Letra Clásica
Francesc Burrull, jazz y posguerra
El pianista, miembro de los mejores grupos de Cataluña, participó en la sonoridad de la 'Nova Cançó' y dejó su impronta en la discografía de Serrat y Raimon
30 septiembre, 2021 00:00La música de las ciudades está escrita en las paredes de los teatros y auditorios, pero también en la semipenumbra de las cavas de jazz. Los movimientos de las sonatas de Beethoven son leyes del alma humana, pero las vanguardias musicales se deshicieron un día del corsé antropomórfico para acercarse a la exploración del cosmos iniciada a mitad del siglo XX. Así lo ha vivido Francesc Burrull durante más de ochenta años. El compositor y arreglista, recientemente desaparecido, cursó estudios musicales en el Conservatorio del Liceo de Barcelona, con el maestro Pere Vallribera, pero a lo largo de la era de la música negra y del pop, sus dedos abandonaron el teclado sinfónico para colonizar la caricia del sostenido; así fluyó hacia él la estela de Tete Montoliu, su amigo de la infancia.
Burrull fue un músico de jazz. Acunado en el ambiente musical de posguerra (nació en 1934), recibió una influencia más mozartiana que wagneriana y se convirtió en un pianista al uso, implicado en la exactitud de la partitura, hasta el día en que se enamoró de los combos. Se emancipó con la fusión latina de Latin Quartet, donde descubrió su gran pasión por el bolero, hasta el punto de convertirse en arreglista del cubano Antonio Machín, la voz inmarcesible. Pero sobre todo, hoy vale la pena subrayar que Burrull puso su piano al servicio de jazzistas clásicos de la talla de Sidney Bechet, Bill Coleman, Chet Baker o Don Byas.
Se emancipó de las escuelas tradicionales explorando en el sonido sin tono, pero con centro tonal. Se esforzó por pertenecer a la casta de los creadores que están a merced de fuerzas elementales. Comprender la música contemporánea exige una genealogía de la moral basada en la voluntad de poder, un espacio en el que el Hombre ha dejado de ser la medida de todas las cosas. El jazz es un fruto directo de esta realidad; es hijo de un giro copernicano. Si Burrull fue capaz de acompañar al piano al gran trompetista Chet Baker es porque había entendido el bouleversement, el cambio brusco de nuestro tiempo en la esfera social y cultural.
Pasó por el Latin Combo (con Jaume Villagrasa, Jordi Coll y Agapit Torrent) y formó parte de grupos, como Catalonia Concerts Jazz, la Orquesta Montoliu, Nits de Jazz Quintet , Swing X5 y la Big Band del Sindicat de Músics. La historia de amor entre Barcelona y el jazz pasa por compositores como Burrull, aunque su fallecimiento, este agosto, enmarque hoy su vinculación a los Setze Jutges y en general a la Nova Cançó. Fue el director artístico a la discográfica Concèntric; trasladó sus teclados y su mítico vibráfono a la Cova del Drac (Tusset), el local histórico donde germinaba la Cançó.
Estuvo detrás de algunos de los primeros éxitos de Raimon, Lluís Llach o Pere Tapies. Su trabajo quedó impreso en mayúsculas como director musical de Joan Manuel Serrat, en registros inolvidables, como Cançó de matinada, Paraules d’amor y en el disco Miguel Hernández, de 1972. También en obras de Lluís Llach (El bandoler, L’estaca), María del Mar Bonet (L’àguila negra), Núria Feliu, Mercè Madolell, Joan Isaac o Joan Baptista Humet. Trabajó además con cantantes ajenos a la Cançó como Julio Iglesias, Bruno Lomas, Luis Aguilé o Peret. A día de hoy, resulta absolutamente imprescindible recuperar sus vinilos.
Uno de sus amigos lo recordaba bellamente, hace pocos días en La Vanguardia: “Le conocí en el año 1958, en la plaza del Diamant, donde se presentaba por primera vez el conjunto Latin Combo, que al alimón dirigía con Agapit Torrent, gran saxofonista y percusionista. Actuaron en muchas fiestas mayores, y entre otros eventos participaron, en 1957-1958, en la inauguración del Hotel Pez Espada de Torremolinos. En Menorca, el verano de 1968, actuaron en El Pirata y a pesar de ser solo cuatro músicos, imprimían efectos espectaculares”.
Así se habla de un maestro, porque la particularidad más insignificante conduce al acorde majestuoso. Como intérprete, Francesc Burrull se movió siempre sobre la estela de sus propias bandas, incluyendo la recordada Big Band del Sindicato de Músicos; vale la pena honrar su memoria junto al dúo puntual Serrat-Laura Simó o en los boleros de la Voss del Trópico. Su abanico resulta inabarcable: desde Sara Montiel a sus numerosas giras con La Trinca. El pianista y compositor amaba Vilanova i la Geltrú, tierra de la Ben Plantada, Teresa, la dama azul de Eugeni d’Ors.
Miquel Jurado nos contó no hace mucho el día que compartió paella y mantel, en la misma ciudad costera, con él maestro desaparecido. ¡Buena sobremesa! Quizá se acordaron del himno del Barça del 75 aniversario de un club hoy secuestrado por directivos de manga ancha (menuda generación de mangantes la del 2003, amigo Laporta). Aquel himno empieza por Tot el camp es un clam y después viene el plam, plan, plam, las tres palmadas que añadió Burrull –solo eso– a la música de Oriol Martorell y Antoni Ros Marbà.
Sin la platea y el gallinero del Palau de la Música, las canciones de Raimon no hubiesen sido lo mismo, de igual modo que, sin el Jamboré de Plaza Real, Burrull y Tete nunca hubiesen sonado con la misma emoción. Por ambos escenarios han pasado mitos incomparables, pero debemos reconocer que el corazón late más fuerte con la proximidad cultural del intérprete. Al fin y al cabo, la música entra por el latido. El sentimentalismo es ajeno a la capacidad espiritual que reclama una buena partitura, pero toda composición busca la emoción genuina. Burrull sabía que una obra artística tiene dos tiempos: el actual y la eternidad Pues bien, él encontró la manera de mutualizar ambos conceptos.