Filosofía y consuelo de la música
Ramón Andrés reúne en su último ensayo una galaxia de pensamientos en torno al arte musical desde la antigua Grecia hasta los albores de la modernidad del Romanticismo
27 octubre, 2020 00:00“En todo arte, en toda filosofía, en toda ciencia, también en toda mente suena una música de fondo, a veces, de tan tenue, imperceptible, una lengua donde acaban las lenguas. Por eso nos hace libres al pensar que deja de nombrarnos”. Ramón Andrés siempre escribe en voz baja, ya sea en sus poemas, en sus aforismos, en sus ensayos o en sus volúmenes enciclopédicos. El último que ha publicado, Filosofía y consuelo de la música (Acantilado, 2020), vuelve a demostrar su inaudita capacidad para aunar erudición, pensamiento y divulgación, sin esfuerzo, como si la tradición en la que se mueve no pesara y él fuera capaz de navegar en ella recordando el espacio que hubo en el mundo, la distancia, el eco de las voces que poblaron los rincones en los que se generó tanta disidencia.
Leer a Ramón Andrés constituye siempre una experiencia de amplitud. Su forma de reflexionar y contar nace de una escucha que disuelve la férrea egolatría en la que se instaló Occidente a partir de la modernidad. Sus libros son una cura de humildad porque atienden al magma de todo lo que quedó abandonado por los imperativos de la subjetividad. Aún recuerdo una frase suya, en un conferencia, hace ya muchos años: “Eran muy viejos, nuestros antepasados”, que anticipaba este aforismo: “La cueva de Chauvet. 35.000 años. Caballos. Faltaban 31.000 años para que fueran montados en la guerra de Troya. El Tiempo, el que no puede medirse, el no constituido, el que no es de la Ciencia ni de la Historia, el que no pasa de lo físico a la lógica, está en lo que tienes de previo a ti mismo”.
El poeta y ensayista Ramón Andrés / RAMÓN ANDRÉS
Tomar conciencia de que antes de Homero o del Gilgamesh había ya una humanidad cansada, que había sufrido varios Apocalipsis y que había creado una literatura y unas artes desaparecidas para siempre, ayuda a sobreponernos a la urgencia y la banalidad comercial de nuestros días. Filosofía y consuelo de la música es de alguna manera el compendio de toda la obra de su autor, que se ha pasado la vida asintiendo con los viejos maestros, siguiendo su huella borrosa por el mundo de las artes, perdiéndose en su anonimato, en la penumbra en la que a menudo vivieron y que ha terminando haciendo suya, ahora en Elizondo, en el valle de Baztán, desde donde, mientras levanta la mano en un gesto declinante que preludia sin embargo un amanecer, ha concebido esta última galaxia de pensamientos en torno a la música. El libro pretende abarcar varios milenios de reflexión filosófica en torno al arte musical, desde Grecia hasta los albores de la modernidad en el Romanticismo, precisamente cuando empieza a crearse el repertorio musical que aún hoy en día llena las salas de conciertos.
En su mayor parte, el libro habla por tanto de una música perdida, ya inaudible, irrecuperable. La música es, con diferencia, el arte del que nos ha quedado un corpus histórico más breve y sucinto. Si en literatura contamos con un canon de unos tres mil años, la música que aún puede interpretarse apenas comprende unos seis o siete siglos. Del resto sólo tenemos fragmentos y recuerdos conservados por poetas, filósofos y tratadistas, a los que Ramón Andrés ha vuelto ahora para imaginar cómo fue aquel mundo sonoro sumergido que procuró consuelo a nuestras eternas preguntas. Se trata de un periodo –de Grecia a Bach, por así decir– en el que la música fue sobre todo alabanza y cántico, acuerdo del alma con el cosmos y en el que la armonía de los planetas se iba acompasando con la danza de los sucesivos dioses. Así Dante pudo aún dirigir el compás de unos versos en el Paraíso que contenían en sí mismos el ritmo de la trinidad cristiana: “Quell’Uno e Due e Tre che sempre vive / e regna sempre in Tre e’n Due e’n Uno / non circunscrito, e tutto circunscrive”.
Entre otras muchas cosas, Filosofía y consuelo de la música sirve para volver a pensar en que buena parte de nuestro legado humanístico nos ha llegado mudo, sin sonido. La música que le falta es como la policromía borrada de las estatuas y los templos griegos. En realidad, nunca sabremos qué suponía ver el templo de Paestum, de la misma manera que nunca podremos entender del todo Antígona, puesto que se ha perdido la música que acompañaba a la tragedia y en la que se cifraba su verdadera trascendencia religiosa.
El problema alcanza incluso a Shakespeare, muchas de cuyas obras, como varias comedias y los últimos romances, incluían canciones y música instrumental que sólo hemos podido intuir mediante reconstrucciones aproximadas y gracias también a la métrica, que conserva algo del habla y el canto de los muertos. La notación musical llegó más tarde y de forma más rudimentaria que la escritura, de tal manera que nuestra recreación del pasado a través de la literatura ha estado siempre huérfana de voz y oído. Ramón Andrés consigue que en estas páginas imaginemos auditivamente el mundo de Parménides y de Heráclito, de Platón y Aristóteles, de la riquísima Edad Media –maravillosos los capítulos dedicados a Escoto de Eurígena o a Hugo de San Víctor–, del Renacimiento y la Ilustración, hasta el punto de transformar nuestra concepción de esas épocas y de esos autores, sintiéndolos más cerca, devueltos a su presente, que es siempre el ámbito del oído. En el capítulo dedicado a Leibniz, uno de los mejores, leemos por ejemplo el siguiente comentario:
“Nadie hasta ahora había reflexionado en torno a este arte –a esta ciencia– del modo en que lo ha hecho Leibniz, nunca se había pensado que en su interior se encierran microorganismos que conforman un cuerpo en continuo cambio, una masa que, por defecto, tiende al orden y que, una vez constituido, le plantea a la Razón otra Razón bien avenida y acostumbrada a lo inexplicable y, por eso mismo, superior a aquélla y no aprehensible sólo a través del intelecto. Leibniz ha entendido que en la música hay una aparente inconstancia, una confrontación de ritmos que, sin embargo, son muestra de la existencia de un ritmo único y a la vez universal; melodías que se comportan como espejos –siempre, en Leibniz, los espejos– en los que se reflejan otras melodías que no han sonado todavía pero que forman parte esencial de la armonía preestablecida, acordes que se engarzan unos a otros con sus notas-mónada y dan vida a otros que, sin que nadie lo hiciera sospechar, ya estaban, como nosotros, en el lugar originario de lo preestablecido. […] La persuasión de que cada nota, cada contrapunto, cada compás, cada frase, constituyen un cauce incesante y a su vez convertido en afluente de otros muchos conduce a observar la creación de un permanente despliegue de sonidos que dan vida a mundos diversos aunque pertenecientes a un mismo origen”.
Aunque el libro se detiene justo al principio del Romanticismo, sin llegar a entrar en él, el torrente de su pensamiento nos permite, como en la reflexión sobre Leibniz, pensar la música que ha quedado a nuestro alcance, de Bach a Ligeti, de Palestrina a Lutoslawski, de William Byrd a Sofia Gubaidúlina, con mucha mayor profundidad y conciencia, aprendiendo a escuchar más allá de la categoría de compositor genial que empezó a acuñarse en la modernidad y comprendiendo que toda la música no es sino una única estructura arborescente con las raíces hundidas en la eternidad del silencio.