Josep Pla

Josep Pla

Letra Clásica

Barcelona, 1918

La mortífera epidemia de gripe que el siglo pasado azotó Europa es el paisaje sobre el que Josep Pla proyecta el misticismo moralista de su prodigioso ‘Cuaderno gris’

13 marzo, 2020 00:10

“El naturalismo –pienso– sólo tiene un defecto: ser verdad. La frase de Carnet de que los libros naturalistas se deben leer con un ramo de rosas al lado es una frase un poco cursi, pero incluye un consejo apreciable. El naturalismo no gustará nunca mucho porque implica la descripción y el reconocimiento de la cloaca –pequeña o grande– en la cual nos movemos. Sobre la cloaca montamos nuestras endebles, miserables convicciones”. Josep Pla escribió este extraordinario párrafo en 1918. Contaba entonces con unos escasísimos 21 años y, gracias al milagro de las analogías –esas similitudes circulares que a veces nos regala la Historia–, se encontraba, como nosotros un siglo y unos días después, preso de una cuarentena

Estudiante diletante de Derecho, ambicionaba hacer carrera en el mundo de las letras, sin saber exactamente por dónde y cómo empezar. Sufría una angustia íntima: no tenía resuelta la cuestión de “la independencia” (personal, se entiende). Se había visto obligado por causa mayor a abandonar Barcelona, donde cursaba leyes, para refugiarse una temporada en Palafrugell. “Como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la Universidad”, escribía en su dietario el 8 de marzo de 1918. Era la súbita extensión de la devastadora epidemia española, tan mortífera como la Primera Guerra Mundial, que lo había convertido en “un estudiante ocioso”. En dos años esta pandemia pulmonar mató a cuarenta millones de personas en todo el mundo –una cifra similar a la actual población de España– y contagió a bastantes más, convirtiendo la neumonía en una desgracia corriente, común e hirsuta. 

Es entonces, mientras el mundo se derrumba a su alrededor, cuando el escritor catalán decide distraerse de su encierro (relativo) ensayando en secreto la escritura de una obra (que no sería publicada hasta 1966, ya con una versión reelaborada) que es, sin duda, la cumbre de la prosa escrita en catalán y uno de los monumentos de la literatura española. El cuaderno gris, insólitamente moderno, oculta (sabiamente) su tamaño, camuflándose bajo la forma de las azarosas y crudas anotaciones del diario personal de un estudiante que cuenta –para ese otro que es uno mismo– paseos, lecturas, instantes y tertulias de café en la Barcelona de la revolta de les dones, meses antes de la primera campaña autonomista catalana, justo en la época de la crisis política de la Restauración, en los años de plomo.

PLA VIAJERO

PLA VIAJERO

Josep Pla, visto por Daniel Rosell.

Aparentemente, el libro de Pla no trata sobre ningún hecho extraordinario. Y, sin embargo, como sucede en muchas de sus obras, su prosa contiene la vida entera: cierta, verdadera, minúscula y extraordinaria. En este relato iniciático la muerte aparece como un trasfondo pertinaz y atávico. Igual que las distintas estaciones del año. “La gripe continúa matando implacablemente a la gente. En estos últimos días he tenido que asistir a diversos entierros. Esto, sin duda, hace que empiece a sentir una mengua de emoción ante la muerte –que sentimientos reales y auténticos se me transformen en una especie de rutina administrativa–. Nuestros sentimientos están siempre afectados por lo poco o por lo mucho –son de una movilidad indecente–. Aunque sólo fuese por esta razón, convendría que este escándalo de la patología tuviese fin, que la gripe no matase a nadie más”.

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Resulta difícil encontrar una forma más desapasionada, y al mismo tiempo más exacta, de contar cómo una tragedia colectiva se multiplica exponencialmente y se convierte en una costumbre. Bajo un calendario rebosante de decesos, sepelios y adioses sin épica, este Pla todavía adolescente, mareado ante la incertidumbre de qué hacer con su propia vida, lector devocional de los ensayos de Nietzsche, crea su misticismo moralista y encuentra el tono de su mejor literatura, que nos destroza con esa limpieza retórica que cuenta lo terrible de la forma más directa posible. Sin rodeos, sin caer en circunloquios, sin barroquismos. 

Palafrugell, origen de su dinastía, es el espacio físico de la primera parte de El cuaderno gris pero su escenario ambiental es la epidemia de 1918, telón de fondo sobre el que Pla se descubre a sí mismo antes de convertirse en redactor de La Publicitat, punto biográfico donde concluye su libro, en su primer viaje a París. Apenas unos años después, este muchacho sin asideros se convertirá en un periodista cosmopolita, encantado de celebrarse a sí mismo en una foto donde aparece, sonriente, con un sombrero británico, creyendo haber conseguido el triunfo duradero que otra epidemia –la Guerra Civil– terminaría por destrozar. 

CRÓNICA GLOBAL HOMENOTS 001 Albert Pla 03 2018

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Josep Pla, visto por Farruqo.

Entre ambas imágenes –el periodista viajero y el escritor payés– no existe, en el fondo, contradicción alguna. Más bien encontramos una secreta coherencia. “No añoro Barcelona y menos aún la Universidad. La vida de pueblo, con los amigos que tengo aquí, me gusta”, escribe en su dietario, sin sospechar –o quizás sí– que en esta frase estaba describiendo el otoño de su existencia. La gripe asolaba los cenáculos intelectuales europeos –cobrándose la vida de artistas como Apollinare, Egon Schiele, Klimt o Max Weber– mientras el escritor catalán creaba su particular cosmos en el Ampurdán, donde el calendario alternaba las cosechas con las campanas que llamaban a la misa de difuntos. La muerte mataba con indiferencia; Pla descubría paisajes, convivía con entrañables personajes rústicos y describía instantes efímeros, conmemorando a su manera (sin sensiblerías, sin retórica) las bondades de la vida sencilla. A su alrededor sonaba, como lúgubre sinfonía, El Cant dels ocells, esa oda a la nostalgia que Pau Casals interpretaba en todos sus conciertos.

El cuaderno gris, escrito con una prosa subjetiva, es, en realidad, un poema prosaico. Una meditación (indirecta) sobre la muerte, que en el libro se hace presente mediante los silencios, como la antítesis misma de la existencia. No parece estar y, sin embargo, nunca abandona la escena. En febrero de 1919, la pandemia mortal alcanzó también al escritor: “He pasado todo el día de ayer y parte del hoy en la cama, con la gripe. He sudado como un caballo. Treinta y seis horas seguidas. Me levanto pálido y desecho. Por un lado me parece que hubiera podido morir y que me he librado por los pelos. Cuando constato que, a pesar de la fatiga, me puedo levantar, pienso que quizás ha sido una gripe benigna. Estos días ha muerto mosén Clascar y el poeta Joaquim Folguera. ¡Y tanta gente! Las esquelas son numerosísimas. Ponen la carne de gallina”.

Pla sobrevive a la enfermedad, pero no se libra de ser testigo de la muerte de los demás. “La gripe hace terribles estragos. Mi familia se ha tenido que dividir para ir a los entierros. En La Bisbal ha habido el de María Linares. En Palafrugell, el de una hija de dieciocho años (una flor de criatura) de la familia. He ido a La Bisbal. Desde la calle se oían los llantos. Llantos en la casa y en la escalera del piso. Espectáculo impresionante, que contrasta con el aire de compostura de la gente –un aire que, al oír los llantos, se encoge automáticamente, se vuelve marchito y hundido–. Estas manifestaciones de dolor lo transforman todo y hasta el paisaje parece diferente (…) ¿Qué es preferible: encastillarse en la helada, indiferente fatalidad, o librarse a las delicuescencias de las manifestaciones ruidosas del dolor? Cuando uno llora ¿sufre? Los que no lloran ¿sufren menos?”.

Manuscrito de 'El cuaderno gris'

Manuscrito de 'El cuaderno gris'

Manuscrito de 'El cuaderno gris', de Josep Pla.

La literatura de Pla emociona por su sobriedad, por su lenguaje sin lustre, que sirve para decir lo que tiene que decir, y no otra cosa. En su estilo se condensa el sentimiento que todos sentimos cuando nos topamos con la muerte o la imaginamos. El fondo del lienzo de la vida se vuelve oscuro, tenebroso. Las muertes se suceden como el océano, en oleadas. La Spanish Lady, como se llamó a esta pandemia, parece un extraño augurio del coronavirus. Afectó sobre todo a Madrid y a las grandes capitales de provincia. Las autoridades, igual que ahora, relativizaron su gravedad. Poco después cayeron en el pánico: hizo falta que la enfermedad afectara a toda la vida social, cultural y empresarial del país, que se infectaran algunos ministros del gobierno (presidido por Eduardo Dato) y que hasta el Rey se viera afectado para que reaccionasen.

Josep Pla en 1917

Josep Pla en 1917

Pla refleja la calamidad en su monólogo: “El hombre no está construido para pensar en la muerte (…) Cada día pasa ante nosotros algún entierro. Nos parece natural que los otros se mueran; absurdo que, personalmente, la muerte nos golpee. En virtud de este curioso fenómeno defensivo, la capacidad racional del hombre se encuentra permanentemente minimizada por esta amnesia. Vivir implica una capacidad racional limitada, incompleta. Así, la razón humana, abstraída de la presencia de la muerte, se convierte en lo que exactamente es: un puro juego pedante”.

El estudiante Pla, que nunca ejercerá como abogado, vive su vacío vital ajeno al dolor, pero no indiferente. Entrado ya 1919, retorna a Barcelona. Pisa de nuevo las Ramblas, pasa las tardes en las tertulias del Ateneo, gasta las noches en el Café Continental o en el Suizo. Mira las huelgas, se asombra ante la muerte de Jaume Brossa –de nuevo la gripe, esa asesina familiar–, se instala en una pensión de la calle Pelayo, desmantela el piso familiar de la carrer Mallorca, suspira ante la incertidumbre de su destino, piensa en las “señoras con posibilidades de ternura” y, sonámbulo, contempla la vida ondoyante. A su manera ha encontrado su destino. Se asemeja al desconsolado ideal de Montaigne: “Vivir en el hostal, reír con nuestra gente, morir entre desconocidos”.