La escritora Agatha Christie / RTVE

La escritora Agatha Christie / RTVE

Letra Clásica

Las apoteosis de Agatha Christie

Con la noticia sobre la novela 'Diez negritos', la escritora aparece de nuevo con la "carpintería" que la llevó a ser tan leída

30 agosto, 2020 00:00

La maniobra publicitaria de cambiarle el título a Diez negritos so pretexto de corrección política es un agravio a la inteligencia del lector, pero ver en la prensa otra vez el nombre de Agatha Christie me ha recordado el verano infantil en que, a la hora de la obligada siesta, leí Diez negritos y otras ocho o nueve novelas suyas. Las leí de corrido y admiré aquellas carpinterías elaboradas, aunque a veces me decepcionaba el truco --ya que, como dijo P.D. James, “Agatha Christie tiene sus cartas y las baraja con sus ágiles dedos hasta que, por supuesto, el lector descubre la clase de truco que emplea”--  y al final me levanté por fin de aquella bendita hamaca, y chasqueando la lengua regresé de la falsa siesta a la vida real.

Mientras tanto ya el verano se precipitaba a su fin, con aquellas características tormentas de agosto que duraban un par de días.

Nunca he pensado en releer la sombría Diez negritos ni las demás novelas de la señora Christie, porque entiendo que aquella era la edad correcta para hacerlo. En efecto, es una lectura infantil; pero eso no es un descrédito. Savater, que las celebra en su último libro, Aquí hay leones, dice que en la literatura no todo tiene que ser caviar, también son apetitosas las sardinas en escabeche. Tiene razón.

Otros consideran a Agatha Christie con condescendencia. Raymond Chandler abominaba de ella y de ese tipo de novela policial en que al detective siempre se lo ve “jugueteando con horarios y pedacitos de papel carbonizado, y quién pisoteó el lindo madroño en flor al pie de la ventana de la biblioteca".

El ambiente conservador

Comúnmente se acusa a la señora Christie de que sus personajes eran planos, marionetas estereotipadas, empezando por el mismo Poirot y acabando por el jardinero. Ramón de España señaló en El Periódico que “acaba uno hasta el gorro de la solterona hipocondríaca, el militar jubilado y el maldito vicario”. Cierto, pero resulta que ella sigue siendo la novelista más leída del mundo entero, la más exitosa de la historia. ¿Por qué será? Sobre todo por dos motivos que paso a exponer.

El primero, precisamente, la sensación confortable que depara el ambiente conservador de las novelas. Con su baronet, su vicario y su militar jubilado después de años en la India, entre otros tipos acaudalados y mayordomos, que a menudo viven en un manor o un gran hotel o viajan en el Orient Express. Y en ese mundo de buen tono, ordenado y privilegiado, no solo se introduce una víbora, un asesino, sino que, como las investigaciones de Poirot demuestran, todos y cada uno de los personajes son potencialmente el asesino, todos tenían motivos y deseos de ver muerta a la víctima, aunque todos tienen una coartada granítica… aparentemente. De manera que el paisaje social supuestamente armonioso en realidad era --como sospechamos de la sociedad en la vida real-- un avispero animado por el rencor, los celos o la codicia.

Así que el lector, ingenuo y perverso como es, recibe la doble gratificación de ser virtualmente aceptado en ese mundillo y de constatar que en realidad no se pierde nada por no formar parte de él, ya que tras las bellas apariencias está podrido.

Todos en la biblioteca

Y esto desde la primera novela, El misterioso caso de Styles (1920), que marca el tono de todas las demás: el pueblo de Styles St. Mary es muy tranquilo, y Styles House es una típica mansión campestre inglesa. El capitán Hastings (pálida copia del  doctor Watson de Sherlock Holmes) va de visita a su viejo amigo John Cavendish y lo halla sumido en una incómoda situación familiar: su madre se casó con un cazafortunas. Poco después ella muere envenenada delante de varios miembros de la familia, pronunciando el nombre de su esposo, a quien todos los indicios acusan. ¿Es él el verdadero asesino?

Poirot hace sus averiguaciones: recoge papelitos quemados, observa huellas en el rododendro, pregunta a todos los testigos dónde se hallaba en el momento del crimen, se estruja sus irritantes “pequeñas células grises” y… oh là là… “Ya he resuelto el caso, Hastings. Oui, oui, mon cher ami. Ya puede llamar al inspector Japp para que venga a llevarse al culpable, y, mientras llega, que todos se reúnan en la biblioteca dentro de quince minutos.”

La ama de llaves

Entonces, en el último capítulo, viene la apoteosis de Agatha Christie: el triunfo de la luz de la razón que se derrama, deslumbrante, sobre todos los personajes. Poirot larga una parrafada en que resume lo que ha sucedido en los capítulos precedentes, y luego encara al primero de los sospechosos: le explica por qué desde el principio sospechó de él, y cuando parece que le va a acusar, y el lector también se ha convencido de su culpabilidad, el detective lo descarta, gracias a un detallito que a todos había pasado desapercibido pero que le exonera. Y Poirot pasa al siguiente. La misma función, y al siguiente. Así, hasta detenerse en el verdadero criminal (que resulta que es el primo tonto, que en realidad no era tonto sino muy listo y pérfido. ¡Quién lo hubiera imaginado! ¡Y además el ama de llaves es secretamente su hermanastra y compinche!), cuya culpabilidad queda expuesta en el preciso momento en que llega Japp con las esposas…

Recuerdo que este teatral “juicio final” me encantaba y me hacía lamentar que no se prolongase todavía unas páginas más. Que alguna novela, por el motivo que fuese, no terminase así, era una fuerte decepción. Sentías que faltaba algo.

Con la apoteosis, por el contrario, el caso criminal quedaba perfectamente resuelto, envuelto y atado con un lazo. Y ya podías pasar a la siguiente novela de Agatha Christie, calculando que iba a ser igual de excitante e igual de... sí, de engañosa…