Stévenin: ¡a la aventura!
Una retrospectiva en el festival de Viena y una integral de dvd facilita el acceso a la breve pero fundamental obra como cineasta de este prodigioso actor francés
23 diciembre, 2018 23:55En la Viennale de este año se le rindió homenaje a este grandísimo actor --“el que mejor se mueve”, en palabras de Serge Daney, cuya estupefacción tras la exhibición física de Stévenin en Pont du Nord (1981) de Jacques Rivette recordaba Jean-Pierre Rehm en un artículo del catálogo del festival-- y director de tres películas milagrosas que, contagiadas de su energía delante de la pantalla, superaron la condición de films de culto para arribar a la de oráculo estético. ¿Qué es un film? ¿Qué puede ofrecer única y específicamente el cine? Difícil cuestión que han perseguido excelsos teóricos y críticos. Por nuestro lado, sólo podríamos apuntar, como el niño que señala con su dedo en dirección al lucero, a Passe montagne (1978), Double Messieurs (1986) y Mischka (2002).
Jean-François Stévenin no escondió nunca el as en la manga, y sin dejar de reconocer la influencia y el padrinazgo de Truffaut (para quien actuó y fue asistente en varias películas, entre ellas La noche americana), escoró su preferencia del lado de cineastas más arriesgados a la hora de obrar esa rara prestidigitación mediante la cual la pantalla deviene en ventana donde la vida palpita indecible.
Algunos de ellos, como Cassavetes, Rivette o Rozier –para quien fue asistente en su obra maestra estival, Du côte d’Orouët (1971), el film que más se asemeja a lo que ensayaría Stévenin al final de aquella misma década–, además de hacerle caer en la rima consonante que comparten tournage y voyage, le demostrarían que era posible llevar adelante una película con un puñado de amigos, con una comunidad dispuesta a compartir riesgos y deseos.
Yves Afonso y J.F. Stévenin en Double Messieurs (1986).
Pero ni el buen gusto cinéfilo ni la experiencia en rodajes explican del todo la asombrosa naturalidad que transpira su cine desde Passe montagne, uno de los grandes debuts del cine moderno, donde se cuenta la no-historia –porque nada, o poco, pasa– que entreteje a dos personas, un taciturno mecánico (el propio Stévenin) y un arquitecto parisino (Jacques Villeret en estado de gracia), convertidos en amigos tras quedar como imantados al cruzar la mirada en una estación de servicio de la región jurasiana donde al segundo se le ha quedado parado el coche.
El compadre, colaborador y genial montador Yann Dedet, que escribiría en Le point de vue du lapin (P.O.L.) un personal ensayo sobre la génesis de esta película, llama a esta seducción entre hombres “un flechazo sin pasaje al acto”, un inesperado paréntesis que se traduce formal y temáticamente en una apuesta por salir de la rutina, por tomar el desvío de la carretera secundaria y dejarse llevar en una errancia que afecta a la totalidad de la película, en tanto que relato y producto cultural, pero también, claro, en lo que tiene de vivencia compartida por esas extrañas familias a las que el cine une para siempre.
Jacques Villeret a la derecha. Passe montagne (1978).
Lejos de las endebles etiquetas que han hecho negocio (componendas del documental y la ficción), cuando Stévenin se ha visto obligado a ponerle palabras a la vibración de lo real que alienta esta trilogía, ha recalcado como principal motor la alianza entre su absoluta falta de imaginación y la tendencia a ver el mundo, en su cabeza, como si de un ininterrumpido plano-secuencia filmado en scope se tratara.
Debido a lo primero, se impone la necesidad de impregnarse del paisaje y el paisanaje donde tendrá lugar la filmación, sea la Francia rural protegida y aislada por la montaña, sea la de pequeñas ciudades de paso, donde se invierte tiempo –años– para que luego el rodaje refleje un mundo, y la escritura (la potente estructura subterránea que apuntala estos films, fuerte cimiento sobre el que se apoya lo improvisado) permanezca sensible a esa música humana que nos distingue a unos de otros.
El cineasta, entonces, como cartógrafo enamorado; y Stévenin no dejará de recordárnoslo llenando de mapas todas sus películas. En cuanto a lo segundo, sirve para ejercitarse en la conspiración contra las dinámicas de la interrupción –perversión de las hablas del cine: guión de hierro, despiece de escenas; silencio, se rueda: que no se mueva nadie, motor…–, que abocan a la estandarización de los modelos y al destierro del ruido creativo.
Johnny Hallyday en Mischka (2002).
Podríamos resumir todo esto calificándolo de tácticas de guerrilla, maniobras ajenas a la economía de la industria y suicidas en relación al mercado del arte y la autoría, con las que Stévenin ha cercado lo infilmable bajo la consideración baziniana de la película como asíntota de la realidad, como segunda y frágil piel antes afectada por la meteorología que por los golpes de efecto narrativos.
Así, es un delicado clima de incertidumbre, la intuida posibilidad de que la situación dada bascule en cualquier momento, lo que celebran estas historias de encuentros –los incompatibles antiguos amigos en Double Messieurs, la improvisada familia de Mischka– en las que los personajes parecen ir dándose un imaginario relevo bajo el utópico anhelo de andar subidos a la ola del movimiento sin fin.
Jean-François Stevenin (Lons-le-Saunier, 1944).
Y es que, para cineastas como Stévenin, finalizada la aventura del rodaje, el montaje no sólo responde a un trabajo de gramática y sutura, sino que supone un auténtico redescubrimiento del film que nace a partir del duelo por lo irrecuperable, aquella gesta, la correría, la hazaña de la filmación, donde todo ha estado a punto de irse al garete mil veces, y se ha bebido y se ha amado más de lo recomendable.
En este volver a ver y a oír, junto a cómplices como Yann Dedet o Emmanuelle Castro, se juega algo muy importante, diríamos decisivo, en la fortuna del cine de Stévenin, donde no existe la menor complacencia ni regodeo en el forzamiento de los umbrales de la duración. El tiempo felizmente perdido, ahora recobrado en la mesa de montaje, comparece sometido a un minucioso y brillante bricolaje donde la calculada articulación de espesores sonoros constituye la red que sostiene la libérrima apariencia de las imágenes, cuyo flujo se ve agujereado por indeterminadas elipsis que constituyen el pulmón secreto de tamaña impresión de realidad.
Todo se apuesta a este frágil equilibrio entre control y pulsión de fuga, núcleo de la indefinición fundacional que hizo a Truffaut calificar Passe montagne de “fantastique paysan”, otra manera de decir que en ella se lograba sacudir lo real hasta obtener los frutos de su profunda ensoñación.
Todo se apuesta a este frágil equilibrio entre control y pulsión de fuga, núcleo de la indefinición fundacional que hizo a Truffaut calificar
Stévenin ha ejercitado un sublime artesanado enfocando la maquinaria hacia hombres desapercibidos, esos que, en su propia definición, ocupan un lugar original y secreto en la sociedad participando de una determinada marginalidad ya sin lazos con la del asocial o el indignado político. A ellos les ha regalado estas aventuras, y sus cuerpos –como advirtiera Frédéric Bonnaud– reaccionan a esta invitación a un viaje entre-edades que, igual que los encamina a una feliz regresión al homme enfant, los frena en seco, inoculándoles madurez en un cambio de plano definitivo que los apea de las peripecias.
¿Nos atreveremos finalmente a nombrar algo de lo específico del cine gracias a Stévenin? Sí. Que allí los materiales de la vida lucen de otra forma. Que mientras dura y se mueve, a veces revela la virtualidad, el suplemento de posibles, que nos rodea cuando suspendemos herencia y carácter.