Cine Astoria de Barcelona / Color sépia (WIKIPEDIA)

Cine Astoria de Barcelona / Color sépia (WIKIPEDIA)

Letra Clásica

El bar del Astoria

El antiguo cine ofrecía felicidad etílica a precios razonables. ¿Para qué ir de local en local cuando te podías sentar allí a las ocho de la tarde y no moverte hasta la madrugada?

1 abril, 2019 00:00

El Astoria es un cine de Barcelona que ya no existe. Se inauguró en 1934 y cerró sus puertas en 1999, con la proyección de la misma película, La alegre divorciada, uno de los grandes éxitos de Fred Astaire y Ginger Rogers. Ahora, en su lugar, hay un espacio para eventos, signifique eso lo que signifique. Situado en el número 193 de la calle París, contaba con un bar que era frecuentado por señores mayores en busca de un poco de paz etílica hasta que, a principios de los años 80, un servidor de ustedes, sus amigos y destacados dipsómanos de la generación anterior --los de Bocaccio, para entendernos-- lo elegimos como teatro de operaciones, poniendo en fuga, de manera lenta pero segura, a los provectos ciudadanos que no soportaban los excesos y las risotadas de la alegre muchachada invasora.

Era un bar deliciosamente anticuado que servía copas y bocadillos con los que seguir bebiendo; tenía asientos rojos, luces tenues y una barra estupenda para cuando ibas solo, aunque como eso no sucedía casi nunca, se ocupaban las mesas rápidamente, y desde ellas, mirando al exterior, sobre todo en las noches de lluvia, se tenía la impresión de estar en el vagón restaurante del Orient Express o en el bar de un barco probablemente a la deriva. Había noches en las que todos nos conocíamos. De manera literal. Lo cual creaba conversaciones no a grito pelado, pero puede que sí a un volumen un poco más alto de lo habitual (yo creo que eso fue lo que acabó poniendo en fuga a los carcamales). En alegre contubernio intergeneracional, uno y sus amigos --pienso en Llàtzer Moix, Sergio Vila-Sanjuan, Ignacio Vidal-Folch o Carlos Prats--, intercambiábamos elevadísimos conceptos con gente como el cineasta Gonzalo Herralde o los escritores Enrique Vila-Matas --que en esa época aún no era famoso-- y Cristina Fernández Cubas. En una de aquellas mesas te podían dar las tantas: a veces, la acumulación de vasos era tal que tomabas conciencia de estar echando tu vida a los cerdos, pero en cuanto te los retiraban, volvías a las andadas. Y es que allí se arreglaba España --¡y el mundo!-- cada noche.

Al frente del negocio había una pareja adorable, Aurelio y Adelina, que eran encantadores con todo el mundo menos con ellos mismos, que estaban siempre a la greña. Grandes profesionales, interrumpían la bronca que estuviesen protagonizando en esos momentos para atender a tus demandas, y luego la continuaban. A veces, la más elemental prudencia aconsejaba esperar a una tregua en las hostilidades para pedir la enésima copa, sobre todo si no pensabas pagarla esa noche. Vila-Matas tenía cuenta abierta y pagaba a fin de mes, que era cuando le caía la asignación paterna, y nunca olvidaré una noche en la que se debatía tragicómicamente entre la necesidad de un nuevo trago y la aconsejable espera del fin de la tangana de detrás de la barra.

El bar del Astoria ofrecía felicidad etílica a precios razonables. ¿Para qué ir de local en local cuando te podías sentar allí a las ocho de la tarde y no moverte hasta las dos de la madrugada? El bar del Astoria era un hogar lejos del hogar hasta cuando bebías solo. En esos momentos, en la barra, Aurelio practicaba para entretenerte unos juegos de manos con naipes que a él le fascinaban y que a Adelina la sacaban de quicio. No sé qué habrá sido de ellos. No sé si siguieron juntos, discutiendo, o si acabaron por separarse. En cualquier caso, fueron de los mejores anfitriones que uno tuvo en sus años de bebedor contumaz. Tampoco he vuelto a ver a muchos de los parroquianos con los que formábamos una extraña hermandad. A unos les ha ido mejor que a otros, pero diría que todos recuerdan con cariño las noches del bar del Astoria, que ya no recuerdo muy bien cuándo cerró, si junto al cine o antes. En cualquier caso, sucedió algún año en que uno ya no tenía tanta sed como antes, lo cual aminoró las consecuencias de la tragedia.