El escritor González Ruano, en una imagen de su juventud en la portada de su libro 'Memorias'

El escritor González Ruano, en una imagen de su juventud en la portada de su libro 'Memorias'

Letra Clásica

Cuando soy mala soy mejor

Estoy tentado de creer que se cumple con los escritores lo que decía Mae West. En España tenemos el prototipo de Ruano

13 diciembre, 2020 00:00

De vez en cuando recuerdo esta reflexión de Junger publicada en sus diarios (Radiaciones) del año 1942: “En lo más hondo el estilo se basa en la justicia. Sólo el hombre justo es capaz también de saber cómo hay que sopesar la palabra, cómo hay que sopesar la frase. Por esta razón, a las mejores plumas no se las verá nunca al servicio de la mala causa”. Entonces él estaba, obligado por las circunstancias de la guerra, como oficial del ejército de ocupación alemán en París. Como él estaba convencido de que la suya era una de esas “mejores plumas”, debía considerar, en puro silogismo, que también era un hombre justo. Alguna vez discretamente durante aquella estancia en París comenta discretamente (tan discretamente que si el lector no está avisado no se da ni cuenta) la tentación de suicidarse.

La idea de que el buen escritor es a la fuerza una persona justa, o sea buena, es una idea “bonita”; pero por desgracia es inexacta. Casi estoy tentado de creer que se cumple con los escritores lo que decía de sí misma Mae West: “Cuando soy buena, soy muy buena; cuando soy mala, soy mejor”. Habla la voz de la experiencia, de la amarga experiencia, Springora cuando dice: “Los escritores son gente que no siempre gana al conocerlos. Sería un error creer que son como todo el mundo. Son mucho peores. Son vampiros”. Lo explica maravillosamente bien Pilniak en su relato Cómo se escribe un cuento. Pero cuesta de creer: la literatura es tan bella… A algunos nos tienen fascinados, como un acertijo dentro de un enigma dentro de un misterio, los buenos escritores que eran malas personas.

En España tenemos el prototipo de Ruano, que fue tan magnífico escritor, pero también un hombre venal, corrompido, a ratos detestable: basta leer determinadas páginas de su autobiografía Mi medio siglo se confiesa a medias, para que a uno se le cierren las válvulas ante algunos alardes de insensibilidad y bajeza que se sienten como un peligro, como un vértigo moral. Pienso, por ejemplo, en… pero no, no hace falta decirlo. Luego eso queda compensado por páginas formidables. Hasta sus amigos más íntimos, los que más lo querían, los que más disfrutaban de su compañía, sabían bien de sus ángulos ciegos. Se ha especulado sobre sus negocios en el París ocupado, donde probablemente (porque nunca se ha demostrado) se aprovechó de las leyes contra los judíos para comprarles pisos o obras de arte a cambio de salvoconductos y pasaportes en blanco que supuestamente le conseguiría un funcionario corrupto en alguna república suramericana. Sorprendido por la Gestapo, poco le faltó para acabar como Alain Delon, que se dedicaba al mismo negocio ventajista, en la película El otro señor Klein de Joseph Losey. De la experiencia salió por piernas de Francia a Sitges (por algún motivo tampoco se sentía muy seguro en Madrid), y se sacó una Balada de Cherche-Midi (el nombre de la cárcel donde lo encerraron), que es una catarata de versos de estética surrealista, que es una escuela poética que tiene la virtud de invariablemente impacientarme.

Marino Gómez Santos, al que los colegas en un rapto de pereza solían llamar “memoria viva de la generación del 98” porque entró muy joven en el periodismo y había frecuentado a Baroja, a Azorín, a Marañón, y les había dedicado muchas columnas en la prensa y no pocos libros (ocho, nada menos, a Marañón) acaba de fallecer en Madrid, a los 90 años, apenas unas semanas después de publicar (en Editorial Renacimiento) su memoria personal de Ruano, que es cariñosa y agradecida aunque no complaciente: César González Ruano en blanco y negro, se titula. El joven Marino se pasaba las horas muertas acompañando a Ruano en sus ocios, que empezaban hacia las 12 de la mañana, cuando tras despachar sus artículos del día decía “ya estoy escrito” y se dedicaba a observar la vida de Madrid. Con tanto trato llegó a conocerle bien: “Marino, tú tienes las llaves de mi submarino”, le decía Ruano. Su libro, siempre con discreción, cuenta muchas anécdotas, filias, fobias y andanzas, algunas graciosas, algunas casi siniestras, que retratan al personaje en su contexto, aunque para entenderlo mejor, y leyendo una prosa mejor, acaso baste con sus diarios. Claro que la mirada desde el exterior siempre aportará  cosas diferentes.

Lo mejor aún son sus columnas, de las que de vez en cuando se publica alguna gavilla. (Todo llega en esta vida, incluso el momento de escribir la palabra “gavilla”, ¿qué será lo próximo? ¿Alféizar? ¿Oropéndola?). Yo siempre que veo alguna gavilla de éstas, en la cuesta de Moyano o en el Rastro, la compro, siempre que no me pidan más de tres euros. Puedo llegar hasta cinco, si el libro viene con tapa dura. Luego lo leo. Es fabuloso con qué gracia puede comentar la caída de un árbol, o la farola que extrañamente se ha quedado encendida, siendo de día, y mil otras naderías. Y cómo puede por ejemplo, empezar, en 1933, la columna titulada Mundo amoroso del teléfono con la siguiente frase: “Pienso en el teléfono.” Punto y aparte, y a renglón seguido: “Pienso en el mundo leve del teléfono…”.

Pienso a veces en Ruano. Pienso en la sensibilidad extraña y abismal de Ruano. A veces su prosa se pone ditirámbica y entonces detecto esa venalidad que he mencionado y que lo hace repulsivo. A veces incurre en la cursilería. Muchas veces es prodigioso de inventiva, de observación, de finura. En mi columna preferida, Ruano se sube a un taxi y le pide al conductor que le lleve a ver los barrios nuevos, por los alrededores de Chamberí, rogándole que circule poco a poco. Y al paso lento del taxi va mirando por la ventanilla y haciendo sus observaciones costumbristas, elogiando los nuevos edificios y los parques que atisba. Hasta llegar casualmente a una calle nueva a la que, tras la muerte del autor de Madrid de corte a checa, le han puesto de nombre calle de Agustín de Foxá. Foxá y Ruano fueron amigos pero, como única concesión al sentimentalismo, éste comenta: “Qué raro que Agustín sea ahora una calle”.

Y le dice al taxista que ya puede dar media vuelta y llevarle de vuelta a casa. “¿También lentamente, caballero?”, pregunta éste. Y acaba el artículo Ruano contestando: “Como usted quiera”.