Kant y el crepúsculo de la sabiduría
La editorial Firmamento devuelve a las librerías ‘Los últimos días de Kant’, la luminosa meditación que Thomas De Quincey escribió sobre el gran filósofo de la Ilustración
17 septiembre, 2021 00:00La muerte, esa dama blanca, hija secreta del tiempo y de la mala fortuna que a todos nos alcanza, es la visitante más impertinente que existe. Nunca la esperamos, pero se presenta en nuestra casa sin estar convidada. El día que se anuncia, dejamos de estar. Mientras llega ese momento –una larga espera que puede durar todos los siglos que caben en un segundo– va acorralándonos poco a poco contra la pared de lo irremediable. Es curioso: nos pasamos la vida cambiando (generalmente, sin desearlo) y en la hora final lo que nos parece más terrible de nuestro ocaso es que, a partir de un determinado instante, sabemos que la infinita cadena de transformaciones anímicas –eso es la existencia– se clausura para siempre, petrificando lo que fuimos e impidiéndonos ser distintos. El sendero va estrechándose cada día que pasa para todos. No respeta absolutamente a nadie. Ni siquiera a los más sabios.
No hay vida que pueda ser enjuiciada desentendiéndonos de su estación término, del punto final de la rueda. Todo esto es cuento viejo, como diría Günter Grass, pero, igual que la Biblia resume la historia de la humanidad, un único deceso es la muerte de todos los hombres. Sobre el crepúsculo de uno de ellos –Immanuel Kant– escribió en 1827 un perfil biográfico Thomas De Quincey. En apariencia, se trata de una obra secundaria, de ocasión. Un divertimento desacralizador: el escritor romántico la escribió para una revista –Blackwood’s Magazine– dentro de una serie dedicada a los autores clásicos de la prosa alemana. Nada hacía presagiar que el opúsculo de De Quincey se libraría de la erosión del calendario.
Retrato de Immanuel Kant (1768) pintado por Johann Gottlieb Becker
Y, sin embargo, casi dos siglos después, esta crónica (indirecta) de las horas finales del gran filósofo de la Ilustración ha alcanzado la condición de referencia entre las infinitas obras dedicadas a pensar la experiencia de la muerte. La editorial Firmamento, radicada en Cádiz, orgullosamente periférica y artesanal, ejemplo del viejo y noble arte de hacer buenos libros, devuelve ahora a las librerías una excelente edición de esta sustanciosa narración, con una traducción de Julia García Olmedo y un prefacio de Marcel Schwob que sitúa perfectamente la causa de que este libro se haya convertido en imperecedero: “La inteligencia humana nunca se elevó hasta el punto que alcanzó en Kant. Y ni aun en tales cotas la inteligencia se revela divina. No sólo es mortal, sino que, cosa horrible, puede declinar, envejecer y deslucirse”.
De Quincey compuso un artificio narrativo –el libro se presenta como el falso testimonio de un clérigo amigo del filósofo– que es una lección (de vida) sobre cómo afrontó la muerte el hombre más ejemplar de la época de las luces. La obra del pensador de Königsberg, autor de la Crítica de la Razón Pura, creador del concepto ético del imperativo categórico, únicamente es comparable a equivalentes de la filosofía como Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza o Hegel. El último filósofo moderno irradió sus ideas desde su pueblo, del que prácticamente no salió, ajeno a cualquier vanidad intelectual y atado –por voluntad propia– a una rutina cartesiana de clases, lecturas, sesiones de escritura y encuentros intelectuales.
Thomas de Quincey / SIR JOHN WATSON GORDON
La mente más brillante de su tiempo, admirada por su sentido crítico, se va deconstruyendo al llegar el final de su existencia, que es el periodo que –a través de un narrador interpuesto, Wasianski, un personaje real– alumbra De Quincey, como si quisiera darnos a entender que, ante tal espectáculo, sólo cabe la compasión. Las riquezas del mundo y la pompa social no nos salvan de la muerte. Tampoco lo hace la inteligencia, aunque las ideas perduren. Kant, sin duda, es un pensador eterno. Pero su categoría intelectual cobra mayor trascendencia si tenemos en cuenta que, en lugar de una estatua, fue obra de un ser de carne y hueso. Terrestre.
A contar estas postrimerías dedica su libro De Quincey, que se basa en tres testimonios diferentes de los discípulos del círculo kantiano –el propio Wasianski, Borowski y Jachmann– publicados en 1804, el mismo año en el que el filósofo es sepultado, tras una cruel agonía, en la cripta de la Universidad de Königsberg destinada a los profesores difuntos. Kant tuvo un funeral de Estado con luz de antorchas prusianas, bóvedas de catedral, música de cámara y hasta devoción popular. Antes de su sepelio, se sacó una copia en yeso de su cráneo –colosalmente grande– para justificar mediante sus dimensiones el tamaño de su inteligencia. El molde quedó en manos del doctor Wilhelm Gottlieb Kelch. Un ritual asombroso si se tenemos en cuenta la personalidad del difunto y que el espíritu, según la religión cristiana, se separa del cuerpo en el instante postrero y, para los no creyentes, termina con su extinción.
Cartel de la película de Philippe Collin basada en la narración de De Quincey
El cadáver del pensador alemán estaba entonces demacrado: “Grande era la sorpresa de todos ante la delgadez de Kant y todos convenían que nunca habían visto un cuerpo tan consumido y descarnado”, escribe De Quincey. El filósofo metódico, educadísimo e infalible, gloria de la Ilustración, se había transformado en un despojo yerto. Es esta imagen –la de un inmortal en el instante mortal– la que despide la honda meditación narrativa del escritor británico, que se demora –sin caer en el tremendismo, con elegancia– en las estaciones previas de su cadalso.
La grandeza de Kant se sustentaba en la fuerza de su constancia. Y en su humildad: a lo largo de su vida, que comenzó en la pobreza –se educó en un centro escolar de beneficencia y fue a la universidad gracias al patrocinio ajeno que recibía su modesta familia–, todo su capital había sido fruto de su trabajo como profesor y de su costumbre de no contraer deudas con nadie. En su biblioteca nunca tuvo más de cuatrocientos volúmenes y jamás conoció la enfermedad hasta que la senilidad y una dolencia de estómago se pusieron de acuerdo para acorralarle.
Grabado de la casa de Kant en Königsberg, donde murió el filósofo
La prodigiosa mente del filósofo prusiano naufragaba a medida que su cuerpo se extinguía, castigado por el Alzheimer, pero en sus escasos momentos de lucidez deslumbraba a sus acompañantes, que todavía atisbaban en el fulgor de sus ojos –que ya no reconocían absolutamente nadie– las últimas brasas de la Razón. El príncipe de la inteligencia pasó sus últimos días “como una masa informe sobre una butaca, sordo, ciego, entumecido e inmóvil”. Como si la maldita muerte se vengase a última hora de su persona. Igual que algún día –esperemos que bastante lejano– también se vengará de la nuestra.