Muchos indentifican a Carlos Zanón con la novela negra y es lógico. Sin embargo, el escritor barcelonés empezó como poeta. Fue la poesía la que le permitió entrar en el mundo literario. Solamente 20 años más tarde de su primer poemario vería la luz Tarde, mal y nunca, su primera novela. Desde hace dos años es el comisario de la BCNegra, un festival dedicado al género policial creado por Paco Camarasa. Acaba de publicar Problemas de identidad, una novela en la que rescata al mítico comisario Carvalho creado por el periodista, narrador y poeta Manuel Vázquez Montalbán. 

–Empezaste como poeta..

–Sí, publiqué mi primer libro de poemas con veintidós años y, hasta entonces, no había escrito nada en prosa, si bien desde el inicio mi objetivo fue escribir prosa. Durante los dos años siguientes escribí una especie de novela que se quedó en el cajón y un poemario que sí que se publicó. Conseguía publicar mis poemarios, pero no mis novelas y, de hecho, cuando publiqué la primera tenía en el cajón guardadas otras tres. Entre medio de la poesía y la narrativa me ocupé bastante de la música, pero creo que siempre tuve la misma mirada, una mirada de poeta, aunque creo que me falta el punto de excelencia lírica. 

–¿La poesía es en tu caso el género de la juventud y la novela, el de la madurez?

–No, creo que no soy un gran poeta. Veo a mucha gente que escribe poesía mejor que yo. Me siento no sólo más cómodo, sino más confiado en la novela, donde creo que he encontrado la manera de expresarme a través de una prosa que bebe de la poesía, una prosa que se construye a partir de imágenes.

–Puede que tu novela Taxi sea donde mejor se percibe esta prosa que nace y bebe de la poesía. 

–Seguramente. Este punto poético de la prosa viene de la música, a través de la cual llegué a la poesía. Pienso en esas canciones de Leonard Cohen que son como letanías y que fueron esenciales a la hora de pensar el ritmo narrativo de Taxi, o en Desolation Row de Dylan, una canción que me inspiró para construir uno de los capítulos de Johnny Thunders. Para mí, como te decía, la poesía llegó a través de la música popular. Cuando comencé a escribir prosa no hice ascos a todo lo que había hecho antes como poeta, al contrario, incorporé muchos elementos. Tengo la sensación de que si no meto poesía a lo que escribo no sube el suflé, el texto se queda plano. 

–Hace un par de años, tras la concesión del Premio Nobel, se discutía sobre el carácter literario de las letras de Dylan. Tu experiencia demuestra no solo que todo puede convertirse en material literario, sino que hay un trasvase continuo entre la cultura literaria y la musical.

–La música fue el canal para llegar a la poesía, para mí fue esencial la figura del cantautor electrificado. En mi casa no se leía: los poetas que me llegaban eran muy carrinclones o eso me parecían a mí. Con el tiempo descubrí que no todos eran tan malos, pero por entonces, ¿quién podría querer ser de mayor como Gloria Fuertes o Antonio Gala? ¡Nadie! Yo me quería parecer a Tequila, a David Bowie… Los de mi generación crecimos con las adaptaciones musicales de muchos poetas de mano de distintos cantautores y eran un auténtico coñazo.

Yo me entusiasmaba con Los Pegamoides, con Radio Futura, con Bowie, con Lou Reed y con Leonard Cohen, con cuyas canciones flipaba como flipaba con las canciones de Antonio Vega. Aquí hemos tenido muy buenos letristas. Esa poesía urbana fue muy importante para mi formación: hablaba de mí como no lo hacía la poesía que encontraba en los libros. Evidentemente, había mucha ignorancia y los libros estaban llenos de grandes poetas a los que yo no hacía caso

–¿A esos poetas de los libros llegaste más tarde?

–Sin duda. Descubrir a Panero fue una revolución, pero también lo fue descubrir a poetas más académicos, como José Hierro, Goytisolo o Gil de Biedma. Todos ellos son poetas potentísimos, pero que, en un momento dado, rechazaba porque eran los poetas oficiales, los que leían tus padres. Tú, como adolescente, querías ir a la contra. El único poeta que escapaba de este rechazo era Lorca, pero porque ya entonces tenía el mismo rango de una estrella del rock. Llegué a Poeta en Nueva York a través de Lou Reed y encontré en él unos poemas que me impresionaron. ¡Cómo describía Harlem! 

–¿Qué papel jugo el cine, también presente en tu obra? 

–Como la música, el cine me abrió puertas. El entusiasmo por la cultura popular hace que te abras a todo y que transites por nuevos caminos dentro de la cultura. Antes me preguntabas sobre el Nobel a Dylan y no te he contestado: a mí me parece bien porque es un reconocimiento a otra forma de hacer poesía. A mí personalmente Dylan no me gusta como letrista, le hubiera dado el Nobel a Leonard Cohen, pero está bien. 

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–Más de una vez te han definido como un autor posmoderno. ¿Te reconoces en esta definición?

–En gran medida el adjetivo posmoderno se ha convertido en un cajón de sastre, pero entiendo lo que se quiere decir cuando se usa. Para mí la alta y la baja cultura hablan de lo mismo: los superhéroes nos cuentan, al fin y al cabo, lo mismo que nos puede contar Kierkegaard, aunque de forma distinta y seguramente con un grado de profundidad diferente. A mí me gusta la cultura que entretiene y no me cuesta nada mezclar distintas formas de expresión porque creo que la mezcla da como resultado artefactos mucho más complejos. Recuerdo que cuando leí el volumen de cuentos La niña del pelo raro de Foster Wallace quedé alucinado, me gustó mucho, igual que su reportaje Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. En estos textos encontré una borradura de fronteras entre géneros, la mezcla de elementos… un punto loco que falta en la literatura española. 

–Y ya que citas el reportaje de Foster Wallace, déjame preguntarte sobre la mirada periodística que define gran parte de la obra de Vázquez Montalbán.

–Foster Wallace y Montalbán son ese tipo de autores que parecen tener una llave maestra que les sirve para abrir cualquier cosa. Vázquez Montalbán era capaz, por ejemplo, de hablar del Barça como si estuviera hablando de Carlomagno. Para ellos era igual sobre lo que estuvieran escribiendo: podía ser un crucero, un partido de fútbol o una película de serie B. Sabían ir más allá, ser brillantes escribiendo sobre cualquier cosa. Lo que me admiró de Foster Wallace es lo que me admiró de Pulp Fiction: pensé que era así como se tenía que escribir, había que trocear, mezclar, utilizar cualquier referencia… Las películas de Tarantino son música, cine, cómic, cultura underground… Están llenas de guiños, pero no es necesario entenderlos todos, porque la película funciona igual. Volviendo al periodismo, entendido como género literario que no se toma muy en serio y que juega con los límites, me parece muy interesante. 

–Esa falta de locura de la literatura española ¿tiene que ver con su tradición realista? ¿Es lo que te ha llevado a encontrar tus referentes en la cultura norteamericana?

–Cierta elección de algunos referentes que tuve en su momento tenía algo de esnobismo. Esa cosa de decir “como molan los de fuera, mientras que los de aquí no valen nada”. Este es un discurso absolutamente esnob. Dicho esto, en España sucede una cosa bastante curiosa: aparece un autor que hace algo mínimamente nuevo y parece que ha descubierto la pólvora. Nadie dice de dónde ni quiénes son sus padres, olvidando que sin Marsé, sin Delibes y sin Mendoza no estaríamos aquí. En Argentina esto no pasa, ahí todo el mundo sabe de dónde viene, en qué escuela se inscribe, a quién odia… Aquí, por el contrario, parece que no haya tradición y que cada nueva hornada de escritores sea algo nuevo, pero no es así. Como país nos falta ser conscientes de nuestra tradición. Y, por lo que se refiere al realismo, creo que es una de las lacras de nuestra literatura. A nosotros nos salvó el boom latinoamericano.

–¿Nos enseñó a escribir de otra manera?

–Evidentemente. Yo me reconozco leyendo los cuentos de Cortázar, disfrutando con Vargas Llosa y García Márquez. Nuestro realismo de sacristía es un coñazo, pero seguimos cayendo siempre ahí. ¿Por qué? Seguramente por una cierta incultura nuestra, por esnobismo y, como te decía antes, por nuestra falta de conciencia con respecto a nuestra tradición. Seguimos escribiendo pensando en que hay que reflejar cómo fueron las cosas, qué sucedió realmente, pero, ¿qué importa si esto fue así o no fue así si estamos hablando de una novela, que es puro artificio? El problema es que hay mucho andar y poco excavar; la pregunta no es tanto qué paso, sino por qué pasó.

–En su reseña de No llames a casa, Ricardo Senabre señalaba que lo interesante de esa novela era que el foco no estaba en dilucidar el caso, sino en el contexto, en analizar las razones.

–Es lo que intento hacer en mis novelas. Para mí lo interesante es indagar en por qué la gente hace determinadas cosas. Importa poco quién mató a quien, lo que a mí me interesa es por qué lo mató, por qué, en un determinado momento, alguien llega a pensar que el único lenguaje posible es el de la violencia. Me interesa la psicología del personaje y su contexto; actuamos de una determinada manera porque heredamos y hacemos propias una serie de relaciones –con la pareja, con la familia, con el trabajo, con el mundo– que nos llevan a vivir y a relacionarnos de una manera u otra. En La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han sostiene que somos nuestro propio capataz. Esta idea es muy interesante y lo que yo quiero es que una novela me consiga explicar qué significa esto, por qué dejamos que esto ocurra… No me expliques la historia de alguien que trabaja mucho y tiene una vida triste, explícame los motivos, el contexto, las reacciones psicológicas. En otras palabras, ve más allá de la historia.

–¿Tú reflexión se circunscribe solo a novela negra?

–No, porque no tiene que ver con el género, sino con la mirada. El género es tan expansivo y tan bastardo que entras y sales continuamente de él. De lo que hablo es de mirar de una determinada manera. No llames a casa no es una novela negra, es picaresca, pero comparte una determinada mirada con todas las otras novelas que he escrito, y en ella se ve reflejado de dónde vengo, en qué tradición me inscribo. Vengo de Marsé, de Mendoza y de Casavella, esta es mi procedencia escriba o no novela negra. Hacer una novela solamente centrada en la investigación puede ser empobrecedor. La novela negra que a mí me interesa es la que habla de los personajes, de cómo viven, de sus motivaciones, de su manera de estar en el mundo, asumiendo que la violencia forma parte de nosotros, la vemos por la tele y la buscamos en las series para no vivirla. Lo que hacemos es coger la violencia y convertirla en un objeto para no sentirla.

–¿Estetizamos la violencia?

–Totalmente. La novela es un género escapista y conservador: tú lees en tu casa tranquilamente porque lo que lees no lo estás viviendo. La novela negra es precisamente esto: entretenerse con una trama, con unos personajes y con un ambiente violento que es ajeno a ti. Mientras tú estás en tu sofá leyendo tu libro, alguien está viviendo aquello que cuenta el libro que tienes entre manos. Dicho esto, al mismo tiempo, la novela es también una forma de tomar conciencia de determinadas realidades. Todas las buenas novelas te recuerdan que los personajes son igual que tú, pero en otras circunstancias. Te recuerdan que lo que le pasa a los personajes es lo que te pasaría a ti en sus mismas circunstancias y te sitúan frente a sus dilemas. ¿Te comportarías igual? La buena novela negra es una mirada sin moralina sobre la realidad, sobre las desigualdades, sobre la naturaleza humana. Todos somos muy buenos hasta que tenemos la posibilidad de ser malos y al revés. 

–En comparación con la clásica novela de detectives o de Sherlock Holmes la novela negra es más cruda, nos lleva a escenarios menos complacientes.

–Sí, pero además hay otra diferencia: la novela de detectives parte de un orden socialmente correcto, un orden que es alterado por el criminal, pero reconstruido por el detective. La novela negra, en cambio, desasosiega. Nunca hay un buen final, ni un orden que se reestablece y reconforta. La novela negra es siempre inquietante, te deja mal sabor de boca y no tiene moralina. Pone en cuestión los parámetros morales en cuanto expone o refleja la contradicción inherente a la naturaleza humana: nosotros hemos consensuado unos patrones de comportamientos éticos, morales y legales, por así decirlo, pero debajo de este consenso, debajo de este orden, está en cada uno de nosotros lo irracional.

Es evidente de Humbert Humbert es un pederasta, que lo que hace es destrozar la vida de Lolita, pero lo bueno de la novela de Nabokov no es que nos cuente esto, sino que intenta explicarnos por qué un hombre como Humbert Humbert se enamora de una niña. Esto es lo bueno de la novela: no solo nos lleva a reprochar al personaje su comportamiento; nos lo explica y nos dice que Humbert Humbert es un ser humano como tú y como yo. Las buenas novelas nos hace entender las razones que llevan a determinados personajes a delinquir, a ser violentos, a robar; nos los hacen entender, lo que no significa justificar. Es necesario entender. Si nos negamos a comprender a los que actúan de manera diferente u opuesta a la nuestra nunca tendremos una visión global del entorno y menos aún una comprensión global de lo que sucede. Es necesario entender aquello que queremos combatir.

–Muchas veces, cuando se elogia una novela negra, se dice que escapa del género o que rompe los clichés. 

–Partimos de un hecho equivocado: la idea de que la gente cree que la novela negra es una novela de detectives y no es así. La novela negra es Jim Thompson, no Sherlock Holmes. Cuando se habla de romper los clichés se hace para señalar que la novela negra no sigue unos esquemas, sin tener en cuenta que esos esquemas no le pertenecen, porque, como te decía, la novela negra no tiene nada que ver con la novela de detectives. Las novelas sobre Mr. Ripley son novelas negras, a nadie le importa a quién mata o por quién es asesinado Ripley. Lo central no es la investigación.

Dicho esto, creo también que hay un cierto menosprecio hacia determinadas novelas que buscan entretener y parece que tengas que pedir disculpas por entender la literatura como entretenimiento. En este aspecto creo que hay bastantes prejuicios. Si te fijas, cuando se hacen las listas de los mejores libros del año siempre se hace una lista aparte de las novelas negras, porque se entiende que éstas no pueden estar dentro de la lista general. Ahora todos se pondrían de rodillas si viniera Patricia Highsmith, pero no nos olvidemos que en su momento tuvo muchas críticas. ¡Cuántas veces le han preguntado a Giménez Bartlett cuándo hará una novela de verdad! ¿Qué significa escribir una novela de verdad? Preguntas así revelan el prejuicio que hay hacia esas novelas que además de excavar, entretienen, olvidando que dentro del género podemos encontrar autores de tanto peso como Claudia Piñeiro o John Banville. 

– Las novelas negras suelen publicarse dentro de colecciones dedicadas al género, separadas del resto de narrativa.

–Y esto afecta a su recepción. Si una novela con elementos negros sale en Anagrama, se le concede un rango literario que no se le daría si se publicase en otra editorial o en una colección dedicada al género. El sello impone y, en parte, lo entiendo. Si una novela ha sido publicada en Anagrama significa que ha superado una serie de filtros y se da por supuesto que es buena, siendo indiferente el género al que pertenece. Si esa misma novela saliera en otro sello nos estaríamos preguntando si es negra, si rompe clichés…

Yo siempre he creído en la figura del editor. Cuando de joven compraba libros de Anagrama, sobre todo de literatura extranjera, sabía que eran buenos porque había un filtro. Hay editoriales de las que te puedes fiar casi siempre: Anagrama, Salamandra, Tusquets, Impedimenta, Libros del Asteroide… Te pueden gustar más o menos los libros que publican, pero sabes que detrás de cada una de estas editoriales hay alguien con criterio que sabe lo que hace. Hay que tener en cuenta que cada año las editoriales tienen que publicar una serie de libros y, para hacerlo, a veces tienen que recurrir a títulos que no son tan buenos. Los editores lo saben, pero no les queda otra en esta huida hacia adelante que es el mundo de la edición. 

–Se habla bastante de si Barcelona es, fue o ha dejado de ser una ciudad literaria o la capital del mundo de la literatura; pero, de lo que no hay duda es que Barcelona es, al menos para ti, material literario al que te acercas siguiendo los pasos de Casavella.  

–Yo llegué a Juan Marsé a través de Casavella, que indudablemente es una influencia obvia. Casavella era muy poco realista y a mí me encanta esa parte loca y algo alucinada que tiene. Yo creo que Barcelona es ciudad literaria por muchos motivos, algunos no son muy románticos. El boom latinoamericano se queda aquí y no se va a Francia por el idioma y porque aquí está Carmen Balcells. Barcelona era y es la ciudad de la industria literaria; en segundo lugar, es una ciudad que no ha tenido un poder efectivo y al ser una ciudad derrotada, se ha creado un relato en torno a esta cuestión. Barcelona es una ciudad de gente que ha perdido, que ha sido derrotada; se ha constituido a partir de la resistencia. A esto se añade que es portuaria, canalla y a la vez burguesa, culta…
 
Todos estos elementos han favorecido a la creación de un relato en torno a esta ciudad en la que, además, siempre ha habido muchos escritores. Los escritores escribiendo sobre una ciudad generan más escritores escribiendo sobre la ciudad. Es interesante ver cómo existen muchas más novelas sobre Barcelona que sobre Madrid; hay muchos escritores en Madrid, pero la capital no es un foco sobre el que los autores se han detenido. ¿Por qué sí lo es Barcelona? No sé darte una respuesta concreta, pero seguramente todos los elementos que antes te he mencionado ayudan a que lo haya sido y lo siga siendo. 

–Tu Barcelona es la Barcelona de los márgenes, la de los barrios obreros, aquella que no sale en las postales ni es visitada por los turistas. 

–Narro la ciudad de los barrios, pero no soy el único. Pérez Andújar, Kiko Amat o Miqui Otero hacen lo mismo; todos nosotros escribimos de afuera hacia adentro, nuestra mirada es la del pijoaparte, es la mirada del indio hacia el poblado vaquero. Barcelona era otra cosa, era el centro, era el lugar a dónde ir, porque en tu barrio nunca pasaba nada. El deseo de querer formar parte de Barcelona siendo consciente de que tú no formas parte de ella es lo que crea una determinada mirada, que es la mía. Además, tengo que decir que yo no tengo una particular vinculación sentimental con la ciudad; yo iba donde iban mis amigos. No estoy enamorado de Barcelona.

–Y este no enamoramiento te permite tener una mirada crítica y detenerte en cuestiones como el clasismo, la desigualdad, el paro o la delincuencia.  

–El hecho de mirar la ciudad desde fuera te permite verle los defectos. En Barcelona estamos demasiado encantados de vivir aquí, hay una especie de autocomplaciencia. Creemos que no hay nada como nuestra ciudad. La función del escritor, sin embargo, es la de contestar esta mirada condescendiente. Debe ser crítico. Para mí la novela tiene que mirar su entorno sin esos filtros sentimentales; obviamente toda mirada es subjetiva, pero la novela tiene que intentar ir a los detalles, ver donde nadie mira. Barcelona es una ciudad clasista y se ve en los pequeños detalles. En líneas generales podemos decir que en Cataluña está mal vista la ostentación del dinero; en ciudades como Sevilla se ve cuando alguien tiene dinero, se ve a nivel estético. En Cataluña y, sobre todo, en Barcelona no se ve tanto. Tú estás rodeado de gente, todos visten más o menos como tú, aparentemente sois todos iguales hasta que acudís a una fiesta y tú no puedes entrar, pero otros sí. Este clasismo es más disimulado, pero existe. 

–A través de la primera persona de Carvalho narras la ciudad de ahora, no la de Montalbán. Narras la Barcelona de los desahucios, del turismo y del procés.

–Quería hacer un mapa nuevo de Barcelona y quería hacerlo con esa mirada social y política que definía las novelas de Montalbán. Mi personaje de Carvalho es hijo de Rick de Casablanca: alguien que vive en un mundo que se desmorona y es muy ambiguo en todos los sentidos. No se sabe a quién apoya y a quién deja de apoyar; se siente un apátrida. No hay más patria que la que conforman los suyos, su propio mundo. Ahora resulta extraño que alguien se considere un apátrida, pero hace diez o quince años era normal; la gente decía que no era ni catalán ni español, muchos se definían simplemente como barcelonenses.

Con su mirada extraña y alejada podía observar las contradicciones de ambas posiciones políticas: la de los que se definen de una manera y la de los que se definen de otra. Ahora, desgraciadamente, te obligan a definirte y se ha instalado la idea de que, como sucede en determinados conflictos, si eres neutral es que apoyas al opresor, pero ¿quién pone las reglas? ¿Quién puede repartir los carnets? Por un lado tenemos esa derecha que, con el procés, vio la manera de conseguir aquello que no había conseguido por votos y, por otro lado, un movimiento que pretendía de una manera unilateral decidir el futuro de toda una sociedad. La mayoría de las personas que están en medio acaban fagocitadas por esta dialéctica entre el blanco o negro. No te dan más opciones. 

–¿La gran novela de Barcelona es la suma de muchos relatos que se van actualizando, que van trazando nuevos mapas?

–La gran novela sobre Barcelona no se hará nunca. Para mí, La ciudad de los prodigios es una gran novela sobre nuestra ciudad, como también lo es La felicitat de Lluis Antón Baulena o Vida Privada, de Segarra. Hay muchas grandes novelas sobre la ciudad, pero no hay ni habrá nunca la gran novela. Para mí, una gran novela debe ser crítica, amoral y no tendenciosa. Para escribir una novela sobre lo que está pasando ahora necesitas una gran distancia emocional y política, pero es difícil decir cómo será el relato de la Barcelona que viene. Quién sabe, a lo mejor la Barcelona de después de todo esto no se diferenciará tanto de la de ahora, pero no sabría decirte qué va a pasar. Es imposible saberlo.