Grabado que representa las siluetas de Wagner y Bruckner en Bayreuth (1873) / OTTO BÖHLER.

Grabado que representa las siluetas de Wagner y Bruckner en Bayreuth (1873) / OTTO BÖHLER.

Letra Clásica

Bruckner, sinfonía de la complejidad

Un viaje por el universo sinfónico del compositor vienés, fascinante y enigmático, cuya obra musical nos conduce a mundos extraños e infinitos

27 agosto, 2019 00:00

“La complejidad era una forma de dar gracias a Dios por el don de la inteligencia”. En septiembre pasado, Daniel Harding, el joven director de orquesta discípulo de Claudio Abbado definió así, en una brillante charla en la Filarmónica de Berlín, el propósito de Anton Bruckner en su quinta sinfonía, que el propio Harding iba a dirigir aquella tarde con los músicos de la capital alemana. Harding se explayó acerca del virtuosismo compositivo del que Bruckner alardeó en esa sinfonía, una de las más genuinas del compositor vienés, que en esa obra se emancipó definitivamente de sus influencias  –sobre todo del Schubert tardío que había inspirado sus primeras piezas sinfónicas– para emprender una experimentación musical sin parangón.

Todo lo que rodea a este compositor es fascinante y enigmático. Organista y profesor de la universidad de Viena, donde tuvo como alumno a Mahler, Bruckner era una especie de monje, un católico muy devoto, vinculado desde niño al monasterio de San Florian, su residencia favorita, donde tocaba el órgano bajo el que está sepultado. Soltero y célibe, mantuvo una relación un tanto enfermiza con las mujeres, sobre todo con las muy jóvenes, a las que idolatraba, persiguiéndolas con flores en los parques y pidiéndoles la mano por carta.

Nunca fue correspondido, pero el disgusto hubiera sido mayor de haberlo sido. Bruckner padecía de aritmomanía, un trastorno compulsivo que le obligaba a contar todos los pasos que daba, los escalones que subía o las ventanas que veía, una obsesión que se percibe claramente en sus composiciones, donde la repetición llega a menudo a extremos paroxísticos. Además de ninfófilo, Bruckner era también necrófilo. Le encantaban las tumbas y los cementerios. Cuando se trasladaron los restos de Beethoven y Schubert, asistió a la exhumación y besó las calaveras. Tenía también la manía de subir a los campanarios para comprobar si había una cruz. Depresivo y neurasténico, su obra fue recibida a menudo con hostilidad, lo que le provocaba severas crisis nerviosas. Los directores de orquesta le devolvían las partituras con cara de consternación, pidiéndole que las revisara en profundidad. Tímido y humilde, él siempre obedecía, pero conservaba –por fortuna– sus originales, seguro al mismo tiempo de lo que hacía.

Portada de un disco con la Sinfonía 9 de Buckner interpretada por Bruno Walter

Portada de un disco con la Sinfonía 9 de Buckner interpretada por Bruno Walter

Como adoraba a Wagner –el adagio de la séptima lo compuso mientras su maestro agonizaba–, Bruckner fue considerado en vida el oponente de Brahms, que en justa correspondencia le llamaba la “boa sinfónica”. La exuberancia de sus sinfonías, verdaderas catedrales del sonido, tardaron mucho en asimilarse y entenderse. Mahler fue uno de los pocos que supo reconocer la osadía de Bruckner, que llevó el lenguaje sinfónico a un extremo en el que ya se prefiguran las disonancias del siglo XX. En el desastroso estreno de la tercera sinfonía, que tuvo lugar en Viena en 1877, bajo la batuta no demasiado hábil del propio Bruckner, el público fue abandonando la sala –incluso algunos de los miembros de la orquesta se marcharon– y sólo unos pocos, entre ellos un Gustav Mahler de diecisiete años, se quedaron hasta el final. 

Escuchar la quinta es la mejor manera de comprobar si a uno le interesa su autor. Como decía Harding en su charla, Bruckner ya está aquí a solas con su mundo. La simetría compositiva entre el primer y el último adagio es hipnótica e inagotable. Uno nota cómo se le contagia la aritmomanía que sufría el compositor y que dispara la conciencia a las más altas especulaciones sobre el infinito. Es rarísima la simultánea impresión de fluidez, armonía y ruptura, sensaciones que se integran –a diferencia de lo que ocurre con Mahler– como si no hubiera agonía.

El segundo adagio, de una belleza exacta, me recuerda siempre a la célebre respuesta de Hamlet ante la perplejidad racional de Horacio cuando juntos ven aparecer el espectro del viejo rey: “And therefore as a stranger give it welcome. There are more things in heaven and earth, Horatio, than are dreamt in your philosophy” (“Y como extraño acógelo, pues. Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, de las que se han soñado en tu filosofía”). Todo Bruckner, de hecho, está dedicado a acoger esa extrañeza. Después del scherzo, llega el adagio final, en el que se retoman todos los motivos de los tres movimientos anteriores, los pizzicato, los parpadeos interrogantes del clarinete, que interrumpen una melodía para engendrar otra y abrir así una fuga y luego una doble fuga hasta levantar tres temas que suenan al mismo tiempo como un coro. El virtuosismo contrapuntístico de Bruckner es aquí apabullante.

En su charla, Harding decía que no hay manera de atacar ese movimiento si no es con un absoluto rigor científico, desmontando el engranaje y volviéndolo a montar. Es un desafío para cualquier director. El propio Harding lo pasó mal aquella tarde. El resultado fue un hermosísimo fracaso. Por eso fue tan admirable la ejecución de Andris Nelsons –uno de los mejores directores jóvenes de hoy en día en Europa– el pasado 22 de mayo en el Auditorio Nacional de Madrid, con la Gewandhausorchester de Leipzig, de larga tradición bruckneriana. Ahí Nelsons demostró la intimidad que ha adquirido con Bruckner, gracias a las excelentes grabaciones que ha hecho, sobre todo, de la tercera, de la sexta y de la séptima. La novena se le resiste, todavía, como a todos los jóvenes, pero ya le llegará su momento. En Madrid, en el último movimiento de la quinta, bajo la batuta de Nelsons, se oyeron constelaciones.  

En la discografía clásica de la quinta destacan, sobre todo, la de Furtwängler en 1942, la de Eugen Jochum con la Concertgebouw en 1964, la que dirigió Celibidache en 1985 para inaugurar el nuevo edificio de la Filarmónica de Múnich –es la versión más perfecta y asombrosa, fuera de este mundo, como siempre con el rumano– o la de Barenboim, buen seguidor de Celibidache, con la Filarmónica de Berlín en 1992. Todas demuestran que en esa partitura apenas hay margen para la improvisación. Todo está perfectamente trabado, con una exactitud que está más allá de nuestro entendimiento. 

La observación de Harding con respecto a la complejidad que citaba al principio encierra más de un interrogante. ¿De dónde surge esa necesidad de complejidad –que no es lo mismo que oscuridad– en todas las artes? ¿Y qué ocurre cuando la acción de gracias que la sustenta desaparece? ¿Y de cuándo data el rechazo a la complejidad que observamos en todos los órdenes? ¿Después de la Segunda Guerra Mundial, con la definitiva ruptura de la tradición? ¿En los años setenta, con el colapso de las vanguardias? Es un asunto para un seminario. Demasiadas preguntas mientras sigue sonando Bruckner.