Peter Handke en una escena de la película  'In the woods, might be late', dirigida por Corinna Belz.

Peter Handke en una escena de la película 'In the woods, might be late', dirigida por Corinna Belz.

Letra Clásica

Las periferias de Peter Handke

El escritor austriaco, ganador del Nobel 2019, ha construido una sólida obra literaria sin incurrir en las modas de su tiempo ni dejarse influir por las convenciones culturales

11 octubre, 2019 00:00

Peter Handke es un clásico que viaja en autobús. Casi siempre por carreteras comarcales. En busca del tesoro del silencio y también de esa extraña forma de eternidad que consiste únicamente en ser y sentir, sin más. Lo ha dicho él mismo: describir es mejor que explicar. El escritor austriaco, ganador del Nobel 2019, concedido a la par que el del pasado año, otorgado a la escritora polaca Olga Tokarczuk, es un artesano de la escritura, un tipo huraño que huye de las convenciones sociales y ha demostrado no sentirse condicionado en absoluto por las fatwas del mundo cultural, últimamente entregado a la dictadura de lo políticamente correcto. Su obstinación de caminar a contracorriente –una forma de ser libre como otra cualquiera– pudo haberle costado su carrera literaria –por las interpretaciones de un libro (Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina) en el que defendía al pueblo serbio en el conflicto de los Balcanes– pero, a sus setenta y tantos años, lo que es la vida, ha terminado haciéndole digno merecedor del Nobel, que sanciona, más que descubre, lo que hacía mucho tiempo era una evidencia. En su caso: la literatura está por encima de la política. Aunque muchos sigan sin enterarse.

Handke no es un escritor fácil ni tampoco cómodo, pero nadie puede negarle ni su independencia ni la valentía de ser diferente al nutrido rebaño de escritores que pueblan el mainstream editorial. No lo parece en un primer instante, pero tiene bastante de escritor punk. Claro que la rebeldía, en su caso, no se nos presenta con un único rostro, sino a través de múltiples máscaras. El escritor austriaco se hizo famoso relativamente pronto –con 24 años era considerado el más pop de los autores de lengua alemana; entonces llevaba unas sempiternas gafas de sol y un look a lo Carnaby Street– y gustaba de zaherir a las vacas sagradas de la Germania, si consideramos ésta no como una utopía imperial, sino como el espacio cultural centroeuropeo de influencia alemana.

Peter Handke en una escena de  'In the woods, might be late', dirigida por Corinna Belz

Peter Handke en una escena de 'In the woods, might be late', dirigida por Corinna Belz.

Aquel Handke, más sonriente que el actual, más circunspecto, escribía teatro, prosa y poesía y se permitía impertinencias como practicar el arte del monólogo e insultar directamente a su público: “Vosotros, papamoscas, padres de la patria, troskistas, embrutecidos, lunáticos, derrotistas, revisionistas, revanchistas, militaristas, pacifistas, fascistas. Intelectuales, nihilistas, individualistas, colectivistas, antidemócratas. Vosotros, los falsos testigos, vosotras, putas de teatro. Vosotros, los brontosaurios. Vosotros, la tropa, la chusma, los desperdicios, los muertos de hambre, gruñones, mocosos, proletarios mentales, engreídos, donnadie, fulanos”.

El miedo del portero al penalti, HandkeQuien firmaba este soliloquio era el hijo de una mujer suicida, de origen esloveno, criado en la Carintia, el primero de los sucesivos paisajes sentimentales de su obra. Todos a trasmano, extraños, mágicos, imprevisibles. De la vanguardia teatral, basada en la palabra más que en la acción, Handke decidió pasarse a la tradición en otro gesto de desconcierto. ¿Acaso en esos años, finales de los sesenta y principios de lo setenta, había algo más contestatario que reivindicar a Goethe como el modelo supremo? El tránsito no fue sólo estético: Handke dejó Austria y se instaló en Chaville (París), en cuyos suburbios todavía habita, en una casa cercana a un bosque lleno de árboles frutales, el hipnótico templo natural donde le retrató (hace tres años, en plena madurez) la cineasta Corinna Belz en In the Woods, might be late

Quien firmaba este soliloquio era el hijo de una mujer suicida, de origen esloveno, criado en la

En este documental aparece como un carpintero, una suerte de ermitaño, solo, sosegado, buscando setas y pelando nueces con una navaja, rodeado de libros y concentrado en el flujo de la escritura (diminuta) con la que llena sus cuadernos de apuntes. Un escritor apartado (voluntariamente) del mundo, creador de su propia mística, que escribe con lápices a los que saca punta de forma obsesiva, concentrado únicamente en su propio ser: la escritura. Handke, frente a lo que acostumbra a escribirse tras la polémica serbia, que le valió la excomunión de algunos ámbitos culturales, no es un escritor político: su asunto (casi diríamos que único) es el yo. El sujeto individual. El hombre solo ante su destino. Su literatura exploró primero la subjetividad que se afirma a sí misma mediante la demolición de las convenciones; más tarde su identidad se hizo rigorista –silencio, soledad, misantropía– mientras el mundo abrazaba el materialismo y la frivolidad; por último, el yo literario de Handke se hace memoria, recuerdo, se transforma en la invención sobre lo que pudo ocurrir. 

Ensayo sobre el jukebox, HandkeEs por éste último sendero –el personal– por donde el escritor austriaco, que siempre ha construido su ficción a partir de lo autobiográfico –la muerte de su madre, su huida del mundo, su separación matrimonial– llega a los Balcanes, símbolo de su vocación por las periferias culturales donde distintas culturas se hibridan. Su obra se vuelve introspectiva, secreta, profunda. Casi todos sus títulos en España están editados por Alianza, en cuyo catálogo Handke hace décadas que era una milagrosa rareza. Hasta que escribe El miedo del portero ante el penalti, su novela más conocida, pero no la mejor. Persiguiendo a este yo nómada, el Nobel viaja por América –de este trayecto saldrá Lento regreso–, vuelve a Salzburgo –donde contempla, horrorizado, el ascenso de la extrema derecha en su país– y viaja, a pie o en humildes transportes públicos, por supuesto sin mapas, a sitios donde nunca va casi nadie. En ellos encuentra su lugar en el mundo. 

Es por éste último sendero –el personal– por donde el escritor austriaco, que siempre ha construido su ficción a partir de lo

En una de estas incursiones se topará con la España vacía –finales de los sesenta– antes que los descubridores de ese Mediterráneo seco que es Castilla. Handke se instala en Soria, lee a Machado, un sevillano transterrado junto al Duero, visita las minas de Linares, deambula por el Valle de Arán, se hospeda en pensiones y hostales, descubre el silencio de la estepa castellana, la literatura mística –San Juan de la Cruz, Santa Teresa–, acude (en Valencia) a corridas de toros, repite otra vez los caminos de Cela, aquel viajero en alpargatas, se deslumbra con María Zambrano y escribe, a lo largo de los años noventa, una colección de meditaciones en marcha, que se diseminan en ensayos –acerca del Jukebox o sobre el aburrimiento– donde, con una maestría similar a la de Cees Nooteboom, el escritor holandés de viajes, muestra una España desconocida para los propios españoles. 

Handke y EspañaEl suyo es ese país que creíamos que había sido barrido por el paso del tiempo pero que, sin embargo, todavía resiste. Un territorio geográfico y metafórico, donde el austriaco encontró los materiales esenciales de muchos de sus libros, cada vez más fragmentarios e inclasificables. De este amor por la España de las carreteras secundarias y las ciudades intermedias, esa galaxia de provincias, da buena cuenta la antología Handke y España (Alianza), donde nos habla de su fascinación por la lengua de Cervantes –“ese bosque maravilloso”–, los enclaves fuera de ruta (Gredos, Ávila, Segovia, Cuenca), la poesía de Fray Luis de León y su desprecio ante los inquisidores, los de antes y los de ahora. Ninguno otro Nobel, descontando a los propios y a aquellos que han escrito en español, ha recorrido tanto tiempo este país cuya existencia algunos niegan pero que aún sobrevive, duro, cruel e indestructible, bajo el tórrido sol de este otoño que no es otoño, sino un verano infinito.

El suyo es ese país que creíamos que había sido barrido por el paso del tiempo pero que, sin embargo, todavía resiste. Un territorio geográfico y metafórico, donde el austriaco encontró los materiales esenciales de muchos de sus libros, cada vez más fragmentarios e inclasificables. De este amor por la España de las