Barcelona, años 20 / DANIEL ROSELL

Barcelona, años 20 / DANIEL ROSELL

Letra Clásica

La Barcelona lunfarda de Francisco Madrid

La editorial Libros de Vanguardia recupera las deslumbrantes crónicas que el periodista catalán escribió sobre la miserable y fascinante Barcelona de los años veinte

16 abril, 2020 00:10

Toda la verdad de la vida está atrapada en los compases de un tango. La existencia como un melodrama sentimental. Las calles como una aventura agria. Las mañanas de amanecer sucio. Esos días en los que el crepúsculo se alza como una noche infinita donde todo es posible y abominable. Bello y hediondo. El imperio del naturalismo sólo es una más de todas las variantes posibles de la poesía de la vulgaridad, el código literario del mundo moderno antes de la popularización de la tecnología. El universo, entonces, era en blanco y negro. Violento y auténtico. 

Se mentía de verdad, no con desgana o por costumbre. El pálpito íntimo de los hombres ciertos –los famosos guapos de los poemas de Borges– oscilaba desordenadamente entre las ensoñaciones políticas –hablamos de la era del anarquismo en alpargatas– o se derramaba sobre los adoquines sucios de callejuelas sin salida. Se dormía en catres llenos de piojos, entre ladrones y bandoleros de segunda clase, soñando con una libertad indecente. Y se envidiaba a los afortunados patronos con bigotes a lo Bismarck que podían distraer la melancolía de las tardes en burdeles con pianolas desafinadas. Lujo y espanto. Vida y muerte. El mar sordo, a lo lejos.

Barcelona, 1920. La era de las boites, los cabarets, el music-hall, los prostíbulos donde se maldecía a gritos a la propia madre y los rincones rebosantes de adoquines tirados a la buena de Dios tras soportar el paso cadencioso de los mulos. De este tiempo, que se ha ido, pero que también es eterno, porque en su evocación perdura la ciudad de nuestros abuelos, poblada por unos antepasados que nunca conocimos, escribió unas portentosas crónicas y retratos del natural un periodista –sin escuela– llamado Francisco Madrid (Barcelona 1900-Buenos Aires, 1952), que se presentaba así: “A los 13 años fui aprendiz en una tienda de géneros de punto, a los 14, meritorio en un banco; a los 15, mecanógrafo de un concejal, a los 16, empleado en la casa de Pich; a los 17, oficial en la oficina del señor Lerroux, a los 18, redactor de Los Miserables; a los 19 entré en la cárcel; a los 20 era redactor de El Sol; a los 22 tuve que salir de Barcelona porque la muerte me acechaba traicionera (…)”. 

el periodista francisco madrid

Fotografía de Francisco Madrid de 1925 incluida en Muerte en Atarazanas / FAMILIA MADRID

Tuvo una vida de película, plena de aspiraciones y contratiempos, que continuó en el Nuevo Mundo –léase en la Argentina– y que aparece, como un inmenso interrogante, cuando uno se pregunta quién es el autor de este autorretrato sin piedad. Hablamos, probablemente, de uno de los grandes periodistas de su tiempo. También de un pie de imprenta jubiloso: el que introducía mediante anuncios minúsculos, a un módulo, en los diarios de Barcelona primero, y después en Madrid, al modo de los antiguos carteles cinematográficos, los primeros reportajes de inmersión. Esas piezas de relojería descriptiva en las que el ojo del cronista se convierte en una cámara que mira la ciudad portuaria sin afeites ni espumas. Sustituyendo la mirada del costumbrismo –esa literatura de la falsa estampa– por una sinceridad atroz de desgracias y quebrantos que, sin embargo, nos enseña la vida auténtica, el ritmo sonámbulo de los días miserables y las noches de espejismos de alcohol y tabaco rancio. 

Portada del ilustrador Kif para el libro 'El Barrio chino al desnudo' de Alfonso Martínez Rizo (1931) de Ediciones Bistagne

Ilustración de Kif para e libro El barrio chino al desnudo (1931), de Alfonso Martínez Rizo.

Francisco Madrid escribió sobre la Barcelona de los años 20 como nadie, instalándose de lleno y sin excusas en su miseria y su desesperanza guiñolesca. Su obra, sin embargo, pese a gozar en su día de amplia aceptación popular, no logró, acaso por esas injusticias del tiempo amarillo, permanecer en las estanterías de los clásicos contemporáneos, probablemente porque nació gracias al cadalso diario del periodismo y, como ha ocurrido en tantos otros casos, su únicos custodios son las hemerotecas y en las librerías de saldo donde los coleccionistas buscan los tesoros de la literatura popular de principios del pasado siglo. El secreto pulp español.

La editorial Libros de Vanguardia ha reeditado ahora, en una edición de Julià Guillamón (en colaboración con la familia de Madrid), y con prefacio de Sergio Vila-SanjuánSangre en Atarazanas, una novelita lumpen –por decirlo a lo Bolaño– a la que siguen una serie de reportajes deslumbrantes donde se retrata la Barcelona del barrio chino –el viejo puerto con sus infinitas extensiones de sufrimiento–, los bajos fondos del Raval, la España portuaria, miserable y abigarrada de un tiempo lejanísimo de tranvías con pistoleros, meretrices e invertidos. Los seres que nos antecedieron y poblaron nuestro mismo solar hace ahora un siglo exacto.

Sangre en las Atarazanas, Francisco Madrid 

 

El libro, al que acompañan las fotografías de Gabriel Casas i Galobardes, es una joya sobre un tiempo diluido que, no obstante, a nosotros nos parece presente, porque expresa con una maestría admirable la mirada de un espectador sensible ante los estragos del mundo moderno. Madrid es un perfecto Roberto Arlt catalán. En sus reportajes palpita la misma cosmogonía, la genealogía eléctrica, que el escritor argentino retrata en sus Aguafuertes porteñas y en ese milagro con forma de relato que es Las fieras. Las historias de un sinfín de gentes de aluvión en busca de una redención imposible, que proyectan a través del sexo, la violencia y el autoengaño mientras caminan, alucinados, por el Distrito Quinto de la Ciudad Condal, colmena de suspiros, frustraciones y anhelos destrozados por la realidad. 

azcoSu derrota, que es una épica invertida, aparece en los retratos de Madrid de forma directa, brutal. La caracterización que hace el periodista barcelonés de sus criaturas es antológica: mezcla sus orígenes con sus sueños quebrados. Sus luces y sus desgracias. De fondo, como contrapunto, un perfil fascinante de detritus y belleza convulsa. Los personajes de Muerte en Atarazanas son flores de estercolero, palpitantes y vivísimas. Prostitutas absurdas, homosexuales míticos, anarquistas que, como el zapatero andaluz de El juguete rabioso, la primera novela de Arlt, rumian su desencanto entre panfletos y libros de saldo; soldados en busca de desahogo carnal, señoritos burgueses que persiguen el brillo amargo de la depravación. Un bestiario de “civilización y hurdismo, que es toda una política nacional”. 

Su derrota, que es una épica invertida, aparece en los retratos de Madrid de forma directa, brutal. La caracterización que hace el periodista barcelonés de sus

Madrid muestra y observa; ni esconde (por decoro) ni hace juicios morales. Nos enseña así el reverso de una Barcelona que ya sólo perdura en las plaquettes de los anticuarios. Una ciudad de lecherías y prostíbulos donde las madames son las madres que las meretrices nunca tuvieron o perdieron en su infancia. En sus estampas salta una humanidad desatada, el carrusel de infortunios que conduce la vida de los pobres y de los ricos, igualados a la hora de la muerte y en el instante de los vicios. Limpiabotas y cerilleros que venden cocaína –la pieza dedicada al mercadeo de la droga es un prodigio–, revolucionarios tristes y fracasados, pistoleros como alacranes, soplones a sueldo, policías indecentes, serenos con auctoritas, mercados de afanadores, los domingos yertos de la calle Mediodía, los niños salvajes de la calle Cid, la historia de Jaume Ros, tiroteado igual que en una película de la mafia en las Atarazanas, y seres como Teresa, “la hija del Distrito Quinto que, como todas las pecadoras, acabó siendo creyente con una mezcla de superstición, magia, espiritismo y fe”. 

sangre en atarazanasUna Barcelona neorrealista, sin perchas “pero con ladrones”, donde conviene dejar la sensibilidad en la puerta al acceder a ciertos cabarets y en la que a las cosas se las llama por su nombre extranjero, con el maravilloso lenguaje del lunfardo o con el catalán de quienes saben que, a la hora de maldecir, no hay nada mejor que la lengua materna. Todo junto, igual que en un melodrama, eternizado en las páginas de El Escándalo, el olvidado semanario amarillo que impulsó el propio Madrid, industrial del periodismo realista, para publicar sus artículos cuando aspiraba, igual que Dostoievski, a crear arte gracias a la penumbra. 

Una Barcelona

Es el retrato de esa Barcelona donde el Noi del Sucre, “entonces en plena espiritualidad anarquista, venía a emancipar meretrices y a repartir hojas revolucionarias”, una ciudad sucia con taberneros gordos y rollizos donde los cafés “huelen a vinazo, a picadura ínfima y a porquería”, las esquinas están llenas de modistillas, “sentimentales con los que no tienen dinero y tiránicas con quienes lo tenían”, y el hogar de Joan Sebastiá, un revolucionario que adora las puestas de sol, lee con devoción a Campoamor y se enamora de Yvonne, “una petite blonde, epítome portuario de todas las rubias del mundo. Una fascinante corte de milagros y miseria llena de criaturas grotescas que se retratan y, sin saberlo, nos retratan antes de nacer. Periodismo de primera con fondo de tango.