Letra Clásica
Giorgi Markov y el paraguas búlgaro
El exiliado búlgaro sufrió uno de los episodios más llamativos de la guerra fría, como víctima de un crimen de Estado
26 enero, 2020 00:00Ayer al recibir el delgado volumen de Retrato de mi doble, novela corta, o noveleta, como dicen los cubanos, de Giorgy Markov, sonó una campana, el eco de un recuerdo. Giorgy Markov (1929-1978) fue el exiliado búlgaro que sufrió uno de los episodios más llamativos de la guerra fría, como víctima de un crimen de Estado. Mientras esperaba al autobús, como cada día, en la parada del puente de Waterloo de Londres, sintió un agudo y doloroso pinchazo en la pantorrilla. Se volvió y vio a un tipo huidizo que le pedía perdón con acento extranjero mientras parecía recoger el paraguas que se le había caído al suelo, y con el que supuestamente le había pinchado sin querer. El desconocido cruzó rápidamente la calzada, se subió a un taxi que parecía estar esperándole, y desapareció en el tráfico.
Cuando Markov llegó a las oficinas de Radio Free Europe --la emisora financiada por los EEUU que transmitía información a los países del Este europeo sometidos a férrea censura--, donde denunciaba con un programa semanal la tiranía del régimen de Todor Zizkov, el área del pinchazo se había hinchado y el escozor aumentaba en vez de aplacarse. Había sido envenenado. Cuatro días después fallecía en el hospital de Saint James. Víctima del que sería llamado “el paraguas búlgaro”: un arma inventada por la KGB --entonces dirigida por Yuri Andropov, que al cabo de cuatro años, y durante 15 meses, sería secretario general del Partido Comunista de la URSS-- y ofrecida a la Sigurnost, la policía secreta de Bulgaria.
Consistía en una pistolita disimulada en el paraguas que disparaba un perdigón minúsculo, una bolita de metal en la que se han practicado unas cavidades. Estas cavidades se llenan de ricino, un potente veneno, y se tapan con una finísima película de cera, que al someterse a la temperatura del cuerpo humano se derrite, liberando el ricino, que entonces se difunde por el organismo.
Antes de dar el salto a Occidente Markov había sido, en Sofía, una figura prometedora del escenario periodístico, literario y televisivo, como guionista de la popular serie Cada kilómetro, ambientada durante la segunda guerra mundial, donde el detective Velinsky se enfrentaba incansablemente al partisano Deyanov. Se le consideraba una pluma brillante aunque cada vez más descaradamente desafecto al régimen y más censurado. Por fin en 1969 pudo salir de viaje a Italia para visitar a su hermano, que vivía en Bolonia, y ya no regresó. Se trasladó a Londres, aprendió inglés e intentó abrirse camino como escritor independiente. Hasta cierto punto lo consiguió: se estrenaron dos de sus obras teatrales y preparaba la edición de una novela cuando fue asesinado; parece que sus críticas a la hija de Zizkov fueron determinantes para su condena a muerte.
Si se contemplan las últimas fotos de Markov se ve el rostro de un cuarentón jovial, risueño y despeinado, con todo el aspecto de un intelectual europeo o norteamericano más o menos bohemio y desenvuelto de los años 70: un hombre que nos parece muy próximo, con sueños de vida literaria claros, aunque entorpecidos o veteados con la responsabilidad de la lucha de denuncia política. Uno piensa: “qué lástima”, lástima que una inteligencia tan evidente, que prometía mayores logros, fuera fríamente eliminada antes de cumplir los 50 años, por orden de unos estadistas siniestros y repulsivos y por manos de Francesco Giullino, un criminal italiano de poca monta elevado a la categoría de letal sicario al servicio de la Sigurnost.
Ambiente clandestino
Uno también siente que la tragedia de Markov solo es una gota en el océano de desdichas particulares de las décadas de la guerra Fría. Si aún se le tributa un recuerdo se trata de un recuerdo despersonalizado, por la curiosidad excepcional del “paraguas búlgaro”, esa máquina infernal soviética.
Yo mencioné el caso con algún detalle en uno de mis libros, no podía no abalanzarme a leer Retrato de un doble, relato de su primer libro de cuentos publicado en Bulgaria mediados los años sesenta, que ahora precisamente se publica en España (ed. Siruela) no sé por qué motivo. Es una noveleta intrigante, escrita con buen pulso, que “se lee de un tirón”, como suele decirse, sobre una épica partida de póker en el ambiente clandestino de las timbas en la Sofía comunista.
El narrador, un periodista brillante y cínico, y su cómplice, son dos tahúres experimentados que se proponen desplumar a un odioso adversario, El hiena. El relato de las peripecias de la timba se interrumpe reiteradamente con excursos que retratan el carácter del narrador, practicante de un cinismo desesperado en sus relaciones profesionales y sentimentales como única forma de soportar la hipocresía e inmoralidad de la vida bajo el régimen totalitario.
Hay suspense, hay una escena memorable, hay un demonio dostoievskiano, hay un final sorprendente, y hay una evidente voluntad, por parte del escritor, de seducir y deslumbrar a los lectores, aunque la noveleta no sea una joya absoluta. Leyéndola ahora, a la luz de lo que sabemos sobre Markov, adquiere una calidad de presagio muy turbadora.