El escritor Carlos Rojas / PLANETA

El escritor Carlos Rojas / PLANETA

Letra Clásica

Carlos Rojas, una aproximación

El escritor catalán, ganador de un sinfín de premios literarios en los años sesenta y setenta, vivía la literatura como una llave de paso entre la vida y la muerte

21 febrero, 2020 00:00

Carlos Rojas Vila está ya “en un mundo distinto y aún más hipotético que el nuestro”. Son palabras suyas. Fallecido este mes de febrero en Greenville (Carolina del Sur), vino al mundo en 1928 al lado de La Pedrera (la barcelonesa y gaudiniana Casa Milà). Antes de cumplir los 30 años de edad se instaló en los Estados Unidos y llegó a ser un destacado catedrático de Literatura española en la Universidad de Emory (Atlanta). Con sus libros obtuvo premios: el Ciudad de Barcelona (1958, por El asesino del César), Nacional de Literatura (1968, por Auto de fe), Planeta (1973, por Azaña), Ateneo de Sevilla (1977, por Memorias inéditas de José Antonio Primo de Rivera), Nadal (1979, por El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos) y Espejo de España (1984, por  El mundo mítico y mágico de Picasso). En todos ellos desplegó inmensos y variados conocimientos históricos y artísticos; el ya fallecido Robert Saladrigas calificaba su estilo de expresamente arcaizante, abarrocado y dieciochesco. 

Cada año volvía a España. Le gustaba repetir que no podía dejar de hacerlo, que lo deseaba vivamente. Pero que, ya una vez aquí, sentía la imperiosa necesidad de volver y escapar de la mediocridad. Nos hicimos amigos. Durante varios años me encargué de atender su casa de Barcelona en sus ausencias y le hice no pocas gestiones. Cuando estaba aquí nos veíamos no menos de tres veces por semana; le resolvía problemas informáticos, le acompañaba al supermercado (cuando ya iba con muletas), comíamos y manteníamos largas horas de charla (era un insuperable conversador), a las que se incorporaba con cierta frecuencia mi hijo mayor (ambos se apreciaban mucho y su principal tema era el cine).

Le hice también de conductor, yendo numerosos fines de semana a su casa familiar de Maçanet de Cabrenys. Impenitente trabajador, Carlos Rojas era educado y respetuoso, frío y vehemente, presumido y pundonoroso, capaz de admirar y de agradecer pero también de desdeñar, a veces con una soberbia nada inteligente. Era elitista e iconoclasta, demoledor de prestigios, descreído e irónico, mordaz y orgulloso, conservador y fervorosamente republicano. Un tipo fascinante que sabía bromear y hacer reír con gozo a sus íntimos con sus imitaciones de voz y de gestos; recuerdo en especial las del profesor Palomeque y el editor Lara.

Azaña, Carlos Rojas

Fue un hombre de frontera: lo era entre España y Estados Unidos, entre la literatura y el arte, entre la vida y la muerte. Nunca votó en los Estados Unidos y creo que apenas lo hizo en España. Aborrecía de modo extraordinario a Jordi Pujol y despreciaba el nacionalismo por ignorar el pasado y odiar al vecino. Pocos saben que, asqueado y asustado por la deriva del procés, adoptó la nacionalidad norteamericana, la del país que le acogió y donde pasó dos tercios de su vida, de donde eran Eunice, su maravillosa mujer, y sus dos hijos (ambos profesores universitarios).

Josep Tarradellas opinó sobre su obra en una carta personal al líder anarcosindicalista Diego Abad de Santillán, escrita en 1974 y conservada en su archivo personal, que está en el Monasterio de Poblet. Creo que merece ser divulgada. Decía el president acerca de Carlos Rojas: “Nuestro amigo es uno de los pocos (casi me atrevería a decir el único) que ha comprendido lo que sucedió durante nuestra guerra y que intenta explicar a las generaciones actuales los verdaderos motivos de la lucha que empezó el 19 de julio y los esfuerzos inauditos que realizamos para impedir el triunfo del franquismo. Es evidente que no le ha sido posible escribir cuanto sabe, ni todo lo que siente, pero su obra merece nuestro agradecimiento por significar un paso considerable en el camino del mejor comprender a todos aquellos que deseamos para España un porvenir de libertad”.

Carlos Rojas tenía siete años de edad cuando estalló la Guerra Civil. Escribió en 1970 su libro Por qué perdimos la guerra, que reeditó y amplió en 2006: una antología con textos de protagonistas. Impecablemente documentado, era objetivo pero no imparcial. Me juró mil veces que la célebre frase Contra Franco vivíamos mejor era original de su amigo Antonio de Senillosa y no, como siempre se repite, de Manuel Vázquez Montalbán, quien la adoptó con éxito. Vivía la literatura como llave de paso en el laberinto que une la vida y la muerte, y reúne lo consciente con lo inconsciente. La creencia de que en la curvatura de espacio-tiempo laten resonancias y posibilidades que esperan ser descubiertas se refleja con intensidad en su obra El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos, que no hace mucho versionó al inglés la célebre traductora Edith Grossman.

C. G. Jung denominaba sombra a la suma de propiedades escondidas en una persona y que acarrean perjuicios, funciones mal desarrolladas y los contenidos de su inconsciente. El psicólogo suizo afirmó que si pudiéramos ver nuestra sombra, nos inmunizaríamos contra toda infección moral y mental. Creo que Carlos Rojas lo intentó hasta cierto punto y que para asistir a su realidad más deseada se acogió a la figura de Federico García Lorca, ya muerto e impotente para configurar cómo debía ser leído y recordado por los demás.

Picasso, Carlos Rojas / PLANETA

Al cumplir 50 años, Carlos Rojas comenzó su obra artística, plasmada en diversas colecciones de notables collages filosóficos, la continuación de sus escritos por otros medios. Escribió e interpretó a pintores como Goya, Dalí y Picasso. De Salvador Dalí subrayaba “el doloroso convencimiento de que sus padres no querían concebirlo, cuando lo engendraron, sino inconsciente y desesperadamente trataban de resucitar al otro hijo desaparecido”, nueve meses antes; siempre el reflejo personal de sus angustias obsesivas: fue hijo único y con unos cinco años de edad perdió todo contacto con su padre.

El Guernica de Picasso era para él símbolo de los frutos de una repugnante crueldad. En el siglo XX, la sangre derramada en siniestra estupidez nos hermana a todos los contemporáneos en común responsabilidad: “Cada espectador del Guernica deviene su verdugo invisible, porque a todos nos acusa la luz de la lámpara en lo alto del mural. A diferencia de El 3 de mayo, donde la ejecución corre a cargo de un piquete sin rostro, Picasso nos convierte en unos jueces que en el fondo de sí mismos descubren a un asesino inocente. Quienes arrasaron la villa son nuestros hermanos, creados a imagen de Dios y de nosotros mismos. Ni siquiera a sí mismo se exime Picasso”. Falto de esperanza humana, entendía que “la distribución de la miseria moral sobre la Tierra es siempre mucho más equitativa que la de la riqueza”.

Carlos Rojas sentía veneración por el arte románico catalán (consideraba muy superior el valor del arte catalán al de la literatura en catalán). En especial, veía al Mestre de Sant Climent de Taüll como un genio incomparable en técnica y personalidad. Ahora, Carlos es sus cenizas y resuena en mí el decir de Shakespeare: ‘La hora más oscura precede el alba’. En buena medida, él era un gran solitario que se sentía más próximo a los muertos que a los vivos. Recitaba, sin ápice de pedantería, versos y rememoraba los últimos de Antonio Machado en Collioure: “Esos días azules y este sol de la infancia”. Cada vez que se despedía esbozaba la mejor de sus sonrisas y decía lo que yo ahora le digo: ‘Hasta siempre, viejo’.