Una imagen de 'El diablo en todas partes', la película dirigida por Antonio Campos / INSTAGRAM-NETFLIX

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Letra Clásica

Cuando Dios no sirve para nada

La presencia de Dios, pero también su inoperancia, se muestra en 'El diablo a todas horas', una película sobre la América rural sin adornos

14 octubre, 2020 00:00

Películas que en otros tiempos se habrían estrenado en los cines Verdi o Renoir se cuelgan ahora en las plataformas de streaming confiando en que encuentren su público. Es el caso de la espléndida (y sorprendente) El diablo a todas horas, que Netflix ofrece desde finales de septiembre sin aviso previo que permita al espectador saber a lo que se va a enfrentar. Si en Netflix hay algún tipo de criterio en lo referente a sus largometrajes, yo no lo he detectado: te puedes topar con una cinta de lo que antes se llamaba arte y ensayo junto a un slasher de cheerleaders asesinas y aquí paz y después gloria. Yo partí de un par de comentarios en Facebook para decidirme a verla y me encontré con una extraña mezcla, si tal cosa es posible, de Malas tierras, la primera película de Terrence Mallick, y La noche del cazador, el único largometraje que dirigió Charles Laughton.

Muestra señera de eso que los gringos definen como american gothic, El diablo a todas horas (The devil all the time) es una adaptación de la novela homónima de Donald Ray Pollock (Knockemstiff, Ohio, 1954) editada en España por Mondadori, al igual que el resto de la breve obra de nuestro hombre, que se reduce a otra novela, El banquete celestial, y un libro de relatos titulado como el pueblo en el que nació su autor, Knockemstiff, que puede traducirse libremente como Déjalos tiesos: nacer en un sitio así tiene que imprimir carácter a la fuerza. Como prueba innegable de que el escritor bendice la versión audiovisual de su obra, ahí está su propia voz en off a lo largo de todo el metraje.

El diablo a todas horas se sitúa en la América rural --simple, cazurra y meapilas-- de 1957, impregnada por todas partes de la presencia de un Dios que está en la mente de todos, pero no parece cumplir ninguna función práctica, pues la manera de arreglar las cosas en la zona suele ser a tiros. Sus personajes son, en el mejor de los casos, unos pobres infelices perdidos en el mundo y maltratados por la vida, y en el peor, psicópatas peligrosísimos consagrados a la discutible tarea de hacer daño a sus semejantes. Entre los primeros, el joven Arvin (Tom Holland), que ha perdido a su madre --a causa de un cáncer-- y a su padre (Bill Skarsgard), un veterano de la segunda guerra mundial que nunca superó haberse topado con un camarada crucificado por los japoneses (o por algo peor) y se quitó de en medio el mismo día que se quedó viudo; entre los segundos, una pareja de asesinos en serie especializada en eliminar autoestopistas y un predicador siniestro (Robert Pattinson) que deja preñada a la hermanastra de Arvin y luego, si te he visto, no me acuerdo. El destino los junta a todos y ellos hacen lo que pueden para sobrevivir, unos con más fortuna que otros.

Todo esto existe, sin melodramas

En la zona donde se desarrolla la acción, la normalidad es solo aparente. En esa comunidad de seres (teóricamente) temerosos de Dios, el horror y la locura campan a sus anchas mientras el narrador nos habla de ellos con la curiosidad y la relativa sorpresa de un entomólogo. El cúmulo de desgracias se intuye desde las primeras secuencias, pero todo se nos cuenta con fatalismo, sin aspavientos, sin juicios de valor, como cuando Amalia Rodrigues, en una de sus canciones, decía aquello tan impepinable de Todo esto existe, todo esto es triste, todo esto es fado. A falta de fados, la banda sonora está compuesta por canciones de folk, country y gospel que van ambientando las sucesivas tragedias.

El director, Antonio Campos (Nueva York, 1983), hijo de un periodista brasileño y una productora norteamericana de padres italianos, adopta el mismo fatalismo y discreto estupor del autor al que adapta (a medias con su hermano Paulo en el guion) y nos ahorra dramatismo y moralina. Esto es lo que hay en la América profunda, parece decirnos, y yo no estoy para bendecirlo ni condenarlo, solo para mostrarlo y que usted, espectador, saque sus propias conclusiones. Narrada con un ritmo firme y sin alharacas, El diablo a todas horas constituye un genuino descenso a los infiernos que no cae en ninguna de las trampas del melodrama social. Todo esto existe, todo esto es triste y Dios, por mucho que lo citemos y lo tengamos presente, pasa de nosotros una barbaridad.