El arte de los negros / DANIEL ROSELL

El arte de los negros / DANIEL ROSELL

Letra Clásica

'Black Art Matter'

La historia del arte occidental arroja un relato ambivalente sobre la valoración social de la raza negra en el que conviven una visión negativa y la reivindicación de su dignidad

21 noviembre, 2020 00:10

Acaso la historia del arte occidental no sea más que una novela muy loca expresada, en ocasiones, en un idioma extraño. Miles de personajes cruzando por las páginas. Tramas. Memorias. Basura y maravilla. Traiciones. Intrigas. Verdades. Un pespunte del mundo en tiempo real. Pues eso es también el arte: la secuencia del tiempo en una combustión de mirada, emoción y pensamiento que genera una estampa más rica y ancha de la vida. Otra forma de mirar alrededor. O de mirar hacia dentro. Porque los hechos y las ideas siempre han proyectado su sombra sobre la superficie de los cuadros, que suelen ser también un espacio político indisociable de nuestros deseos, ambiciones y sueños. Lo dijo uno de los grandes teóricos del Renacimiento, Leon Battista Alberti: “La relevancia de un cuadro no se mide por su tamaño, sino por lo que cuenta: su historia”.

Sucede así con el lienzo La mulata de Velázquez, quien volteó en 1617 las convenciones sobre la representación de las personas negras en la España del siglo XVII al situarlas por primera vez en el centro de un género de nueva creación: el bodegón. No se trata de un recurso narrativo del artista para dotar a la escena de gracia o de exotismo; la muchacha de tez oscura está pintada con dignidad pese a su condición de esclava, entregada a su labor de sirvienta en una cocina con cacharros de loza y bronce, también un ajo, un almirez y un cesto de mimbre. En una primera versión, hoy en el Art Institute de Chicago, el genio la pintó sola. A causa del éxito, retomó el motivo añadiéndole la escena religiosa de Cristo en Emaús a través de una ventana abierta al fondo, como se observa en el cuadro de la National Gallery de Dublín.     

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El lienzo La mulata (1617), de Diego Velázquez, propiedad del Art Institute de Chicago

Ahora que el movimiento Black Lives Matter ha logrado visibilizar la discriminación racista en Estados Unidos conviene detenerse en la historia cultural de los negros en la sociedad europea. Y hacerlo a través de los códigos que los pintores eligieron a la hora de plasmarlos en sus lienzos desde la Edad Moderna. En un tiempo que consideraba la esclavitud casi una institución natural, defendida por Aristóteles y de uso corriente en los países de ambas orillas del Mediterráneo, el musulmán y el cristiano, las representaciones de la etnia negra insistieron en unas pocas características físicas –el color de la piel, el pelo grueso y ensortijado, la forma de la nariz y los labios…– y en un enfoque que abarcaba desde cierto paternalismo hasta otra mirada de ánimo destructivo, donde aparecían identificados como salvajes, violentos y asesinos. 

Es inseparable la lectura del ambiente cultural de la época. A grandes trazos, algunos mitos de la Antigüedad y la interpretación de relatos extraídos de la Biblia afianzaron en el color negro y, por extensión, en la piel oscura valores como la culpa, el pecado, la perversión y el demonio frente a las connotaciones positivas de lo blanco, paradigma de la pureza, de inocencia y de Dios. Esa percepción está patente, por ejemplo, en algunos de los grandes autores de las letras castellanas, como Santa Teresa, Fray Luis de León y Góngora, quien se sirvió de este contraste cromático para fijar la polaridad belleza-monstruosidad en la Fábula de Polifemo y Galatea, al que volvería en la letrilla En la fiesta del Santísimo Sacramento, donde una de las protagonistas, la negra Clara, está triste porque su piel no es acorde con la blanca pureza del misterio

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Juana de Austria posa su mano sobre un paje negro en el retrato de Cristóbal de Morales

En el campo artístico, ese mismo juego de contrarios se descubre, por ejemplo, en el retrato de Juana de Austria firmado por el portugués Cristóbal de Morales a principios de la segunda mitad del siglo XVI. En el lienzo que hoy custodian los Museos Reales de Bellas Artes de Bruselas, la hija menor de Carlos V, ataviada con un sobrio traje de color negro y discretas joyas, mira al anónimo espectador al tiempo que su mano blanca destaca, en la esquina inferior izquierda, sobre la negra cabeza del pajecillo, quien mira hacia el rostro de la infanta en un gesto casi de adoración. En clave política, la mano sobre la cabeza del siervo de color sería una alusión explícita a los dominios portugueses que ostentaba tras su matrimonio con el príncipe heredero al trono luso. En clave puramente estética, la interpretación de este tipo de retratos no puede ser más rotunda: a la oposición de dos contrarios se suma la paradoja de que la negrura, o la fealdad, incrementa el candor, la belleza y el brillo del personaje principal.

También Tiziano utilizó idéntica estrategia para ilustrar la historia de Diana y Acteón que relata Ovidio en Las Metamorfosis con destino a la colección pictórica de Felipe II, quien instaló el lienzo en sus estancias privadas, alejado de las miradas de otros. Al abordar el episodio del encuentro entre el cazador y la diosa, el maestro veneciano utiliza detalles que aparecen en el texto literario pero inventa otros. Entre ellos, la ninfa más próxima a Diana, quien transgrede el canon clásico al ser de raza negra. Su piel oscura, sus cabellos crespos y su nariz chata contrastan con la carne resplandeciente, la cabellera dorada y el perfil de la diosa, que aparece así más blanca, más pura, más divina. Rubens, que pudo ver la obra de Tiziano en la corte de Madrid, utilizó la misma fórmula en el óleo Venus en el espejo, donde la sirvienta negra enrolla sobre su brazo la dorada melena de su señora. 

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Tiziano recreó la historia de Ovidio sobre Diana y el cazador Acteón (1559)

De la fortuna que alcanzó este tipo de propuestas hay señales evidentes en el teatro, sin duda el gran entretenimiento de masas en el Siglo de Oro. Son abundantes las piezas (entremeses, mojigangas, jácaras) que manejan la dualidad de blanco y negro. Lope de Vega lo utilizará recurrentemente multiplicando las posibilidades de los personajes y abriendo nuevos rumbos a su uso teatral. Así sucede en El santo negro Rosambuco (1613), donde pone de manifiesto la dificultad de que la santidad sea reconocida en una persona considerada inferior y con aspecto repulsivo. “Hasta llegar al proceso de conversión y santificación del negro, se descubre la existencia, en filigrana, de un tema barroco, cuyo engranaje se oculta bajo la comedia: el topos de la fortuna labilis. Es, efectivamente, la fortuna inestable la que hace que un descendiente de reyes se convierta en esclavo, el esclavo se vuelva santo; el iletrado, sabio, y el negro, luminoso”, señala el historiador de arte Víctor Stoichita.   

Precisamente, Stoichita, autor de un libro esencial sobre el asunto como La imagen del Otro (Cátedra, 2016), ha analizado el fenómeno de la representación de los negros en la pintura española del Siglo de Oro a través de un personaje esencial, el rey Baltasar. Repetidamente representado desde el último cuarto del siglo XV, el mago negro es, por lo general, una figura exótica que, junto al turbante y las plumas de avestruz, porta en ocasiones el cuerno de nácar, símbolo habitual de la alegoría del continente africano. Coincidiendo con la consolidación de esta iconografía, también aparecieron algunos ejemplares –“raros pero elocuentes”, matiza el experto– que destacan por la radical ausencia de vestiduras del rey negro, provisto únicamente de una corona y de un lienzo blanco cubriéndole la cadera, asumiendo así la que se creía principal característica de los habitantes del continente africano: su negra desnudez

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La versión de Venus ante el espejo que Rubens ejecutó hacia 1615

Sobre este asunto, Stoichita añade otra cuestión interesante: “La reformulación de la figura del rey Baltasar en las Adoraciones es la repercusión más directa de la rehabilitación general del negro común en buena parte de los siglos XVI y XVII”. Entre los numerosos lienzos dedicados al episodio de la Epifanía, el experto elige la Adoración de los Magos que Juan Bautista Maíno realizó en 1613 para una iglesia de Toledo porque allí está representado “un negro verdadero, pero paradójico: luminoso, claro, deslumbrante”. Este blanqueamiento del negro se realizará desde la fe –el bautismo y la conversión tienen el poder de hacer al negro luminoso–, pero también desde el plano artístico, ya que la persona de raza negra podía alcanzar reconocimiento como pintor.

Existen, al respecto, abundantes testimonios de la presencia de cautivos en los talleres de los artistas, quienes se lucraban con su venta o los utilizaban tanto para las tareas domésticas como para las ocupaciones más elementales del obrador –el aparejo de lienzos, el molido de colores y la preparación de barnices, entre ellas– a cambio de la manutención y la vestimenta. En la Barcelona medieval, el pintor Luis Borrasá tenía un esclavo tártaro y en Mallorca, hacia 1467, se prohibió enseñar el oficio a los esclavos de corta edad como medida para defender los precios. Se sabe también que Alejo Fernández, pintor de origen alemán que alcanzó gran fama en Andalucía en la primera mitad del siglo XVI, llegó a reunir a lo largo de su vida hasta once esclavos y hay confirmación documental de que uno de ellos, llamado Juan de Güejar, le asistió en la labor artística, probablemente en los primeros momentos de la ejecución de la obra.          

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La Adoración de los magos de Juan Bautisma Maíno, realizada en 1613

Instalados en la dura jerarquía del obrador de un artista, el trabajo de un esclavo consistía, por tanto, en las ocupaciones marginales del oficio, que poco se diferenciaban de las responsabilidades asumidas también por los aprendices en los primeros años de formación. Como consecuencia de la escasa valoración de estas tareas, la presencia de negros en los talleres trabajando apenas ha dejado huella en los registros visuales. Uno de los escasos testimonios de la vinculación entre artistas y cautivos se localiza en el relieve del banco del retablo mayor de la Catedral Vieja de Coimbra (Portugal) que recrea la escena de San Lucas pintando a la Virgen, donde aparece un muchacho negro moliendo los pigmentos de colores que el evangelista utilizará en su pintura, según ha revelado Luis Méndez Rodríguez en el estudio Esclavos en la pintura sevillana del Siglo de Oro (Universidad de Sevilla, 2011).    

En esta investigación se da cuenta, además, de que el trabajo de los esclavos no se limitó a las tareas más básicas del obrador. También se les utilizó en la venta de cuadros. Así ocurrió al menos en Cádiz, cuando cierto número de cautivos se dedicaron a vender las creaciones de sus propietarios pintores, pregonando su precio por las calles. De este modo, lo hizo en 1667 un esclavo mulato del pintor gaditano Francisco Núñez, quien se vio envuelto en un proceso judicial al considerarse una falta de decoro la venta callejera de imágenes sagradas. Esta práctica comercial tuvo que estar muy extendida, pues se llegó a expedientar a seis pintores. Durante el juicio, se hizo especial hincapié en que la utilización de un esclavo mulato para tal fin se consideraba “gravísimo escándalo mayormente en esta ciudad donde hay tantos herejes e infieles”. 

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El retrato del esclavo Juan de Pareja, pintado por Diego Velázquez en 1650, durante su segundo viaje a Italia

Pocos casos acabaron en la liberación del esclavo, habitual concesión del propietario, pues era infrecuente que un cautivo pudiera reunir la cantidad económica suficiente para comprar su manumisión. Entre ellos, Sebastián Gómez, un mulato comprado por Murillo, que había aprendido pintura en su tiempo de ocio y al margen del maestro sevillano, pero será Juan de Pareja, siervo de Velázquez, quien fijará el arquetipo de pintor-esclavo. El tratadista Antonio Palomino lo incluyó en su Vida de artistas, donde recoge que llegó “a hacer de la pintura cosas muy dignas de estimación”. El genio sevillano hizo de él un retrato que asombró a todos al exhibirse en el Panteón de Roma. “Es uno de los más hermosos y más llenos de vida de todos los tiempos”, informó el Metropolitan Museum de Nueva York cuando lo compró en 1971 a cambio de varios millones dólares. El esclavo que quería ser pintor se convirtió en leyenda.