Letra Clásica
Andrés Neuman: "La literatura es uno de los pocos espacios que quedan para la duda"
El escritor argentino, afincado en Granada, considera que las emociones humanas adquieren su verdadera dimensión en los momentos de pérdida
24 diciembre, 2018 00:00En su nombre hay alojado un novelista de contraste denso, un poeta de gozosa expresividad, un cuentista de calculada precisión, un orador capaz de hacer de cualquier tertulia una ocupación bien rematada. Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) habla como se debe escribir: precisando y arriesgando en todas direcciones. Ha llegado hasta aquí desplegando en su obra literaria, de Bariloche (1999) a Fractura (2018), un esfuerzo por comprender las habitaciones interiores del alma humana, sus contradicciones, sus demonios, su inquietud, su soledad en algún momento. Porque lo que cabe en los mejores pasajes de su escritura somos nosotros. Aquello que nos impulsa y que nos duele. Lo que no sabemos, pero sospechamos. Lo que sospechamos y quizá terminaremos por saber. La soledad como condena. La distancia como un frío desolador. El reencuentro como bálsamo, pero ya no como solución.
–Está a punto de cumplir veinte años de carrera literaria. ¿Qué ha cambiado en el oficio de escritor?
–Es una dedicación tan intuitiva y vocacional que, menos mal, apenas deja tiempo para el estudio de mercado. Creo que, en estos últimos veinte años, han cambiado mucho nuestros hábitos cotidianos. No existía entonces el libro electrónico y pocos navegaban por internet, por ejemplo. Pero, por esa misma razón, el resguardo de nuestro tiempo está más que nunca en los libros. Antes se leía de una manera y ahora ese modo atento, pausado y poético que exige un buen libro empieza a ser una rebeldía, un oasis que hay que cuidar. A partir de ahí, me sigo dedicando a lo que deseo y a lo que debo, que es escribir.
–¿Qué tiene, a su juicio, la literatura de conflicto?
–La literatura es conflicto en el sentido de la duda, que se ha vuelto una especie de lujo urgente al que no le concedemos la suficiente energía. Vivimos en una sociedad donde la toma de postura tiene que ser instantánea y radical. Como si el hecho de no tener una opinión extrema le convirtiese a uno en alguien que no piensa, cuando tengo la sensación de todo lo contrario: cuanto más piensas, más lógico es dudar. Las redes sociales y los medios de comunicación, que viven ahora de las reacciones instantáneas, necesitan llevar todas las cosas a un extremo y a una cierta simplificación para poder alinear rápidamente al público. Dentro de esa lógica, la literatura es de los pocos espacios que van quedando para la duda legítima. La literatura es un espacio de conflicto en el sentido de explorar nuestras contradicciones, de producir ideas que no estén prefabricadas en un instante.
–En esa línea, hay en su obra una cierta predilección por seres rotos, incompletos...
–Porque las cosas rotas, en el fondo, me parecen más vivas. Cuando uno está sano o cuando es demasiado joven se comporta con una cierta inmortalidad y, por lo tanto, no es consciente del valor de la vida. Luego, te van pasando cosas, la familia, la salud… Todos tendemos a la pérdida y, por lo tanto, es ahí donde cada emoción adquiere su verdadera importancia. Es como si tuviera curiosidad por los pedazos, como si no me creyera los objetos completos. Es como darle valor a las sobras de las cosas, a lo que pasa desapercibido, a lo que no le atribuimos capacidad poética.
En Bariloche me interesó convertir las bolsas de basura en la biografía de cada individuo, ver qué nos cuentan de alguien lo que tiramos, lo que ya no nos sirve. En La vida en las ventanas están los correos electrónicos que olvidamos a poco de enviarlos, pero que, reunidos en un ramillete, conservan una extraña imagen nuestra. Una vez Argentina son los fragmentos de familia que no llegamos a conocer. Quería ver qué conocimiento arrojan esos parientes desconocidos sobre nosotros mismos. En Hablar solos está la pérdida física y qué hacer con esos agujeros que quedan en nuestras vidas y nuestras familias. Y, finalmente, en Fractura hay un interés por las rupturas en la memoria emocional y colectiva. En fin, la literatura como estudio del fragmento.
–¿Tienen sus personajes alguna fórmula para sobrellevar sus traumas?
–Si tuviera una fórmula mágica, me dedicaría entonces a la autoayuda. Pero, más bien, me interesan otras clases de discursos literarios. Más que pronunciarme de forma terapéutica, me gusta crear personajes que ofrezcan distintas respuestas ante la cuestión. Si hay algo que detesto o que me produce más rechazo que la mala literatura, que la prosa poco cuidada y trabajada, son los libros que están convencidos de sus ideas antes de ser escritos. Creo que, al contrario, un libro que merece la pena ser leído o escrito es el que produce ideas que antes no existían ni en el lector ni en la cabeza del autor antes de que el lenguaje actuase. Está muy bien pensar lo que uno dice, pero lo cierto es que si uno no escribiera o dijese tampoco podría pensar. Muchas veces escribo para pensar porque el lenguaje es productor de ideas.
–También destacan en su narrativa los personajes femeninos de fuerte personalidad.
–Siempre me han fascinado los personajes femeninos fuertes. Y no me refiero a que no sufran, sino que tengan una voz reconocible. La vulnerabilidad es lo que más me interesa de los personajes. Los femeninos, los buenos personajes femeninos, son una cierta deuda histórica que tenemos los narradores en general y los hombres, en particular, porque hemos hablado más de la mujer que la hemos escuchado. Hemos construido una fantasía patriarcal de lo que sería la mujer más que construir un espacio para que se escuche su voz. Desde el punto de vista narrativo, una de las maneras de tratar de llevar a cabo esa tarea es no tanto hablar de mujeres como tratar de construir una voz de mujer. Y, claro, ese ejercicio es peligroso porque se te puede ver mucho el plumero, pero ahí está el atractivo.
–En el caso de su última novela, Fractura, la literatura también es un buen pretexto para viajar. Su protagonista, Yoshie Watanabe, es un superviviente de Hiroshima que pasa por Francia, Estados Unidos, Argentina y España.
–La ficción y los viajes son dos herramientas humanistas que nos permiten acercarnos a lo lejano. Y, sobre todo, tomar conciencia de lo cerca que estamos de aquellos que creíamos distantes. En general, me parece que el arte sirve para tomar distancia con respecto de uno mismo y, entonces, reconocerse mejor. Y, siguiendo con ese recurso, creía interesante tomar un punto de partida geográficamente lejano e ir escribiendo en ondas concéntricas las consecuencias de una explosión atómica, aparentemente lejana pero con consecuencias que entran hasta la cocina de tu casa.
Elegí esa escena lejana para aplicar ese principio que considero tan hermoso y que tiene tanto que ver con una idea de la humanidad expresado por Czesław Miłosz: “Si algo existe en un lugar, existirá en todos”. Es decir, el ser humano es un bicho viral, lo propaga todo, la maravilla y la pesadilla, y en mi novela hay un intento de tomar las tres grandes fuerzas sin patria que conozco –el amor, la economía y la energía– y tratar de seguir su recorrido por todas partes.
–También pone encima de la mesa el debate de la memoria. ¿Qué postura tomar, el recuerdo o el olvido?
–En el tema de la memoria está esa dicotomía un poco simplificadora que nos han vendido entre mirar atrás o seguir adelante. Ocurre igual que en cualquier debate ideológico de actualidad. Normalmente se finge que nos dan a elegir entre posturas que ya están predeterminadas y que encierran la trampa en su propia formulación. Con la memoria, como decía, ocurre eso: o hay que mirar hacia atrás o hay que seguir adelante. Pienso que lo segundo, que es muy necesario, depende de hacer lo primero con honestidad. Personalmente me quedaría con el antiguo arte japonés del kintsugi, que repara las grietas de un objeto mostrando el lugar por donde se rompió, refutando totalmente esa dicotomía de la que le hablaba. Cada uno de esos objetos recupera su presente y su futuro, vuelve a ser útil, porque ha mirado atrás con honestidad, reconociendo lo que le pasó.
En esa línea, en Fractura intento generar un debate a través de la ficción porque cada uno de los personajes tiene distintas posturas sobre qué hacer con la memoria, pero no sólo con la colectiva, sino con la íntima: con las cicatrices de cada uno. De hecho, en la novela me interesaba tanto más este costado íntimo y personal que los grandes temas políticos porque cualquier reflexión funciona mejor en la medida en que estén encarnados en seres humanos, en sus contradicciones. De hecho, los propios personajes van cambiando de opinión a medida que pasa el tiempo, van de la negación de lo que ocurrió a la fijación con lo que ocurrió. El comportamiento de la memoria también tiene sus vaivenes, y eso es lo humano. Lo inhumano es pedirnos que encarnemos una teoría totémica y perfecta a lo largo de nuestra vida. Eso no es un personaje; es una tesis embalsamada. Sólo empieza a serlo en la medida que el personaje se contradiga, que diga una cosa y haga otra, que cambie de opinión, es decir, que sea persona.
–Sorprende también aquí su apuesta por una construcción fragmentaria del relato. Son varios personajes los que ofrecen su punto de vista sobre quién era en realidad el señor Watanabe…
–A mí siempre me ha fascinado la diferencia de recuerdos entre personas cercanas. Si nos fijamos cómo recuerdan una ruptura los dos miembros de una pareja, escucharemos versiones antagónicas. Si acudimos a cualquier conflicto familiar y preguntamos a los distintos miembros, no oiremos jamás la misma historia. Siempre me ha fascinado cómo nuestra identidad viene dada por quién y cómo nos recuerdan. Somos también eso.
Creemos saber quiénes somos hasta que alguien nos devuelve otra mirada, ese fascinante e incómodo autorretrato que es el que uno va construyendo a medida que se da cuenta de cómo nos ven los demás. No tiene que ver con la imagen de uno, sino con la experiencia que los demás tienen de uno. Y, claro, en la novela se cuenta cómo según dónde, con quién y en qué lengua vive el protagonista, su imagen es totalmente distinta e, incluso, contradictoria. La realidad pertenece a los narradores, a quien cuenta. Y no sólo hablo de los escritores. Hasta que no narramos algo, ese algo no termina de existir.
–Usted deja aquí patente su preocupación por la deriva del periodismo…
–Sigo con atención todo lo que sucede alrededor del periodismo y su evolución y/o involución a lo largo de las últimas décadas. Hay una sutil y progresiva sustitución de la sociedad de los contenidos por el mercado de los continentes. Poco a poco, nos han ido imponiendo la idea de la gratuidad del capital simbólico a cambio de los soportes más caros de la historia. Es un cambio de tercio en el negocio y un gol que todos nos hemos dejado meter: dejar de estar en manos de los productores de contenidos a estarlo en manos de los productores de continentes no parece una gran idea cultural. Fractura es un homenaje a la figura del periodista, que tiene algo de pequeña épica. Me consta que hay compañeros que creen en el periodismo contra viento y marea y, en ese sentido, el periodista se va igualando a la figura del artista, en el sentido de que se dedica a escribir pese a todo y, a veces, contra todo.
–Querría preguntarle a usted que nació en Buenos Aires y creció en Granada por el auge del nacionalismo. ¿Le preocupa el fenómeno?
–Quizás, por experiencia personal y familiar, siempre he desconfiado un poco de cualquier sobreactuación identitaria. Sospecho de todas. Porque hoy se escucha mucho la crítica a la identidad ajena desde una convicción absoluta de la propia identidad. Algo así como, por favor, no seas nacionalista que yo ando muy ocupado con mi propio nacionalismo. Todas las sobreactuaciones que dan por sentado que todo el mundo es una cosa y, además, sabemos lo que es, a mí me produce cierto asombro. Quizás todo tenga que ver con que mi vida ha sido mucho de frontera, que conviene reivindicar como un lugar más que habitar. La frontera es un espacio de violencia, pero también de oportunidades porque pertenece a más de un lugar. Es un punto que no puede dejar de escuchar porque está en medio de discursos, culturas diferentes. Sería genial fundar un país que fuese sólo una frontera.