Rafael Argullol: "La mala sangre y el cainismo de España no los he visto en ningún otro país"
El escritor catalán reflexiona sobre los fenómenos colectivos que tienen lugar cuando una sociedad siente miedo y se erosionan las libertades individuales y públicas
11 mayo, 2020 00:10Es lunes, 4 de mayo, el primer día de la nueva normalidad; porque la antigua nos queda cada vez más lejana. Al otro lado del teléfono está Rafael Argullol, catedrático de Estética y Teoría de las artes en la Universidad Pompeu Fabra. En 1993, ganó el Premio Nadal con La razón del mal (Acantilado), una novela en la que describía una Barcelona golpeada por una epidemia que sumía a sus ciudadanos en un profundo miedo. Los paralelismos con la situación actual son muchos, sobre todo por su descripción del miedo y la pérdida de libertad en nombre de la seguridad. Argullol reconoce su sorpresa al ver de qué manera aquella novela anticipó el escenario actual, para el cual el catedrático reclama no solo coraje, sino autorresponsabilidad y libertad crítica.
–“Debemos atrevernos a replantear el rumbo seguido por la civilización moderna”, leemos en Cansancio de Occidente, el libro que hizo junto a Eugenio Trías, donde se describe el reto al que se enfrentan los protagonistas de La razón del mal. Es sorprendente que una novela de 1993 refleje la situación actual.
–Esto se debe a que, a veces, la literatura tiene una gran capacidad de anticipación. Cuando en 1993 me puse a escribir La razón del mal, evidentemente, no podía prever lo que ha sucedido con posterioridad, pero sí podía analizar los fenómenos colectivos que tienen lugar cuando el miedo se impone en la sociedad o cuando la sensación de anormalidad se instaura entre los ciudadanos, así como los mecanismos de restricción de la libertad que se aplican en un contexto de este tipo. Visto en perspectiva, 27 años después de la publicación del libro, he de reconocer que me sorprende ver las semejanzas que existen entre lo que está sucediendo y lo que se narra en la novela. Me remarcaron estas semejanzas en Italia, donde la novela se publicó hace un par de años. Nada más empezar la pandemia, la releí y, por momentos, se me pusieron los pelos de punta al ver las coincidencias que hay no tanto entre los hechos cuanto entre los mecanismos colectivos del miedo. La razón del mal fue escrita en un momento histórico distinto al actual, cuando todavía no se podía hablar de las redes sociales tal y como lo hacemos ahora. El escenario era muy diferente, pero los mecanismos psicológicos que se han desarrollado en la sociedad son los mismos que se describen en la novela.
–En la novela habla de cómo el miedo puede llevarnos a entregar nuestra libertad para sentirnos más seguros.
–Este es uno de los temas fundamentales del libro, donde precisamente se plantea que la epidemia lleva consigo la demagogia política y la implantación de una especie de tiranía. A lo que nos enfrentamos ahora es a un profundo dilema en torno a la libertad. La llamada seguridad sanitaria, que es lo más importante para la vida de las personas, se puede utilizar como un argumento para la restricción de la libertad. Ante esta pandemia es necesario tener coraje, compasión y libertad crítica. Y subrayo sobre todo el concepto de libertad crítica, porque sin ella corremos el riesgo de someternos a un poder nuevo y desconocido. Un poder que nos obliga a entregar nuestra vida –nuestra intimidad y nuestra libertad– a cambio de una supuesta salud. Todo el mundo se está dando cuenta de que, como de alguna manera anticipaba en La razón del mal, el miedo lleva consigo la posibilidad de la manipulación de la sociedad y del individuo.
Rafael Argullol / ACANTILADO
–En 1992 hablaba ya de un “atrincheramiento en la seguridad”. ¿Hasta qué punto la pérdida de libertad no se ha venido produciendo durante las últimas décadas?
–Como demuestran Cansancio de Occidente y La razón del mal, la pérdida de libertad es un tema que me preocupa desde la última década del siglo pasado. En 1992 y 1993 se vivía un ambiente casi eufórico en toda Europa: había caído el Muro de Berlín en 1989 y, en España, se celebraban las Olimpiadas y la Expo de Sevilla. De ahí ese ambiente aparentemente eufórico; y digo aparentemente porque por aquellos mismos años se inició la guerra de Irak y ya empezaban a verse signos preocupantes que se han agudizado a principios del siglo XXI. La pandemia que sufrimos ha sido un puñetazo que ha sintetizado todos estos signos. Además, ha sido un puñetazo universal, casi podríamos decir que ha sido un duro golpe para toda la especie humana. El coronavirus como una epidemia que nos ataca a todos como especie humana. Sin la globalización difícilmente hubiera sido así. Pero lo cierto es que no vivimos el coronavirus como algo propio de un país o de una determinada comunidad, sino como un hecho global. De ahí que algunos se empiecen a preguntar si hemos hecho algo mal como especie y se respondan afirmativamente, haciendo visibles todos aquellos signos que ya estaban a finales del siglo XX, pero que no percibíamos con la misma claridad que ahora.
–La pregunta sobre si hemos hecho algo mal revela que dotamos al coronavirus de una capacidad metafórica que trasciende la enfermedad. Esto la literatura, desde Edipo Rey, lo ha hecho siempre a la hora de narrar plagas y epidemias.
–Efectivamente. De hecho, en La razón del mal se habla de una epidemia espiritual. En cierto modo toda epidemia física implica otra espiritual. Lo que está ocurriendo ahora es que necesitamos preguntarnos qué ha pasado y para responder a esta cuestión yo soy bastante partidario de distinguir entre culpa y responsabilidad. No me parece bueno introducir en el debate el elemento de culpa, sostener que somos culpables de algo y concebir la epidemia como una especie de castigo. Creo que sería caer en la trampa de quienes sostienen que hay un dios o un poder que nos castiga. Argumentos de este tipo son peligrosos. En cambio, sí soy partidario de resaltar la responsabilidad que podamos tener. Diría que no somos culpables, pero sí responsables en parte.
–¿No se está produciendo un atrincheramiento dentro de las fronteras nacionales que obvia la compasión hacia el otro?
–Lo usted dice es verdad, pero donde se ha visto particularmente este atrincheramiento es en España. Es cierto que los distintos países europeos pueden haberse cerrado en sus fronteras, pero han mantenido su unidad en cuanto país. Pero la sensación de mala sangre, de pelea de gallos, esta especie de cainismo y división que hay en España yo no la he visto en ningún otro país. Aquí no solo nos atrincheramos dentro de nuestras fronteras, sino que lo hacemos peleándonos entre nosotros.
–¿Nos peleamos y, al mismo tiempo, tenemos un espíritu gregario?
–Este es un problema sobre el que podríamos hablar durante horas. El español, al no haber tenido Renacimiento ni Ilustración, en términos generales, tiene muy poco espíritu crítico y, por tanto, se deja llevar por las corrientes gregarias colectivas. Yo volví de Italia cuando empezaba a ser más que evidente el problema del coronavirus y aquí la gente no se lo terminaba de creer. A pesar de las noticias que llegaban desde allí, la gente no parecía creérselo y no se le dio importancia hasta que empezó el estado de alarma; incluso, pasados algunos días. En ese momento fui al médico y éste me abrazó: “¿Qué estás haciendo?” le dije. Costó mucho encajar la idea de que sufríamos una epidemia y lo que puede suceder ahora es que el proceso de desescalada se dé con falta de autorresponsabilidad. Suecia, donde se ha intentado que sea la autorresponsabilidad de cada uno la que ayude a frenar el COVID-19, está en nuestras antípodas. No sé si lo han conseguido enteramente, pero sí bastante más.
–La confrontación a la que alude ¿se debe a que estamos viviendo no solo una crisis de las instituciones, sino también de la propia idea de país?
–Sin entrar en la discusión política española, el problema es que no tenemos símbolos unitarios. En Italia la bandera nacional es la del Risorgimento y con ella se identifican prácticamente el 99% de los italianos, pues la consideran un símbolo de progreso. Cuando se canta el himno de Mameli, todos los italianos se sienten representados e, incluso, se sienten apelados por una canción de origen comunista como es Bella Ciao. Aquí no hay nada similar, no tenemos ningún símbolo comparable. Las canciones que pueden estar inventándose estos días no están enraizadas, dentro de quince días nadie las escuchará ni tampoco las cantará.
España carece de simbologías populares capaces de aglutinar a la inmensa mayoría, algo que, como decía antes, no pasa en Italia ni en Alemania, cuyos himnos son de Verdi y Haydn. Aquí tenemos un himno sin letra con el que una gran parte de la población no se reconoce. De la misma manera que nuestro himno no es una representación simbólica, tampoco lo es la bandera, entre otras cosas porque es monárquica. Piense en toda esa serie de revelaciones en torno a la monarquía que vieron la luz en los primeros días de estado de alarma. Habrá que ver qué pasa con la institución una vez termine la cuarentena. Lo que quiero decir es que en España no existe ese sentimiento de unidad que encuentras en otros países. Esto no quiere decir, sin embargo, que no haya habido en España un movimiento de solidaridad, porque lo ha habido. El pueblo español, en las distintas autonomías, ha tenido un comportamiento solidario con los sanitarios y entre sí. Por tanto, mis palabras no son una crítica, sino simplemente la constatación de la ausencia de símbolos potentes.
–¿La falta de unidad de España en comparación con Italia tiene que ver, por ejemplo, con el hecho de que el movimiento Padania Libera no haya tenido la fuerza de los independentismos vasco o catalán?
–Sí, eso es cierto. De todas maneras, si tú vas a Milán o a Venecia, que son los lugares donde la Liga Norte tiene más votos, y sacas la bandera italiana verás que la gente se identifica con ella. ¿Por qué? Porque es la bandera del Risorgimento. Algo parecido sucede en Francia: todos se identifican con la bandera porque es la de la Revolución Francesa, la de Delacroix, la de la Marsellesa. Si saliéramos a cantar algunas partes de El Quijote quizás todos nos identificaríamos con el texto, pero como no se canta…
–El potencial simbólico es un aspecto que tiene que ver con la cultura. ¿Si hablamos del fracaso de Europa, no deberíamos poner el acento en la cultura? ¿Ha desaparecido la República de las Letras, como diría Marc Fumaroli?
–Lo que usted comenta es cierto solo en parte, puesto que las referencias culturales están ahí: Haydn, Delacroix, Verdi. Todos son nombres propios de la cultura. El problema lo tenemos nosotros. La cultura es, seguramente, una de las grandes ausencias que tiene la sociedad española. No solo no se aprecia, sino que, aún peor, carecemos de una cultura propia que podamos llegar a apreciar. Yo creo que, en estos momentos, todo el mundo se está dando cuenta de lo central que es la cultura. Basta recordar lo que dijo Churchill cuando se le planteó la posibilidad de recortar fondos para la cultura en plena Segunda Guerra Mundial: “Si no es para la cultura, ¿para qué estamos haciendo la guerra?” Un dirigente político español es incapaz de decir una frase así.
–¿No cree entonces que el fracaso cultural sea europeo?
–Ciertamente, en estos días estamos viviendo una crisis de la cultura, del libro, pero no en los términos en los que estamos conversando. Es decir, a nivel europeo no se puede hablar de una crisis de la cultura en términos simbólicos ni de valor histórico. Si tú vas a Milán o a cualquier ciudad italiana te encontrarás de inmediato con la calle Dante, la calle Boccaccio, la calle Manzoni, la calle Leopardi. Todos estos grandes nombres de la cultura italiana están perfectamente integrados y asumidos dentro de lo que es la actividad social y vida nacional. En España esto no es así. Podríamos estudiar las causas. Yo lo he hecho y, como le decía antes, se podría hablar de la ausencia de Renacimiento y de una Ilustración. Son muchas las causas, pero lo cierto es que cada vez que ha habido un intento de revolución ilustrada ésta ha sido truncada. Y esto ha llevado a la falta de esta cultura simbólica aglutinante.
–¿El desprestigio de la cultura va de la mano del desprestigio de la belleza, un concepto que usted reivindica?
–Sin duda. Resumo el desprestigio con un hecho que me parece significativo: la palabra belleza prácticamente ha desaparecido del uso coloquial del español. Si va a Italia, observará que el término bellezza está presente, como también está en Francia la palabra beaux. Aquí, tenemos regiones, por ejemplo, Aragón, en la que todavía se utiliza en ocasiones la palabra belleza para exaltar algo, pero, en líneas generales, es un término en desuso. Si tienes que hablar de una mujer bella la describes como guapa o, de forma menos fina, dices que está buena o algo parecido. El concepto de belleza tiene poca presencia cotidiana en nuestro lenguaje, poco peso específico en relación con el que debería tener y el que tiene en otras tradiciones culturales. No hay duda de que España es uno de los países con las ciudades más bellas de toda Europa, pero el tema no es este. No se trata de cuán bellas son sus ciudades o sus parajes, sino de la no identificación social con la cultura y con la belleza.
–En Maldita perfección hace énfasis en que la belleza está relacionada con la ética. ¿La belleza implica una actitud ética?
–Es tan así que los griegos no tenían dos palabras distintas para ambos conceptos. Cuando hablaban de kalos se referían indistintamente a la belleza estética y a la ética, estableciendo una continuidad entre estas dos ideas. Desde el momento en que tú amas lo bello, lo armónico y lo civilizado, asumes un posicionamiento ético, salvo si eres hipócrita y con una doble moral.
–¿La belleza está vinculada con la libertad crítica?
–Este es otro elemento importante que no acaba de estar presente en la sociedad española. Si el informe PISA nos pone malas notas en lectura y en matemáticas es porque tanto la lectura como las matemáticas exigen a los estudiantes libertad interior. Todas las otras materias se pueden copiar, pero avanzar en un libro o en una demostración matemática exige tomar decisiones individualmente. Y es en las decisiones individuales donde se aprecia la libertad crítica. Su ausencia la comprobamos en los cambios de opinión que se han dado a diario en cuestiones que teóricamente son científicas. Imagínese qué hubiera sido si no hubieran sido científicas.
–Las Humanidades y las Ciencias son dos ámbitos que, al menos en España, difícilmente se dan la mano.
–No hay que olvidar que hablamos de un país que solamente ha tenido un premio Nobel de Ciencias: Ramón y Cajal a principios del siglo XX. Esto ya lo dice todo. En mi opinión en los campos en los que más se falla son aquellos en los que el individuo se encuentra solo, ya sea delante de un texto, un problema o de una demostración matemática. Hay muchas razones que explican esto, pero sin duda la Contrarreforma es clave para entender la ausencia de libertad crítica: al luterano se le exigía un enfrentamiento individual con la Biblia. Aquí nunca se ha exigido este enfrentamiento; por eso, entre otras razones, resulta muy problemático poner al estudiante y a cualquier persona a tomar sus propias decisiones. Recuerdo que, en el colegio, los niños tenían especial miedo a tener que hacer algo solos. Y, como profesor, he ido viendo que este miedo es constante, incluso entre los estudiantes universitarios, que no saben argumentar oralmente. ¿Por qué no saben hacerlo? Porque argumentar oralmente exige tomar decisiones en solitario, argumentar por sí mismo.
–En Italia los exámenes orales son más que habituales.
–Precisamente por esto, en los másters y doctorados, los estudiantes italianos se comen a los españoles. Y, con toda la decadencia que puede haber sufrido, la escuela italiana es muy buena en origen, como también lo es la francesa. En España, cuando se consiguió una escuela que empezaba a ser buena, vino la Guerra Civil y arrasó con todo.
–¿Cómo afecta a un creador ese miedo a estar solo?
–Yo he tenido siempre claro que el creador es aquel que crea y decide sobre su creación en soledad. Otra cosa distinta es que tenga en cuenta la época en la que vive, qué quiere comunicar y cómo quiere hacerlo. He publicado 35 libros y puedo poner por testigo a todos los editores: ninguno de ellos fue escrito por encargo previo. Me enfrento a cada libro como si fuera un novato: primero, escribo el texto y, luego, lo doy al editor y ya se verá si decide publicarlo o no. Ahora me lo publican todo, pero yo no dejo de pasar por el rito. El gran enemigo del artista puede ser el marchante y la presión del mercado, y el del escritor es el editor, que puede pedirle que haga más digerible su texto para los lectores, y, evidentemente, el mercado.
–El trasvase entre Ciencias y Humanidades tiene mucho que ver con su escritura, que es transversal, y donde mezcla géneros y temáticas.
–El concepto de escritura transversal lo acuñé hace algunos años y ha tenido bastante éxito. No se refiere solamente a cruzar temas y géneros; implica también un continuo trasvase de ideas y sensaciones. Me gusta la filosofía literaria y la literatura filosófica. Me interesa este trasvase entre disciplinas, no solo entre la filosofía y la literatura, sino entre la música, la pintura, etc.
–Y en este trasvase, ¿qué peso tiene el contexto? ¿El filósofo debe estar encerrado en su torre de marfil o vivir en el centro de su tiempo?
–Es necesario estar con un pie en la torre y con el otro en el campo de batalla. Durante toda mi trayectoria he escrito desde poesía hermética hasta artículos de prensa, como los que de forma asidua publico en el diario El País. Concibo el arte desde un punto de vista dialéctico: por un lado, tiene una parte intemporal, intempestiva, que va más allá de la actualidad; por otro lado, el artista y el arte tienen que saber vivir la actualidad y su tiempo.
–¿No cree que ahora se vive demasiado en la actualidad? Me refiero a que, en cuanto sucede algo, hay mucha gente opinando y teorizando.
–España es un país dominado por opinadores, tertulianos y gente que no sabe de nada, pero que siempre tiene la palabra y opina a través de afirmaciones categóricas, sin justificación ni argumentación. Esto ha hecho mucho daño. Aun en plena decadencia de la prensa, cuando hay un conflicto internacional, en Le Monde encuentras firmas de peso. Por ejemplo, este periódico francés pidió su opinión a profesores de cultura siria para interpretar la guerra de Irak. Aquí sale cualquiera a opinar sobre esto y aquello, sepa o no sepa cuál es la capital de Irak. Esta tendencia al tertulianismo es mala. Una tertulia puede estar bien si es dinámica y fresca, pero convertirla en un sistema es nefasto.
–¿El tertuliano es el que sitúa en un nivel inferior la reflexión?
–No solo el tertuliano. También algunos intelectuales españoles, de los que esperábamos cierta altura de miras, han allanado por abajo el pensamiento y han terminado con la boina y la tranca. Lo hemos visto muchas veces. La prueba más evidente la tenemos en los periódicos, donde hay pocas colaboraciones de ámbito universal, pero muchísimas de amiguetes a los que leer junto al café. Así no vamos a ningún lado.
–¿La universidad también es víctima de este desprestigio?
–Yo diría que en la universidad ahora hay poca vida intelectual porque hay poca vida intelectual en la sociedad. Sin embargo, si tengo que decir la verdad, le diría que las universidades están menos deterioradas que el resto de instituciones sociales. Y por decir algo positivo, le diré que hay que reconocer que, tras diez y quince años de recortes bestiales, las universidades han aguantado relativamente el tipo. Lo mismo ha ocurrido con la institución médica: estos días comprobamos cómo, a pesar de todos los recortes, los médicos han sabido afrontar lo que les ha venido encima. Y esto sucede porque tanto en las universidades como en los hospitales había una generación de gente muy brillante. Me refiero a la generación que llega a cargos de responsabilidad en los años ochenta y noventa, años álgidos en la escuela y la sanidad pública. Desde entonces, la falta de interés de la sociedad española por ambas instituciones ha favorecido a este recorte continuo y la falta de financiación en investigación.