Censura y juicio
Los artistas nunca han disfrutado en Occidente de una libertad de expresión tan completa, al contrario de lo que sugieren los casos de Allen o Easton Ellis
16 mayo, 2020 00:10¡Qué angustiosas son las campañas promocionales de libros en época de cuarentena! Interrumpidas por los estados de alarma, las entrevistas quedan flotando como testimonios de un mundo que no podemos contemplar, varados en unas librerías inaccesibles. Leer estas entrevistas referidas a libros publicados, pero que no son para nosotros, constituye una suerte de ejercicio borgeano, dicho sea para mitigar la frustración con alguna referencia culta. Pero también ofrecen cierto consuelo. Mientras la producción intelectual se confina en el comentario del virus y en recomendaciones sobre cómo sobrevivir al aislamiento, las entrevistas promocionales levantan acta de la existencia de unos debates e intereses intelectuales previos, que algún día tendremos que retomar. Una ventaja inesperada del confinamiento es que algunos temas que parecían algo manoseados han reverdecido, y circulan entre las masas de información monotemática como un hilo de agua clara.
Entre los autores a quienes se les ha cortado la promoción encontramos a Bret Easton Ellis, el autor que aterrorizó la buena conciencia estadounidense con American Psycho, que andaba quejoso a la hora de presentar su nueva novela White: una y otra vez insistía en la censura que los lectores (presuntamente de izquierdas, o por lo menos progresistas) ejercen sobre los autores que no comulgan con lo políticamente correcto: la constelación de nuevas exigencias morales. Como ejemplo, Easton recurría al recursivo caso de Lolita para afirmar que hoy en día “un libro así no se hubiese podido publicar, la censura lo habría impedido”. Sobre el revisionismo crítico ocasionado por las nuevas acusaciones de inmoralidad que ha recibido Lolita se ha hablado ya mucho, en este mismo espacio sin ir más lejos, así que propongo centrarme en el empleo que Easton Ellis hace en sus declaraciones de censura. Dicho de otro modo, tomémonos en serio su afirmación: ¿de veras la censura hubiese impedido publicar la novela de Nabokov?
Lo asombroso del caso es que la frase de Ellis suena plausible, cuando es del todo irreal: el contexto nos ayuda a creer en algo que la historia desmiente. Los primeros editores de Lolita tuvieron serias dudas (y la publicación sufrió algunos retrasos) calibrando si el libro podía ser censurado y retirado, mientras que hoy se distribuyen libros y películas sin apenas freno en la representación de la violencia y la exposición de la sexualidad. Unos años antes el Ulysses de Joyce fue prohibido en Inglaterra (ni siquiera Virginia Woolf se atrevió a publicarlo) y si nos remontamos unas décadas atrás la situación no mejora: nos encontramos a Madame Bovary sentada en el banquillo de los acusados. Si de Occidente hablamos, los artistas jamás habían disfrutado de una libertad tan completa como la actual, el límite se ha desplazado de la conveniencia pública al alcance de la propia imaginación. Si usted simpatiza con el juego (un tanto turulato) de las Eras puede afirmar tranquilo que vivimos sumergidos en la Edad de Oro de la libertad de expresión artística.
En el ambiente flota algo que nos induce a darle crédito a las afirmaciones de Ellis. ¿No hemos seguido el rocambolesco culebrón de las memorias de Woody Allen, el juego de ahora te publico y ahora no? ¿No tenemos noticias de algunos casos parecidos? No se aplica aquí la censura que denuncia Ellis. Creo que no, se confunden aquí dos situaciones distintas por un empleo abusivo de censura. Muchas palabras admiten usos en contextos distintos, de manera figurada, pero algunas palabras se aplican a situaciones tan particulares que podemos perderlas a fuerza de ensanchar artificialmente su campo semántico, censura es una de ellas. Y bien aplicada es una herramienta valiosísima para describir el mundo en el que vivimos.
Portada de la edición de 'Lolita', de Nabokov en audiolibro / HACHETTE
La censura es la prohibición expresa de publicar y difundir ideas, obras o incluso el trabajo intelectual y creativo de una persona (por ser esa persona), y en sentido estricto solo lo puede ejercer el Estado, apoyado en un programa, un juego de criterios y un sistema de coacciones previamente establecido. Solo la cosa pública tiene la capacidad de extenderse sin competencia sobre toda la sociedad impidiendo de manera efectiva la publicación o la difusión, al menos sin incurrir en delito. La censura no puede ejercerse en medios privados sin la connivencia del Estado, la competencia permite que te vayas con la música a otra parte, nuestras ideas encuentran otros cauces de difusión.
Por tentador que sea para nuestra indignación aprovechar a nuestro favor la fuerza moral que contiene la palabra censura, no puede aplicarse al caso de las memorias de Allen: una vez retirado el libro por la editorial, su agente no tardó ni dos meses (y quizás fueron semanas) en encontrar otra. Se han anunciado ya docenas de traducciones, no existe un impedimento legal, una oposición estatal para su distribución, si se tratase de censura solo podría circular en ediciones piratas. Un caso parecido es el de los periodistas que se consideran censurados cuando su cabecera se niega a publicar un artículo de opinión, es molesto y puede ser despreciable, pero el contratante tiene siempre el derecho y la última palabra a la hora de aceptar un texto o rechazarlo, entre los que se incluyen criterios como el gusto, el juicio, la ética, la línea editorial o la conveniencia económica.
Edición norteamericana de la
En casos como el de Allen o en el del periodista al que no le aceptan la columna podemos hablar de una modalidad de censura, pero este uso blando del término es equívoco porque no comparece su principal rasgo: la fuerza decisiva del Estado para impedir la publicación de un libro o la difusión de unas ideas. Quizás lo que sucede en casos como los de Allen (y lo que debería afrontar, según Ellis, un escritor que publicase ahora Lolita) se entiende mejor si lo analizamos como una modalidad del juicio crítico capaz de ejercer una presión muy superior a la reseña convencional, y que puede llegar a disuadir a los editores de invertir su dinero por miedo al rechazo. ¿No es la buena crítica, el prestigio, todavía un escudo para los escritores a los que las ventas no acompañan?
Desplacémonos un momento a otro gremio que suele quejarse de la censura de lo políticamente incorrecto (aunque con esta formulación, vaya usted a saber por qué, se prefiere hablar de tiranía). Los ejemplos son muy variados (Ricky Gervais, Rober Bodegas, Iggy Rubin, Ignatius Farray...), me poso sobre un caso extremo: el del dúo Osborne & Arévalo cuyo humor enfoca hacia la homosexualidad y los problemas de dicción. Ambos se han quejado que sus espectáculos sufren censura con las siguientes palabras: “No hables de los tartamudos, no te metas con los mariquitas, esto otro ni tocarlo... Coño, ¿dónde estoy, en Sevilla o en Alemania? Si nadie tiene la intención de ofender ni insultar, se ha perdido el sentido del humor, esto parece otro país”. Arévalo incurre en la misma nostalgia insostenible que Ellis, proyecta la libertad en un pasado donde sí actuaba la censura de Estado y la proyecta a un presente donde solo puede aceptarse como una exageración subjetiva: Ellis publica su libro, Osborne & Arévalo representan su espectáculo, y si no concitan tanta atención como antes o se retiran antes de tiempo es por la falta de aforo o el desinterés legítimo de sus “consumidores”.
El dúo humorístico formado por Bertín Osborne y Arévalo
El caso es que los lectores y espectadores disponen ahora de medios y cauces para articular su juicio y difundirlo. Los lamentos de Ellis y Arévalo vienen a señalar que estos juicios son escuchados y atendidos, que son efectivos. Y expresado así llevan razón: se puede responsabilizar del desinterés (a veces colindante con la repelencia) a la presión ejercida por el juicio de un sector de la sociedad, pero el juego es tan legítimo como cuando una mala reseña socava el prestigio de un escritor o un cineasta, e incita a no leerlos ni acudir al cine.
El humor no tiene límites morales (entiendo aquí límite como una ley insoslayable: a diferencia del agua que no puede dejar de hervir a 100º, no existe una frontera de obscenidad o de crueldad que nos cierre la boca), pero sería cínico obviar que siempre tiene sus guardianes, que pueden adoptar procedimientos muy variados: a veces son criminales (como los grupúsculos terroristas), otras tienen respaldo legal (como la intromisión al honor o las injurias a la corona) y en otras ocasiones son ejercidas por grupos socialmente comprometidos. Aquí, como en los casos anteriores, no se juzga la gracia o la falta de gracia del humorista, sino que se señala la responsabilidad social del humor, al difundir una representación que les perjudica (suele tratarse de grupos con una larga experiencia histórica de escarnio y discriminación). Aunque está implícito que se trata de un humor grueso y poco sofisticado, que tira de tópicos redichos, la clave del asunto es que esta clase de juicios no cierra teatros, no le impiden al humorista que siga intentándolo, no multa, ni encierra, ni amordaza. No es censura, es presión, y por el volumen de las quejas parece efectiva.
Bufón con laúd, Fran Hals (1624)
Esta clase de juicio crítico no recurre a leyes como la censura. Hacia 1970 nada menos que Edward Said señalaba que la esfera pública estadounidense solo toleraba comentarios racistas contra los árabes. Para subsanar esta situación, Said no reclamaba protección legal, sino que la comunidad árabe se organizase para expresar su disconformidad pública, que los racistas sintiesen la presión, algo que ya habían conseguido los judíos y los afroamericanos. Por supuesto que el racismo y la homofobia que transporta el humor (o la ficción) no puede ponerse al mismo nivel que el racismo y la homofobia que se expresan en la discusión política (el humor es ambiguo, es irónico, es un juego...), pero tampoco puede pretenderse que el humor sea una esfera adánica e inocente, algo transporta. Negarlo sería un insulto a la inteligencia de todos los concernidos, asumir la proyección social nula de su trabajo. Los chistes buenos (si exceptuamos la rara magia del humor blanco) suelen dejar un rastro de dolor, un remanente de ofensa. Tantas veces la risa se desprende a costa de helarle a alguien la sangre.
El asunto adopta una coloración muy distinta según el humor dispare hacia los privilegiados o hacia los desfavorecidos. No se trata de moral, se trata de presión, de la resistencia más o menos organizada que puede ofrecer la materia de la risa. Un bufón siempre sabe cuando se está mofando del Rey o de un mendigo, cuando bromea a coste cero o cuando se juega el costillar. Los judíos, los negros y los homosexuales no han dejado de hacer gracia en Estados Unidos, siguen siendo capaces de reírse de ellos mismos y de admitir las bromas de otros (como los nobles, los empresarios o los jefes de los humoristas), sencillamente se han organizado para juzgar el humor que se les dirige, y se han asegurado de disponer de cauces por donde expresarlo, de hacer sentir a los artistas y humoristas su presión. Una presión de abajo hacia arriba tan novedosa e insólita que no es de extrañar que la confundan con la prestigiosa (sobre todo si no se sufre) censura.