Libros de segunda mano apilados, como en la Librería Francesa de Barcelona / PIXABAY

Libros de segunda mano apilados, como en la Librería Francesa de Barcelona / PIXABAY

Letra Clásica

Cuando mirábamos hacia París

Las visitas a la ya desaparecida Librería Francesa de Barcelona eran como entrar en la embajada de un país extranjero que te atraía mucho más que el tuyo

13 mayo, 2019 00:00

Durante los últimos años del franquismo, Barcelona era una ciudad culturalmente afrancesada. Dado el panorama interior, había que mirar hacia afuera y París era lo que nos caía más cerca. De hecho, Barcelona llevaba mirando a París desde antes de la Guerra civil. Prueba de ello es que dos hermanos suizos, Alphonse y Joseph Piaget, fundaron en 1845 la primera Librería Francesa de la ciudad, que se instaló en el número 57 de la Rambla.

Tras ser adquirida por la editorial Hachette, la Librería Francesa abrió una rutilante sucursal en el 91 del Paseo de Gràcia y otra más modesta en la confluencia de la avenida Diagonal con la calle Muntaner. La Librería Francesa original chapó en 1972 y las otras dos en la década del 2000, tal vez porque a principios de los 70 ya no había muchos afrancesados entre nosotros y en el siglo XXI ya no quedaba más que Joan de Sagarra (al que le he soplado algunos datos para este artículo). Y en medida cada vez menor también un servidor de ustedes, que cambiaba de novia urbana --de París a Nueva York-- empujado por la realidad y de idioma extranjero --del francés al inglés-- porque el mundo cultural anglosajón parecía más grande, más atractivo y más estimulante.

Llegué a la Librería Francesa --a cualquiera de las tres-- en la adolescencia, movido por mi amor a los cómics. Tras comprar en el quiosco, cuando podía permitírmelo, la revista Pilote, que era de un lujo total comparada con los churrosos tebeos de Bruguera, ya había llegado a la triste conclusión de que en España hacíamos las cosas a nuestra manera y en Francia las hacían bien. Impresión que se confirmaba en aquellas visitas a la Francesa --como le llamábamos con mi hermano mayor--, cuando te encontrabas con los magníficos álbumes de las editoriales Dargaud, Dupuis y Casterman y te dabas cuenta de que los tebeos eran una industria potente en el país de al lado (y lo sigue siendo, ¡caso único en toda Europa!).

Entrar en la Francesa era, en cierta medida, como entrar en la embajada de un país extranjero que te atraía más que el tuyo, donde casi todo estaba prohibido y el mandamás era un señor bajito con bigotillo y voz de pito. Con el francés aprendido en la escuela bastaba para leer los cómics franceses y hasta algunos libros. Luego vino un cuarto siglo de viajes constantes a París, perfeccionando el idioma y paseando por una ciudad a la que le veía todas las gracias hasta que dejé de vérselas. Debo ser monógamo, ya que cuando me dio por plantarme en Nueva York cada dos por tres a pasar largas temporadas, ya no pensaba en París ni me apetecía visitarla.

Fue así cómo París se fue convirtiendo para mí en un estado mental muy disfrutado en la adolescencia y la juventud, cuando España era un país muy poco normal (más anormal que ahora, que ya es decir) y las sedes de la Librería Francesa eran como ventanas a una realidad más atrayente que, de hecho, empezaba a anquilosarse. Algo imposible de intuir a los 15 años, cuando te topabas con la nueva aventura de Michel Tanguy o del teniente Blueberry en aquellos álbumes de tapa dura y satinada, excelentemente impresos en un papel cuyo olor, si hago un pequeño esfuerzo, aún puedo recordar con placer y nostalgia, como Proust con las magdalenas.