Letra Clásica
Tolstoi, música para iniciados
La traductora Selma Ancira reúne en dos tomos los testimonios sobre el gran novelista ruso en una biografía indirecta que explica el sustrato cultural de la madre Rusia
2 marzo, 2022 00:10El ataque a gran escala de las tropas rusas en Ucrania ha reducido las rimbombantes relaciones internacionales a la estéril tragedia de las pequeñas naciones. Más de un siglo y medio después del último zar, Nicolás II, Putin avasalla la tierra amada por el escritor Lev Nikoláievich Tolstoi, que combatió a Napoleón, como oficial a las órdenes de Moscú, en la primera guerra de Crimea (1855). Pero la memoria ucraniana del conde Tolstoi (contenida en Sebastopol, Obra Completa; Espasa) ha desaparecido en apenas pocos días. En su lugar, el nihilismo de Dostoievski aparece montado en los tanques que arrasan Kiev, el “penúltimo baluarte de la decadencia de Occidente”, en palabras de Aleksandr Duguin, el reconocido ideólogo extremista del Kremlin actual.
Tolstoi es la glorificación de la muerte, piedra angular de la civilización cristiana y de las bellas artes de nuestra era. Sus relatos homéricos Guerra y paz o Ana Karenina y la novela corta Hadji Murat demuestran una humanidad distinta, nacida de la pasión amorosa atormentada y de la herencia heroica, pero simiesca, de los combates militares. Enfundado en kaftán blanco, con chaqueta de percal y rodeado de campesinos pobres, según lo describe Serguéi Arbúzov, su lacayo liberto, Tolstoi mantiene con la verdad una familiaridad total, algo que va unido a su concepción estandarizada del tiempo que no transcurre y que nos remite siempre al mismo punto.
El escritor ruso utiliza una atmósfera de presente continuo para hacerse invisible a los ojos del lector. Sus personajes resultan tan reales que saltan de las páginas de sus libros para confundirse con las personas que caminan y charlan distraídamente por debajo de su ventana. “La identificación de Tolstoi con el resto de la humanidad es tan absoluta que cuando escribe yo, quiere decir nosotros”, en palabras del húngaro Stephen Vizinczey (Verdad y mentiras en la literatura; Seix Barral).
Podría decirse que habla de sus vecinos y escribe para ellos. Su talento no es escurridizo, pero sabe guardar secretos. En la segunda mitad del ochocientos, la celebridad de autor ruso resulta tan tumultuosa, como la de Dickens, en toda Europa. Los campesinos que salen en sus narraciones son miniaturas, retratos de las gentes que, en la pluma del escritor, se convierten en protagonistas de una narrativa disidente. “Tolstoi dijo en una ocasión que si le pedían escribir sobre temas políticos no desperdiciaba ni una palabra, pero que si le pedían escribir un libro que hiciera que la gente llorara, riera o amara más la vida, a ese empeño si dedicaría todos sus esfuerzos”, escribe en Cuentas pendientes (Sexto Piso), la célebre Vivian Gornick, crítica literaria de The New York Times y de The Nation.
¿Por qué un hombre tan pegado a su tiempo sigue siendo leído? ¿Qué tiene de universal un moralista que hunde sus ficciones en debates teológicos en los que la salvación cristiana y la revolución social acaban siendo lo mismo? ¿Qué tiene Lev, el Conde León, que convierte en compadres a sus vecinos esclavizados y les habla de una liberación total frente al Estado abrasador? ¿Qué ofrece el anarquista soteriológico al que los campesinos llaman excelencia? ¿Qué pueden percibir, todavía hoy, millones de lectores capaces de seguir frescos descomunales como Guerra y paz?
Las respuestas a tales interrogantes pueden resumirse así: en 1875, Tolstoi regala a la humanidad el alma inmortal de Ana Karenina; la obra aparece por entregas en la revista Russki Vestnik y sale como libro dos años más tarde. Para entonces, Tolstoi ha reinventado un anhelo que él creía desconocer; ha retirado la paja para quedarse con el grano y ha reconstruido a sus personajes con el floreciente espíritu del yo. Vicente Molina Foix, citando a Julien Gracq, divide a los grandes escritores entre los detallistas, miopes faltos de lejanía (Proust) y los enfermos de presbicia, capaces de captar los movimientos de envergadura de un gran paisaje humano (Chateabriand o Tolstoi).
A lo largo de su vida, el Tolstoi del gran formato da paso a un investigador de almas y acaba alejándose del retablo. Solo anhela llegar al fondo. Transmite grandes sensaciones; descarta las pequeñas emociones. Siente que su herida no puede curarse, tal como lo expresa en sus conversaciones maduras con artistas de su tiempo, como George Kennan, Illyá Repin, Valerie Briúsov, Chaikovski o Maxim Gorki, un mosaico de opiniones desgranado en Así era Lev Tolstoi (Acantilado), biografía indirecta del gran novelista, traducida y editada por Selma Ancira. Traductora de Pushkin, Dostoievski, Bulgákov o Pasternak, Ancira es una auténtica especialista en literatura rusa. En 2008, fue galardonada con la Medalla Pushkin.
Las conversaciones de Tolstoi, transcritas en este libro biográfico, confluyen en el personaje central de Ana Karenina, sin apenas nombrarla. Ana, arquetipo de heroína infiel, no se limita a ser un puntal del atractivo femenino. Descartando el disimulo y el amor clandestino, se entrega a su amado, el conde Vronski y hace pública su situación con una moral de hierro. Su coherencia no tiene parangón; supera a la Kitty de Somerset Maugham, a la Hester de Nathaniel Hawthorne, a la Lady Chatterley de Lawrence o a la Margarita de Bulgakov y casi convierte en venal a Emma Bovary.
En Ana Karenina, Tolstoi no interviene –afortunadamente– en el asunto banal del adulterio. En los últimos años de su vida, el autor se reafirma: su Ana nunca será tan liviana, ni de lejos tan mundana, como las otras mujeres de su círculo de amistades, ni como Francesca da Rimini, la protagonista del drama de Gabriele D’Annunzio, convertido en ópera por Piotr Ilich Chaikovski. La referencia viene al caso porque, después del primer estreno de la ópera, el músico tiene que armarse de valor para visitar al gran escritor ruso en su finca de Yásnaia Poliana, el palacio rural en el que nació Tolstoi y donde fue enterrado a los 82 años.
Chaikovski teme la poderosa inteligencia omnisciente del escritor; se empequeñece ante el gran hombre y piensa, “él me va a desenmascarar”; pero se tranquiliza al darse cuenta de que se halla ante un artista interesado en las pequeñas cosas. Al recordar la visita, Chaikovski escribe textualmente: “Jamás me había sentido tan halagado, como cuando a Lev Nikoláievich, que estaba sentado junto a mí, se le llenaron los ojos de lágrimas al escuchar el andante de mi primer cuarteto”.
Tolstoi nace acunado por la música, el arte que le conmueve y con el que a menudo se muestra disconforme. Basta recordar al protagonista de Sonata a Kreutzer, quien considera que la música puede ser una incitación al libertinaje: ¿Qué me veut cette musique? Harold Bloom ha escrito que al releer Sonata no sabe si quedarse con la experiencia mesmerizante o estremecerse ante la locura del protagonista, Pozdnyshev. Para reforzar la credibilidad de su criatura, Tolstoi añade un apéndice a la obra en el que dice que las relaciones sexuales son malas: “es necesario evitarlas, incluso en el seno del matrimonio”. En Historia y consciencia de clase, George Lukács recrea la fuerza representativa del ruso, pero acaricia con suavidad casi lasciva la locura de un autor capaz de medirse con Chaucer, Dante, Homero o Cervantes.
Cuando Tolstoi oye acordes, no puede dejar de escucharlos; se le hace un nudo en la garganta y llega al sollozo. De niño, su tutora, Tatiana Ergólskaia, le enseña a tocar el piano y lo sumerge en Haydn y Mozart, como recoge el autor en Infancia y Adolescencia, segunda y tercera parte de su trilogía autobiográfica. El autor vive rodeado de cuerdas y teclados, pero rehúye las partituras. A las puertas de la muerte, pronuncia esta frase: “De la civilización, solo quedará la música”. Su entusiasmo por el folclore discurre en paralelo a la frialdad que le producen las sinfonías.
Está convencido de que la música contemporánea no crea melodías y va directa hacia su ocaso, porque “exige oyentes exclusivos y solo existe para los ahítos”. ¿Y Wagner? le preguntan en una de sus reuniones con intérpretes y compositores: “Eso ni siquiera es música”, responde. La frase queda escrita en letras de molde. Solo se atreverá a contradecirlo, muchos años después, casi a la mitad del siglo XX, el mismísimo Thomas Mann al escribir: “además de un eximio compositor, Wagner habría sido también un poeta, sólo comparable a los grandes espíritus épicos del siglo XIX: Dickens, Dostoievski, Balzac, Proust o el mismo Tolstoi”, en Ensayos sobre música, teatro y literatura (traducción de Genoveva Dieterich, publicado por Alba).
Tolstoi es radical en sus gustos y groseramente directo en sus amores y odios. Adora el alma eslava de Chopin; sus baladas, scherzos, nocturnos, preludios o mazurcas. En el recuento reunido por Ancira, el pianista y compositor, Dimitri Borísovich escribe que a Tolstoi le gustan “mucho las sonatas de Beethoven” y, sin embargo, un día, el escritor exclama: “El desenfreno en la música comenzó con La novena sinfonía”. El gran escritor no puede contener su emoción ante los compases de la canción popular y cuando estos ensalmos vienen seguidos de Chopin, entonces grita: Das ist musik! No soporta la afectación de los finolis: “da vergüenza escucharlo”, llega a decir de alguna pieza de Musorgski. Se entusiasma con los dobles de clavecín y piano, pero sobre todo, su alegría se desbordaba con las danzas rusas y las romanzas gitanas.
En materia de literatura, Tolstoi se muestra también taxativo: es exuberante como Balzac, pero contrario a la extravagancia del francés. No le interesa Shakespeare y dice que no ha visto a nadie con tanta fuerza de espíritu como Víctor Hugo. De Francia se queda con Rousseau y entre los escritores rusos destaca a Lérmontov, por su incansable búsqueda; critica a Turguéniev por “su fondo romántico, artificial e innecesario”. Con Dostoievski no llegan a conocerse personalmente, a pesar de los intentos del autor de Crimen y castigo, a quien sus amigos le convencen de que Tolstói detesta la vida social, lo que resulta completamente falso. Cuando el 8 de junio de 1877, Dostoievski da su célebre conferencia sobre Pushkin, en la que lo califica como “la cima de la creación artística”, están presentes todos los escritores rusos importantes de la época, excepto Tolstói. Sin embargo, cuando el veterano autor lee Memorias de la casa de los muertos de Dostoievski afirma que “es lo mejor de la nueva literatura, incluyendo a Pushkin”. El último libro que Tolstói lee en su vida, días antes de abandonar Yásnaia Poliana y morir en la estación de Astápovo, serían Los hermanos Karamázov.
Si lo trasladáramos al momento actual de Ucrania, un territorio natural de la Madre Rusia, Tolstoi, el terrateniente de Yásnaia Poliana, enloquecería por la destrucción entre hermanos, ordenada por Putin, un presidente desequilibrado y necio. En la Kiev incendiada, con sus túneles de metro convertidos en refugio antiaéreos y sus sótanos en improvisados platós de TV, el novelista escribiría la memoria del subsuelo. Su literatura solo tiene una raíz: la experiencia directa. En su etapa de soldado, pasa cinco años luchando en el Cáucaso y en la citada guerra de Crimea, dos episodios que le sirven de base para escribir Los cosacos (1863). En los entreactos militares conoce a la alta sociedad rusa como solo puede hacerlo un noble cuyo padre, el conde Nikolai, deja escrito un libro titulado: Los Tolstoi, 24 generaciones de historia rusa. Cuando su familia paterna se desplaza a Moscú, el joven Tolstoi vagabundea por los barrios bajos de la capital y recoge material para su libro ¿Qué debemos hacer? en el que profetiza el colapso del régimen zarista.
Pero, el conde no transige ante aun argumento tan frágil. Su conexión entre la verdad (pravda) y el llamado “espíritu de la verdad” (ístina) es casi una aspiración teológica. En La revolución interior Lev Tolstoi (Errata Naturae), Stefan Zweig busca el momento crítico en la vida del escritor ruso, “el cataclismo existencial” que explica una conexión y que acaba conduciendo “al taedium vitae, la búsqueda de Dios”. El ensayo de Zweig, un curioso texto hipocrático del autor vienés, es una prolongación reflexiva del detallado Vida de Tolstoi (Acantilado), de Germain Rolland, la biografía hagiográfica, con toda la veneración que permitía aquel momento, escrita el mismo año de la muerte del autor ruso, 1910, cuando todavía están calientes las galeradas de Resurrección, sus últimas cuartillas.
Antes del final, Tolstoi publica Hadji Murat (Navona), una narración corta dedicada a un guerrero implacable, de origen euroasiático, que desde nuestra latitud mediterránea podríamos emparentar con Dersu Uzala y Taras Bulba. Murat es un oficial responsable de cientos de muertes, capaz de fijarse en un cardo en flor hasta retenerlo en su mano como símbolo de la tenacidad con la que venderá su vida en el campo de batalla. Un héroe épico y arcaico, con aires de Aquiles; una suerte de mezcla entre un tártaro y un jenízaro turco. Es el hombre en el que Tolstoi vio reflejada la antítesis de sus flojos personajes masculinos: el desdichado Andrei Bolkonski de Guerra y Paz y el mundano conde Vronski de Karenina.
Murat también es el ideal eslavista que vive en cada corazón más allá del Caucaso. Representa el nativismo racial de una cultura, a medio camino entre la Constantinopla ortodoxa y el mundo ario, que está presente en los combates sobre territorio ucranio. El odio que producen las guerras fraternales ha convertido ahora a las ciudades Donetsk y Lugansk en la Beirut de los peores momentos de Oriente Medio. Kiev es una Jerusalén violentada, un Sarajevo golpeado.
En la obra cumbre de Tolstoi, Ana Karenina, la protagonista reconoce, en un sueño recurrente, que la muerte está presente en el fondo de su pasión. Ahí arranca un monólogo interior que precede al desenlace, el fragmento que provocará estas palabras de Thomas Mann: “Ana Karenina es la novela social más grande de la literatura universal”. Al final de la trama, el recuerdo de Ana atraviesa toda su vida a gran velocidad para llegar a la conclusión de que ha abandonado a su primer hijo, a causa de su amor carnal por Vronski, un hombre de vida fácil e inteligencia limitada. Sube a un tren destino a la hacienda de Vronski, pero en un momento de desesperación, Ana se tira a la vía del tren. En su última expiración, ve un fogonazo: la luz de Dios.
La tradición cultural del fin de siglo XIX ruso, basada en la teofanía de Gogol y Tolstoi, acaba de estallar en manos de Putin, el presidente que huele a Ives Saint Laurent, a lomos de un caballo sin montura. La macabra intemporalidad atómica del Kremlin sustituye ahora al vacío esencial de Dostoievski; el alma eslava, como germen de unión entre pueblos, se difumina. “Se abre paso un nuevo zarismo exterminador”, en palabras del escritor de ciencia ficción, Dimitry Glukhosky.