Letra Clásica
Días y noches en Espalter
La última novela de Álvaro Pombo, ‘Retrato del vizconde en invierno’, es una fábula agria sobre la familia vista desde la perspectiva de una senectud tan irremediable como irredenta
13 diciembre, 2018 00:04La cita es de Borges. Aparece en El oro de los tigres: “Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra. Afirmar lo contrario es mera estadística, una adición imposible. No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que anoche soñaste”. Lo mismo sucede con la familia y la vejez: cada una es diferente a las demás, única, pero entre todas ellas existe un vínculo natural nacido de la repetición categórica de la misma tragedia. Vivir solo, para las almas tiernas, puede convertirse en un drama; morirse es un quebranto, pero en ocasiones las vísperas, esa estación término que llamamos vejez, ancianidad, la decrepitud como espectáculo cotidiano y asombroso, son más terribles que la desaparición.
De ambos asuntos versa la última novela de Álvaro Pombo, Retrato de vizconde en invierno (Destino), una ficción descarnada sobre los efectos que el paso del tiempo tiene sobre esa identidad que tratamos --en vano-- de construir para satisfacción de nosotros mismos y general indiferencia de los demás. Este libro, distribuido en algo más de cuarenta capítulos breves, construidos a modo de distintas secuencias teatrales, cuenta la historia crepuscular de un intelectual octogenario --como el propio Pombo-- que disfrutó de cierto prestigio social en los años de la Transición.
Con el transcurrir de los lustros, el personaje de la novela se encuentra instalado en un ocaso vital que, muy a su pesar, ha ido sustituyendo los triunfos y gestas de esta vida pretérita por los recurrentes problemas intestinales, la artrosis, la incomprensión familiar y esa forma de soledad --tan común-- que consiste en estar rodeado de gente. En concreto, en un piso burgués en la calle Espalter, dominio del héroe demediado de este cuento, que en en realidad no es sino un vulgar villano avant la lettre.
Álvaro Pombo, en su célebre piso de Madrid, trasunto del espacio de su novela / YOLANDA CARDO
El aristócrata, egocéntrico, todavía apuesto, temeroso del escaso tiempo que le queda, vive con sus dos hijos, a veces con una amante, un matrimonio de sirvientes que son testigos de sus días y sus noches y las parejas de sus vástagos, cuya presencia intermitente en la casa ayuda a trazar un cuadro familiar devastador, de seres que viven juntos por costumbre e inercia, supeditados a unas jerarquías antiguas y convencionales que el tiempo ha desdibujado y que, sin embargo, mantienen como si siguieran vigentes. Con las criaturas creadas por Pombo sucede lo mismo que con las familias de verdad: se quieren y se odian. Ambas cosas. Unidas por este contradictorio sentimiento que llamamos familiaridad.
Todo el relato está contado a través de una voz omnisciente que, a ratos, se confunde con la conciencia de los personajes, y que incluye citas y frases en latín que dotan de un contexto cultural universal los azares particulares de los individuos retratados, en un ejercicio de estilo irónico que recuerda a La conjura de los necios. La principal referencia de la novela, sin embargo, es otro texto: los diarios de Thomas Mann, donde se trata el asunto de la homosexualidad reprimida. Pombo elige plantearla de soslayo, optando en su lugar por una guerra intergeneracional, una diatriba moral (sin moral), basada en la relación entre el padre, enamorado de sí mismo, un narciso capaz de hacer el mal para olvidar su apagamiento vital, y el hijo, una réplica cuya presencia cuestiona constantemente a su propio progenitor, pues asume en su persona lo que el vizconde nunca llegó a aceptar de sí mismo.
Hay generosas elipsis. Y una trama que aparenta ser coral --y en efecto lo es-- pero que esconde una reflexión sobre la identidad: la propia, la diferida (en los hijos) y la entrevista por los demás. El Retrato del vizconde en invierno tiene un delicioso aire de artificio viscontiano que, lejos de disimular, evidencia, pero en un paisaje de secano: toda la acción se desarrolla en el interior de un piso burgués de Madrid con vistas al Botánico, que es el espacio donde tienen lugar los engaños y confidencias, la selva de relaciones, hirsutas e interesadas, banales, que construyen este drama cuya dimensión sólo se percibe al final, en un episodio catártico, casi griego, donde el bien se encuentra de improviso, in media res, con el mal absoluto.
Hay generosas elipsis. Y una trama que aparenta ser coral --y en efecto lo es-- pero que esconde una reflexión sobre la identidad: la propia, la diferida (en los hijos) y la entrevista por los demás. El
El libro está narrado, aunque en realidad sería más exacto decir escenificado, con un estilo donde la alta y la baja enunciación, el arcaísmo y la oralidad, la sabiduría erudita y la vulgaridad callejera, se entrecruzan. Y gracias a esta confusión de registros, y al tono tragicómico de su historia, destroza los lugares comunes del idealismo clásico para sustituirlos --a la manera de Wilde-- por el rotundo prosaísmo de la realidad, esa maldita evidencia, tan miserable como sincera. Tan irremediable.