Cuando Lenin se enteró de que el intento revolucionario de febrero de 1917 hizo caer al zar y forzar un gobierno provisional, le faltó tiempo para dejar atrás el apacible paisaje de Zúrich. Su lago azul y sus cumbres coronadas por una atmosfera pura y libre como sus sosegadas villas contrastaban con una Europa gris que se desangraba a pleno conflicto. Es por eso que Lenin pactó su salida con los alemanes. Ambos salían ganando. El caudillo haría caer el Palacio de Invierno y, si Rusia se retiraba, los germanófilos podrían concentrar sus fuerzas hacia el Oeste.

El 4 de abril, ya se encontraba leyendo sus Tesis en la Conferencia de los Sóviets Obreros, en Petrogrado. El texto no era nada más que un suelto de cuatro hojas, pero lleno de ideas incendiarias para el Imperio. Prometían la salida de la guerra y el reparto de tierras, y al grito de “todo el poder para los sóviets” aclamaba un régimen de partido único.

Para el día 26 de octubre cayó el palacio. De la madrugada callejera, Reed, un corresponsal norteamericano, recoge únicamente carreras y disparos, nada de ondear banderas rojas. En diciembre se celebraron elecciones libres para formar una asamblea constituyente. Los bolcheviques sólo obtuvieron una cuarta parte de los escaños, y ante la negativa de entregar todo el poder a los sóviets, la Checa, la policía secreta de Lenin, arrestaba a todos los contrarios. La maquinaria autoritaria se ponía en marcha.

La librería de los escritores

Con el triunfo de Lenin comenzó el declive de librerías y bibliotecas particulares. Cuando no eran requisadas se veían mermadas por el hambre y la desesperación, por lo que la heterodoxia dejó de aposentarse en aquellos anaqueles. Toda la literatura se redujo a un número exiguo de obras políticas que tiraba la imprenta nacional. Colecciones enteras y tomos desparejados fueron dispersados por bibliotecas en las que nadie los requería, donde lectores descontentos los maltrataban e incluso empleaban como papel de fumar. Al parecer, la máxima de Lenin “un perito técnico vale por veinte comunistas” no tuvo su efecto para los libros, pues o bien eran demasiados técnicos con la censura o realmente tenían poco de peritos.

En ese clima surgió una iniciativa. Un grupo de autores blasfemos, de editores clandestinos y bibliófilos transmisores de la letra vieja decidió hacer frente a la censura y a la carencia. Respondiendo a ese amor desinteresado y filantrópico por la cultura, se emplearon en la tarea del copiado con pluma, el calco o la máquina de escribir para poner de nuevo en circulación lo prohibido, lo casi perdido.

El proyecto tenía su sede, la librería de los escritores, un pequeño centro cultural y comercial moscovita donde, según la memoria de Mijaíl Osorguín (Ed. Olañeta, 2014), se daban cita profesores, estudiantes y artistas; en definitiva, todos aquellos que no “querían perder el contacto con la cultura ni dejar que se extinguieran sus últimas aspiraciones intelectuales”. Pero no sólo publicaban, también rescataban piezas únicas amenazadas por las compras buitre, para posteriormente depositarlas en bibliotecas y museos.

Cundió ejemplo y surgieron otras: la librería de los poetas, la de los artistas del verbo, la de los agentes del arte… Todas acabaron cerrando. Ni las actuaciones más burdas de la Checa, ni las míseras condiciones en las que desarrollaban el trabajo, ni la escasez de fondo nuevo, ni la opresiva realidad pudo cerrarlas. Sin embargo, la NEP, la Nueva Política Económica instaurada por Lenin entre 1922 y 1928, acabó de manera sutil y fulminante con todas ellas. Los impuestos eran intolerables.

Venezuela

Esta interesante historia incita a reajustar el concepto a la actualidad, y como mínimo despertar el interés por la situación de los actuales héroes de las letras, aquellos libreros que resisten al socialismo cavernícola de Nicolás Maduro y hacen frente a su política restrictiva de “estantes vacíos”. La Ley del Libro venezolana suscribe que para abrir una librería es necesario tener más del 70% del establecimiento ocupado por libros, no obstante, las pocas que quedan apenas tienen el 20% porque no les llega mercancía. En esa condición, la desaparición de las librerías es tal que la Cámara Venezolana del Libro (Cave[r]libro) no tiene cuantificados cuantos locales han caído. El futuro pinta poco más que desalentador. Si desaparecen las librerías y sus escasos libros, imperará aún más el dogmatismo y habrá más Maduro.

El librero venezolano Alexis Romero terminaba así una entrevista: “Soy un apasionado de convencer a los demás de leer, para ver si esa lectura lo distancia un poco de la estupidez y la barbarie. Busco lecturas que le den ganas de ser civilizada a la gente”.