera en tan respetable institución, pues había llegado a tal dominio en la práctica del escaqueo que aprovechaba las salidas del curro con el encargo de hacer recados para acercarse por La Casa de los Enanitos --así había bautizado Victoria Bermejo, entonces esposa de Navarro, el habitáculo, aunque nunca supe por qué--, donde nos encontraba a sus habitantes planeando algo imposible, jugando al Risk en momentos de aburrimiento y desesperación o mano sobre mano y hablando de nuestras cosas.
A todos nos parecía un chaval estupendo. De hecho, nunca conocí a nadie que no se lo pareciera. Y llevaba una vida extraña --con sus recados en diferido y su habilidad para perderse por Barcelona--, pero que obedecía a una lógica tan aplastante como entretenida: por las mañanas, hacía como que trabajaba para un banco; por las tardes escribía o tomaba notas para la que sería su primera y magnífica novela, El triunfo (1990); y por las noches, ya fuese con sus amigotes del Poble Sec o con sus nuevos compadres (los habitantes de la Casa de los Enanitos, el periodista Llàtzer Moix y algunos más) frecuentaba bares --a ser posible, con mesa de billar americano, en el que era un maestro, aunque a mí se me escapara a veces alguna bola y a punto estuviera de descerebrar a alguien-- y se ponía (nos poníamos) hasta arriba de alcohol. Fuimos durante años compañeros de copas que intercambiaban ideas y comentarios sarcásticos y recomendaciones literarias, cinematográficas y musicales (Casavella siempre fue muy fan de los Clash y de los Specials). Y si dejé de verle con la frecuencia habitual fue porque yo eché el freno en la ingesta etílica y él metió la directa hasta que reventó en diciembre de 2008, el mismo año en que ganó el premio Nadal con Lo que sé de los vampiros.
Pero en los tiempos de la Casa de los Enanitos, aún faltaba mucho para tan trágico final y nuestro hombre iba francamente bien encaminado. El triunfo cosechó unas merecidísimas buenas críticas y, tras años de tiras y aflojas presupuestarios, acabó siendo llevada al cine por la actriz Mireia Ros en su faceta de directora. En 1995, Casavella escribió el guion de Antártida, el primer largometraje del televisivo Manuel Huerga, que no fue un blockbuster, pero tampoco lo pretendía, pues se trataba de conmover al espectador y eso siempre trae problemas en taquilla. La cabeza le bullía de historias que explicar, la mayoría de las cuales se han quedado en el tintero. Lo dejo, de momento, en esa etapa bendita de la iniciación, que dirían los franceses, tras el estreno de Antártida y el control de las sustancias recreativas. Mucho antes de que todo empezara a torcerse y acabase como el rosario de la aurora.