Letra Clásica
Vilallonga contra Umbral
Releer a un escritor muerto no es resucitarle, pero existe esa ilusión. Parece que escuchas su voz, cerca del oído, susurrante…
Por eso me alegra reencontrarme con José Luis de Vilallonga (1920-2007), aunque sea a propósito de un texto breve como Los espíritus de Fellini (Elba editorial, traducción de Eduardo Gudiño, edición de Erneto Hernández Busto).
Era un truhán, era un señor, que me hizo pasar muy buenos ratos. Como dije el domingo pasado, me hizo mucha compañía a lo largo de muchos domingos con sus artículos, sucesivamente publicados, con ligeras correcciones para adaptarse al formato de cada periódico y simular que era material nuevo, primero en El País, luego en La Vanguardia y después todavía en El Periódico. En este canibalismo de sí mismo operaba un poco como su admirado Pla. Después de El Periódico ya no quedaba nada y se murió.
Aquellas anécdotas, repetidas y siempre flippant (la conversación con Aristóteles Onassis, con Madame Claude, con Jeanne Moreau, con el Sha de Irán, etc.), me instaron a leer cuando se presentaba la ocasión algunos de sus libros, de los cuales el mejor, el más tembloroso y sincero, me pareció la novela, o autobiografía velada y estetizada, Un gentilhombre europeo. También eran deliciosas algunas anécdotas y relatos de La nostalgia es un error.
Le reconozco talento literario, pero si me gustaba Vilallonga no era por eso. Me gusta que un tipo como él existiera. Era una extravagancia, un artículo de lujo que se permitía la vida en una época restreñida y avara; era una alegría de un tipo de caradura como lo fueron también para mí, cada uno en su estilo y salvando las distancias, Arturo Fernández y Salvador Dalí. O incluso Bertín Osborne, que afortunadamente aún vive, por antañón que parezca. Espartaco Santoni, no, apártate, Espartaco, tú no puedes sumarte a esta lista porque eras una rata, y lo digo con todas las letras, pese al diktat del clásico De mortuis nihil nisi bonum [de los muertos no hay que decir nada que no sea bueno].
También conculco la enseñanza del clásico De nobis ipsis silemus [sobre nosotros mismos mantengamos silencio] si digo que no comparto la manera de pensar de ninguno de ellos, no me gusta especialmente la pintura de Dalí, ni el teatro de Arturo Fernández, ni las canciones de Bertín, ni el pensamiento de Vilallonga, pero me alegra que hayan existido, un poco como aquellos embaucadores dieciochescos que al final los echaban de todas las cortes europeas porque les habían pillado haciendo trampas a los naipes o saliendo de puntillas del dormitorio que no tocaba. Y todos los cortesanos aprobaban su expulsión, pero al verles partir suspiraban, pues aquellos liantes les habían aportado algo inefable y escaso: alegría de vivir.
El problema de Umbral
Curiosamente, ahora que lo pienso, los cuatro que he mencionado compartían la cualidad de la apostura física --por lo menos cuando eran jóvenes. Y puedo jactarme (aunque pocos me envidiarán por ello) de haberlos conocido a todos; me falta Bertín pero es cuestión de tiempo.
Vilallonga, Dalí, Bertín, Arturo: son algo mejor que un hombre, mejor incluso que una obra: son una idea.
Y lo mejor es que esa idea ni siquiera es original: es una fantasía eterna de la humanidad, una fantasía relacionada con la desenvoltura, con una exhibición de alegría y optimismo en la que se intuye un fondo secretamente melancólico; relacionada, también, con la ilusión de que la buena planta, la buena presencia, la indumentaria atildada y pulquérrima, la simpatía y la caradura, son cosas que no cuestan nada y que en cambio te abren casi todas las puertas; relacionadas con pasar por la vida sin sufrir demasiado, gracias a un talento innato y la debilidad de las mujeres por uno; en fin, todos conocemos a alguien un poco así, y esa fantasía ahora no me voy a detener para definirla con más rigor porque confío en la inteligencia del lector, que me ahorra el esfuerzo.
Vilallonga era marqués de Bellver, creía que tenía que codearse con los ricos y también procuraba vivir como ellos, aunque no pudiera permitírselo y a su muerte dejase deudas escalofriantes. Su narcisismo extraordinario le llevaba a hablar bien de casi todo el mundo (pues es un desdichado el que se relaciona con gente baja), pero también hacía excepciones. Cuando consideraba que tenía que morder, mordía. Recuerdo que cuando yo trabajaba en La Vanguardia alguien colgó en el tablón donde se exhibían noticias supuestamente del interés de todos, o supuestamente graciosas, un artículo de Vilallonga, un artículo publicado en no sé qué semanario de la época, en el que a la sazón volvía a repetir las mismas anécdotas ya contadas en El País, La Vanguardia y El Periódico, y donde aquella semana descuartizaba a Francisco Umbral con saña inaudita.
Contaba Vilallonga que el famoso columnista le aburría mucho y le parecía un despreciable advenedizo, pero por complacer a su mujer de entonces, que sentía piedad por Umbral, algunas veces había consentido en echarle de cenar, en aceptarle en su mesa. Lo cual tenía cierto mérito, decía porque debido a una infección cutánea repugnante, unas pústulas extendidas por todo el torso de Umbral supuraban una especie de pus amarillenta y hedionda que el desdichado procuraba secar poniéndose bajo la camisa papeles de periódico que de todas maneras acababan empapados. El hedor era casi tan repulsivo como la vulgaridad de la conversación de Umbral.
Bien: aquello, por más lujo de detalles que aportase Vilallonga sobre su propia abnegación y los escalofríos que sentía al oír los crujidos de aquellos papeles de periódico bajo la camisa de Umbral, parecía falso, falsísimo; y el ensañamiento, injurioso, indiscreto y en cualquier caso contradictorio con el señorío y elegancia aristocrática que Vilallonga pregonaba y predicaba. ¿Cómo, por qué se había rebajado a aquel nivel indigno incluso de Agustí Colomines?
Con camisa nueva
Tuve ocasión de despejar esa incógnita poco después, si no me equivoco cuando publicó El Rey, libro de interés relativo pero un best seller gracias al cual enjugó parte de sus deudas con Plaza & Janés.
Llàtzer Moix, el excelente jefe de Cultura de La Vanguardia (al que ya no veo nunca porque incurre en la extravagancia de seguir viviendo en Barcelona), nos preguntó quién quería, o quién podía, leer aquel libro y hacerle al autor una entrevista con fundamento, y me apresuré a ofrecerme voluntario. Ninguno de mis compañeros compitió por ese honor. Y unos días después pude comer con mi incierto ídolo en un restaurante. Restaurante de postín, naturalmente. Él no era hombre de menú.
Al conocerle me impresionó su altura física, su perfil rapaz y la calidad suntuosa de la camisa de algodón que sin duda estrenaba aquel día: una camisa de cuello blanco y cuerpo a rayas azules y blancas, realzada con una corbata de seda de Armani con el nudo demasiado ancho –esto siempre me parece hortera–, y puños dobles que ostentaban unos grandes gemelos de oro blanco o de platino en los que estaban engastadas unas gemas verdes. De alguna manera aquella prestancia casaba bien con él, y hasta lo consideré una deferencia.
En cuanto pude, le pregunté por aquel asesinato por escrito de Umbral.
…Pero veo que me estoy alargando y para explicar esta anécdota, y otras, no menos suculentas, voy a tener que dedicarle a José Luis de Vilallonga un tercer artículo. Lo cual no me molesta, pues la verdad es que me lo paso la mar de bien recordándole. Solo que no será el próximo domingo, pues tengo algo aún mejor que contarte, sobre un gran artista. Pero sí el siguiente.