Letra Clásica
El otro Mauri
Los responsables del local parecían considerar su establecimiento como una especie de cápsula temporal que se había intentado preservar como en 1959
24 agosto, 2020 00:00Durante muchísimos años coincidieron en el Eixample barcelonés dos establecimientos consagrados al comercio y al bebercio que compartían un mismo nombre, Mauri, aunque no se parecían en nada el uno al otro. El más conocido era la cafetería y pastelería de Provenza con Rambla de Cataluña, lugar de reunión predilecta de viejas convergentes y buenos burgueses en general, que sigue en su sitio y funcionando viento en popa a toda vela. El otro Mauri chapó a finales de 2014 y ocupó la esquina de Provenza con Aribau desde 1959, cuando don Leandro Mauri se hizo cargo del bar Faló, que llevaba ahí desde principios del siglo XX, y le cambió el nombre, que se prestaba a bromas malsonantes por un quítame allá ese acento, por el de su familia. La gracia de este Mauri estaba en su ambiente anticuado, tronado y polvoriento (aunque estuviese limpio, que lo estaba). Daba la impresión de que las cosas cambiaban en el barrio para todo el mundo menos para los responsables del Mauri, que parecían considerar su local como una especie de cápsula temporal que se había intentado preservar como en 1959: no digo que no se hubieran producido leves cambios en la decoración, pero les puedo asegurar que no se notaban.
Me lo descubrió mi amigo Ignacio Vidal-Folch, que siempre ha tenido un penchant muy notable por los sitios interesantes que se sitúan a medio camino entre el clasicismo y el cutrerío. A Ignacio le fascinaban, además, un camarero de semblante simiesco dado a los comentarios insólitos y/o extemporáneos y una camarera deprimente que tampoco era manca a la hora de largar: un día, tras ver partir con evidente alivio a un cliente particularmente afeminado, soltó la frase inmortal "Hay días que a una le sale el asco por todos los poros", que hoy día le garantizaría una querella por delito de odio. No era una mujer especialmente agradable y, desde luego, no parecía disfrutar mucho de su trabajo, pero su actitud ceniza le hacía mucha gracia a mi amigo y, de rebote, a mí. Nunca sabías cuando se iba a mostrar contrariada, y eso le añadía emoción hasta al simple acto de pagar las consumiciones: un día se rebotó porque no recordábamos con exactitud el número de croquetas que nos habíamos comido, como si fuese obligación del cliente llevar la cuenta de lo que se zampa. Magnánimamente, nos cobró cuatro tras informarle de que nos habíamos comido "cuatro o cinco croquetas" ("No es lo mismo cuatro que cinco", precisó antes de tomar el sendero de la generosidad).
En el Mauri se podía desayunar, comer, merendar y hasta cenar, si te apañabas con un bocadillo o unas croquetas o un trozo de tortilla de patatas. La terraza era estupenda y a mediodía iba muy buscada por los desocupados con tendencia a exponerse al sol cual lagartos, pero para captar el genuino ambiente del lugar había que acceder a su interior, a esas mesas vetustas, a esas sillas con tapizado granate que parecían heredadas de otro sitio, a esa barra desde la que la camarera deprimente (y deprimida, diría yo) proyectaba sobre los clientes un asco que a veces le salía de todos los poros.
Ahora hay en su lugar un local moderniqui en el que nunca he puesto los pies, y creo que Ignacio tampoco. Supongo que el camarero simiesco y la camarera deprimida/deprimente disfrutan de su bien ganada jubilación. No sé si la señora Mauri sigue entre nosotros o si se ha reunido ya con su marido. Pero noto un extraño vacío en el barrio, muy similar al que dejó el restaurante El Caballito Blanco: me gusta poder acceder a lugares en los que no sabes muy bien en qué año estás ni falta que te hace, pero me temo, a tenor de los hechos, que no es un gusto que comparta mucha gente en mi ciudad. Lástima.